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Una noche difícil con la visita inesperada de paramédicos... Una visita a revisión médica general al día siguiente... Varias visitas a la sala de emergencia... Análisis... Citas... Consultas... Estudios... Traslados... Hasta llegar a ese frío consultorio.

Habían pasado meses, y se sentían como un parpadeo.

Siendo objetivo, lo había comenzado a sospechar desde hace un tiempo. Esperaba que la noticia fuera a hacerlo quebrarse en llanto, desmoronarse, negar, quizás gritar... Pero nada. Simplemente, no había nada.

Incluso la nefasta doctora pareció cambiar su engreída y seria expresión por una estupefacta, y quizás algo nerviosa, por su reacción.

"¿Ya me puedo ir?"

Esas fueron las únicas palabras que salieron de sus labios después de que esa odiosa mujer les diera el diagnóstico, y al no verle inmutarse ni un poco, repitiera casi gritando el diagnóstico, exigiendo una respuesta de qué pasaba con él.

Todo mientras su madre sollozaba, sin decir nada, ni siquiera para intentar protegerlo... Bueno, nada nuevo en realidad. ¿Qué esperaba?

Finalmente, la estúpida urraca vieja dejó de intentar sacarle alguna emoción, volviendo a sentarse, visiblemente conmocionada.

¿Qué había en su mirar?, ¿miedo, asombro, remordimiento, curiosidad?... No pudo, ni quiso interpretarlo.

Su mente estaba en blanco, su cuerpo en piloto automático. Simplemente se levantó de la silla y salió del consultorio, sin mirar siquiera si su madre iba tras él.

Cómo volvió a casa, cómo siquiera salió del hospital... No lo tenía claro, era como si su mente hubiera decidido no guardar ese recuerdo. Solo sabía que ahora estaba en su habitación, tan sólo como siempre, acompañado por una fiel tableta electrónica y sus auriculares.

Que si tenía miedo, ¿debería?

Que si había enloquecido, quizás.

Bueno, tal vez no era tan normal que un niño de 12 años actuara de esa forma tras recibir un diagnóstico de una enfermedad crónica, que eventualmente lo mataría a una edad temprana, directa o indirectamente.

Sin contar todo lo que tenerla implicaba. Discriminación, estigmas, medicación, visitas médicas...

Muchos estarían muertos de miedo, llorando, rezando a cuanto dios se les ocurriera librarlos de ese mal, deseando que fuera una pesadilla, lamentando su suerte... Pero él no.

Simplemente no podía sentir nada, y era lo que más comenzaba a desesperarlo. ¿Había algo aún peor con él?, ¿por qué no soltaba ni una mísera lágrima?, ¿por qué no mostraba emoción alguna?...

Bueno... Solo quizás, después de tantas cosas, ya todo le era indiferente.

¿Acaso es así como se siente un condenado a muerte en sus últimos momentos?

Sabe que está perdido, no hay escape, no hay la más mínima esperanza de salvación, su fin es inminente, la muerte lo abraza y danza con ella...

Ve su vida pasar frente a él, ve todos sus errores, ve todo lo que debió hacer, ve todo lo que ya no será...

Pero, a pesar de todo, como si su mente intentara sedarlo, o si en un acto misericordioso la muerte, cuál soplo de Tánatos a un moribundo, le impidiera ser alcanzado por cualquier sentimiento o emoción.

Bueno... Qué importaba.

Los dados de ese juego cruel habían sido lanzados y no existía escapatoria.

Los dioses, el destino, o lo que fuera que controlara las vidas de los insignificantes mortales, lo habían elegido como protagonista de su sádica obra.

Ahora solo le quedaba actuar para ellos, a su voluntad.