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He soñado-Prólogo.

He soñado. Durante segundos, tal vez horas. He visualizado el mundo, la gente, todos los secretos que posee la humanidad, pero ni ayudada de eso he conseguido entender por qué el mundo funciona tan mal.

Tras haber recibido una llamada urgente de mi jefe me he visto en la obligación de dejar a medias la serie a la que me he enganchado esta misma tarde. Coloco sobre mi cara ese molesto trozo de tela que me veo obligada a llevar todos los días, cada vez que salgo de casa. Descuelgo el abrigo de la percha y tras coger mi maletín salgo por la puerta.

Como no me atrevo a pulsar el botón del ascensor con las manos, saco el pequeño trapo que guardo en el bolsillo derecho del abrigo y pulso. Me toca esperar unos cuantos minutos hasta que uno de ellos queda al fin libre. Me meto sin dudarlo y cierro los ojos. Apoyo mi espalda sobre la fría y metálica pared del ascensor. Tomo aire lentamente y cuando los vuelvo a abrir, noto cómo todo gira a mi alrededor.

-Ayuda -murmuro antes de parar de tomar aire.

Sigo con los ojos abiertos. Mis gafas, el bolso, la chaqueta, la mascarilla... todo ha salido volando y ahora gira en torno a mi cabeza. Me miro los pies, no sé por qué, pero veo que en vez de llevar los vaqueros blancos ahora llevo una especie de hábito, como si fuera una monja. No voy muy desencaminada, me ha aparecido una cofia blanca sobre mi rubio pelo.

Miro aterrada las grandes puertas del ascensor y como si hubieran oído mis plegarias, se abren. En vez de ver el descansillo de la urbanización encuentro dos o tres mujeres que van igual vestidas que yo.

-Eres médica, ¿verdad? -me pregunta una de ellas.

Asiento con la cabeza rápidamente, sin saber por qué, ya que estoy en un estado de shock tremendo.

-Ven con nosotras -me suplica la más joven de ellas.

Me doy cuenta de pronto del idioma que utilizamos: no es español, como lo que suelo utilizar, es latín.

Dos de las monjas me agarran de los brazos y me llevan con ellas hasta un monasterio. El aspecto que tiene por fuera es desolador: las plantas descuidadas, los cultivos no están ni siquiera arados. No hay nadie por las calles de ese pueblo.

No me dan tiempo a interiorizar la información ya que me meten en tan sólo un abrir y cerrar de ojos, en el interior de la iglesia. Ahí encuentro a una señora que parece tener más poder: tal vez sea la priora del monasterio. No me habla, sólo me tiende una tela gorda que comprendo para qué sirve y un líquido rojo, con el que me lavo las manos.

Tras haberme tapado la cara con la tela me permiten entrar en la estancia que supongo, hace de hospital. Hay más monjas que rezan por los enfermos, pero al fin comprendo por qué me han llamado: necesitan médicos para combatir la peste, la pregunta es cómo han logrado encontrarme a través del tiempo.

Me acerco a una de las personas que descansan tendidas en la paja que se amontona en el suelo. Le sangra la nariz y tiene manchas negras por todo el cuerpo.

No sé cuánto tiempo he pasado ahí, tal vez horas, días, años... He visto a gente morir, otros lograban salvarse, pero en el cementerio ya no cabían más cadáveres juntos.

Tras terminar con el último enfermo, me siento cansada en una silla. Apoyo la cabeza sobre el respaldo y suspiro aliviada de haber terminado por fin.

-La priora ha sucumbido -me dice mi compañera de dormitorio.

Me levanto rápidamente. Me pongo de nuevo la tela y la sigo hasta el hospital. Tengo que pasar entre los enfermos. Todos levantan las manos para rozarme el borde del hábito. Sé que albergan esperanzas de poder curarse. Tengo que alejarme de ellos o yo también caeré presa de la peste. No puedo dejar que pase eso porque el mundo me necesita. Tengo una oportunidad de cambiar el mundo y no pienso desaprovecharla.

Al día siguiente, uno de los enfermos a los que cuidé viene hacia mí mientras descansaba.

-Muchas gracias -me dice al oído. Puedo notar su pesada respiración y sus manos rozándome los antebrazos.

Antes de poder contestarle noto que me ha dejado un bulto en las manos. Al mirarlas veo un crucifijo.

No me da tiempo a observarlo con tranquilidad. Julia viene hacia mí envuelta en lágrimas. La miro con las cejas fruncidas.

-La priora... -murmura antes de romper a llorar sobre mi hombro.

Me levanto como si la silla hubiera estado ardiendo. Agarro a Julia que me lleva hasta el montículo de paja sobre el que descansa el cuerpo de la priora. Le cierro los ojos con delicadeza, no sin antes haberme asegurado de que no tiene pulso.

Me eligen para gobernarlas durante los próximos años. Lamentablemente, no me dan la opción de rechazar el puesto. Desde ese momento rijo todo. Bien mirado, lo que está pasando en la década del 2020 es lo mismo que pasó hace tantos cientos de años.

Un día me despierto y veo a todas las monjas a mi alrededor. Estoy metida en un ataúd, a punto de ser cubierta por la tierra sagrada, bajo la que descansan los muertos. Sobre mí empiezan a caer granos de arena. Cierro los ojos y me dejo llevar por mis emociones. Las lágrimas corren por mis mejillas.

Abro los ojos de golpe. Me encuentro tirada en el suelo del ascensor. Decenas de personas me miran con curiosidad. Abro la mano, todavía mantengo el crucifijo.

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