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𝔲 𝔫 𝔬







CAPITULO I

T R A U MA











No estoy hecha para el silencio.

Y no hablo de esa pequeña pero deliciosa pausa de la vida en la que los pensamientos, los ecos, las voces y el anhelo en el alma dejan de tener sentido haciendo que lo único que importe sea respirar para sobrevivir.

No. Hablo de un silencio seco y eterno donde el contacto con las ideas más profundas se tornan angustiantes. Cada pequeño sonido, el golpeteo de una gotera, el crujir de la madera, el ventilador del ordenador, la propia respiración, cualquier ruido nítido pero constante a la intemperie implica que sea imposible razonar. Porque cualquier dolor se agudiza. Porque la piel pica. Los párpados pesan. Vivir cuesta. Los pensamientos están ahí, encapsulados en pequeñas dosis de angustia y agonía.

No me gusta el silencio porque cuando mi cerebro lo decide, es el momento donde entro en contacto con la realidad y, a veces, eso me asusta.

Supongo que por eso extrañaré, quizás hasta la muerte, nuestro pequeño y fugaz departamento en Seúl.

En ese residencial de edificios tan grandes así como de espacios pequeños, era casi imposible sentirse aislado; los ronquidos del perro del vecino, los tacones de la señora del piso de arriba, los gritos de la recién pareja de abajo y el olor a sopa con ajo de la abuelita del otro lado, hacían que de una u otra forma la tarea de sentirme sola se volviera inimaginable. Un paso, la cocina, otros cinco pasos y media vuelta, nuestra recamara, otro giro más, un baño donde tenía que sentarme en el excusado para tomar una ducha. Mi padre maldijo ese lugar todas las noches durante un mes porque odiaba los espacios limitados, no se tomaba la molestia de saludar a los vecinos en el ascensor y prefería salir a comer en lugar de someternos a la asfixia constante del humo y vapor especiados.

Creo que no fue suficiente para él, lo sentía como una ofensa. Pasado ese mes y a las pocas semanas, se replanteó considerar Seúl una de las mejores ciudades para vivir.

Ojalá nos hubiéramos quedado ahí.

No puedo decir lo mismo de la casa en Busan, al mes siguiente.

Una chimenea, mi propio baño, un salón de juegos y un jardín posterior con una casita de madera que seguramente albergó un Mastín Napolitano o a un San Bernardo, hacían parecer los días más lentos y silenciosos de lo que ya eran.

Mi padre decía que una casa propia en ese país ya era demasiado privilegio para una pequeña familia extranjera que nunca echó raíces en algún lado. Pero mi descontento valía la pena porque lo veía feliz, animado en cierta forma. Me limité a reservar las quejas e hice mi mayor esfuerzo por adaptarme a la humedad, al sol, al mar y a un dialecto que parecía más complejo e imposible mientras más lo escuchaba.

No comprendo porqué no conservo muchos recuerdos de mis primeros días en Busan.

De hecho solo podría numerar pequeñas escenas nubosas que difícilmente rescatan sonido alguno. Supongo que todo pasó tan rápido, que ni siquiera terminé de asimilar Seúl cuando mi padre comenzó a buscar casas en venta por internet, negoció el cambio de sede en su empleo y justo como pasó en Ontario, Birmingham, Cabo y Nagoya, un día simplemente nos mudamos sin darme la oportunidad de aprender el código postal. Como sea, al llegar ya tenía una escuela, un uniforme, una rutina, un horario, mi corazón y ansias colgando de un hilo e indiscutiblemente, la inquietante sensación de que las cosas no pueden marchar tan bien para alguien que ha pasado toda su vida de ciudad en ciudad, buscando un pequeño hueco al cual finalmente pertenecer.

Nadie reparó en mí cuando el rector del nuevo instituto me presentó en el salón. Su respuesta grupal fue tan desinteresada, seca y robótica, que por un segundo llegué a poner en tela de juicio mi propia existencia.

Y ahora que lo pienso, fue bueno. Fue bueno porque por lo menos durante el resto del año, disfruté de ese precioso silencio del que había hablado.

Los días pasaron en automático y en silencio. Aunque Busan gozaba de los días más soleados y coloridos por su gente, por el turismo y el folklor impregnado en cada esquina, la vida transcurría en gris mientras era consumida por la inexplicablemente agradable sensación de no existir... o por lo menos así fue hasta un miércoles por la tarde.

Fue durante una clase muerta.

El profesor de química había tenido que salir de la escuela pocos minutos después de comenzar la sesión y por algún motivo no enviaron un suplente de la dirección. Especialmente, ese día era frío, llovía lo suficiente para que el cielo se tornara gris, muy semejante a cuando un dementor se aproxima. La cafetería estaba abarrotada de grupitos exigiendo un latte caliente, así que no había muchas personas en el aula. A mis espaldas, aunque había decidido colocarme los audífonos y fijar la vista a la ventana espectando una emocionante carrera de gotas de lluvia resbalando sobre el vidrio, podía escuchar a un grupo pequeño de chicas retocando su maquillaje y a un par de chicos en la esquina opuesta jugando violentamente entre sí.

Solo por unos minutos desvíe la vista hacia ellos y por sus facciones, me detuve a pensar si es que alguno de ellos sería un poco más cálido y agradable de lo que querían reflejar.

Y respecto a ellas... Daban la impresión de ser ángeles recién desterrados, de esos rostros de rasgos pequeños y traslúcidos que te hacen querer sacar un espejo del bolso y verificar qué tan lejos te encuentras de ese esplendor. Daban miedo. Intimidaban aunque sus voces eran cálidas. Aterraba el hecho de tan siquiera regalarles una sonrisa o un halago incluso si muy dentro de mí quería ser una de ellas.

Fue cuando la escuché.

El tono con el que salieron las últimas letras de entre sus labios me erizó la piel de la nuca. Me petrificó. Me hizo desear fingir demencia para así no tener que voltear, sonreír, seguir una conversación y sentirme culpable toda la vida por no conseguirlo.

—¿De dónde eres? — Dijo esa voz. Supe de quién se trataba, casi de inmediato. — Seguro que hay mejores hombres que esas cosas.

Era esa chica intimidante y de voz rasposa, Eunbi. No era mucho más alta que yo, pero sí muy bonita. Era extrovertida y lo suficientemente segura de sí como para no dejar que el hecho de estar repitiendo el primer año de instituto, realmente le afectara. Por eso en cuanto volteó hacia mí, quité uno de mis audífonos alternando la mirada entre ella y los otros dos chicos que seguían pretendiendo ser luchadores de la MMA.

No supe cómo tomarlo. Vacilé por segundos sin tener algo en la mente.

Mil veces había practicado presentaciones casuales y sencillas que no me hicieran lucir como una completa marginada, pero en cuanto sus ojos rasgados, esa vaporosa línea de pestañas oscuras y su cabello ondulado y sedoso captaron mi atención, muchas de esas líneas se perdieron entre balbuceos e ideas intrusivas que debatían sobre si responder o no era una buena idea.

—Ontario. — Respondí al final. Creo que usé un tono de voz adecuado. Nada llamativo, nada que marcara la seguridad que evidentemente no poseía pero tampoco algo que la alentara a querer destruirme la vida solo porque sí. —La verdad es que no podría dar un veredicto, no recuerdo mucho.

Eunbi sonrió de manera dulce, casi apacible y con ello, también regularizó mi frecuencia cardiaca.

—¿Quién usa la palabra "veredicto"?

Había soltado una carcajada. Para mi tranquilidad, no sonaba como una burla directa.

—Creo que yo.

—Es bueno. Han, el de Literatura inglesa dice: "La lengua se está extinguiendo, niños".— Sonrió como si quisiera convencerse de eso. Sorbió la nariz, esperó mi reacción y por alguna razón, no me pareció repugnante. Hasta en eso era bonita.— Por lo menos tú la preservarás ¿No? Soy Han Eunbi. ¿Es tu primer día? ¿Te cambiaste de salón?

Demasiada información para treinta segundos. Hablaba mucho. Nunca lo noté porque en clase, solo participaba cuando la obligaban a hacerlo.

Aun así, no dejó de parecerme intimidante. Ahora que lo pienso, es lamentable y triste que alguien cargue con el miedo constante de cometer un pequeño error o no, y que este sea suficiente para enviar su vida al carajo; hablar con Eunbi no solo era una pequeña interacción efímera que al siguiente día ella ni siquiera recordaría, no. Representaba un juego al azar donde quizá pude haberme topado con mi próxima mejor amiga, o con, creo el terror de cualquiera, esa persona errática, inflexible e impulsiva capaz de superar sus limites humanos con tal de disfrutar de un poco de sumisión y miedo.

Pasó en Nagoya. Pasaba en todos lados. ¿Qué haría a Busan diferente?

Claramente no era mi primer día ni en la escuela ni el salón. Me había sentado en ese mismo lugar, justo en medio del aula en uno de los extremos y pegada a la ventana durante las últimas tres semanas... Solo que había sido bastante irrelevante como para que alguien me prestara atención.

—Sí, me transfirieron hace poco.— Mentí para ver qué tan invisible había sido, qué tan lejos llegaba el engaño y también porque era vergonzoso admitir que sabía el nombre de todos en el salón pero nadie conocía el mío.—Soy Haze.

Eunbi marcó una pequeña "O" con sus finos labios bañados en brillo color durazno. Si no hubiera estado tan sumergida en pensar mis próximas palabras, juraría que recorrió cada milímetro de mí buscando algo más para decir, pero creo que su extroversión llegó hasta ahí.

—Bueno Haze, avísame si necesitas algo. Los primeros meses aquí sue-

Pero conforme más hablaba, la voz de Eunbi también comenzó a desvanecerse.

El ruido peculiar de graves y ecoicas risas masculinas inundó el pasillo al punto en el que, cada una de las pocas almas en el salón enderezó la espalda esperando proyectar la mejor versión de sí. Fue como un click, una intervención o una señal meramente condicionada. Creo que la única que no se percató de esa situación fue Eunbi, aun perdida en su teléfono enviando mensajes de voz a alguna de sus amigas un año arriba.
Eran cinco o seis de ellos, no lo recuerdo bien. Lo que sí sé es que regresaban de la práctica del club de boxeo. Parecían haber tomado una ducha o seguir empapados en sudor, pero de cualquier forma, eso no importaba porque lograban lucir agobiantemente bien. Caminaban a destiempo haciendo su propia fiesta en el pasillo. Los había visto bastantes veces como para recordarlos y también como para grabarme en la cabeza que no quería permanecer en su perímetro.

Estaba a punto de regresar a mis audífonos cuando la puerta se abrió de golpe, casi como si ese sonido hubiera sido producido específicamente para atemorizar a cualquiera del otro lado.
Las chicas del maquillaje, los otros dos jugando a las luchas, Eunbi y yo, guardamos silencio intentando cada quién ocuparse de sus asuntos.

Pero fue inevitable, los vi de reojo acercarse al par de chicos frente a la pizarra y uno de ellos, el más pequeño, sacó de su mochila un libro de Literatura II tendiéndolo casi en modo de tributo hacia el tipo alto de acento irlandés que, por su aspecto intimidante y de actitud altanera, parecía no haber tenido la intención de entrar a clases ni una vez en el año. Ni siquiera agradeció al chico a su lado, solo tomó el libro y volvió a su grupo.

Y entonces, lo noté.

Era uno de los más altos, un poco más delgado y de silueta refinada sin dejar de esconder ciertos músculos definidos debajo de su camisa desabotonada del cuello.

Desencajaba del resto porque su rostro reflejaba un aura muy cálida en contraste a los demás. Aun así, no dejaba de ser irritablemente apuesto. Era castaño, un castaño claro casi llegando al tono almendrado que abrazaba perfectamente sus grandes ojos marrones. La curva sinuosa y respingada de su nariz, así como esa armonía entre la línea de la mandíbula y su sonrisa, parecían incomparables.

No pude apartar la atención de él, era inevitable.

Me sentí absurda admirando, desde mi ratonera al lado de la ventana, a un hombre que encorvaba la espalda y daba golpes en las costillas de los demás.

Y suspiré hondo antes de intentar ignorarlo.

—Ahh... — Musitó Eunbi a mi lado. Había dejado su teléfono celular en algún punto. Supongo no fui tan discreta como pensé. —¿Te gusta Jeon?

Noté que había disimulado sus palabras bajando aún más el tono de su voz. Creo que fue muy lindo, hasta considerado de su parte.

—¿Quién?

—Ese alto, el de ojos grandes y lindos.

—No. — ¿Por qué esa respuesta salió tan rápido y con un suspiro? — Seguro es de los que le pega a la pared cuando se enoja.

—Se llama Jeon Jungkook.

—¿Lo conoces? Quiero decir, ¿Los conoces, a ellos, a todo el grupo?

—Ajá... — Asintió perspicaz y a la vez, fingiendo nulo interés regresando a examinar las cutículas de sus dedos. —Estuvimos en el mismo grupo en primer año.

En ese momento, mientras Eunbi analizaba al resto del grupo, Jungkook, aunque sea por una mínima fracción de segundo, cruzó la mirada conmigo.

Desvié la atención al techo, después a la puerta y al final a mis rodillas. No imagino escena más lamentable.

—¿Quieres que te lo presente? —Continuó. —Es bastante idiota, pero no tanto como los demás.

—¿Es tu amigo?

Bueno, es que si llamas "idiota" a alguien con ese aspecto, las únicas dos opciones son que, o seas lo bastante cercano como para no considerar represalias o que tu único objetivo en la vida sea ser molestado el resto del año o hasta que tus padres te cambien te escuela.

—No, pero Joonhun sí. —Cruzó los brazos, bostezó y señaló con la punta de la nariz a uno de los chicos del grupo ruidoso y varonil al frente de la habitación. Por el poco historial que tenía de Eunbi, asumí que tendría historia con él. —Si soy sincera, Jungkook es más agradable de lo que aparenta. Tampoco esperes mucho, si sigue aquí es porque los de la MMA han venido a buscarlo varias veces. Es muy talentoso especialmente en los deportes de contacto y dicen que podrían darle una beca deportiva para la universidad o algo así.

—Que suerte...

—No creo que la necesite. —Continuó. —Su familia es absurda, asquerosamente rica. Mi teoría es que esta es la única escuela que lo soporta y pasan sus malas notas porque su padre paga para que lo hagan. Creo que cuando se ha portado bien por un tiempo, el Sr. Jeon le deja traer el Ferrari que le regalaron por su cumpleaños 18. Además ¿Quién usa un Rolex a esa edad? Mierda, tiene una casa dentro de su casa para las personas del servicio.

—¿Has ido?

—No— Respondió más suspicaz de lo que quiso aparentar. — Es lo que dijo Hun.

—Quizá no le gusta limpiar el desastre de un día después.

—¿Tú crees que él se encargaría de hacerlo?

Nunca di una fiesta en casa, así que hablé solo al aire. Cambié de tema antes de que comenzara a preguntar sobre mi familia, mi casa o las razones por las que estaba ahí.

Ahora que lo pienso, no tendría porqué haberle extrañado. Exageré. Tal vez, Eubi era diferente.

Busan Foreign School, por lo que dijo mi mamá al leer el folleto, era una de las escuelas más codiciadas del distrito por su alto nivel académico. Su tronco de estudios, desde guardería, no estaba en enfocado a formar grandes servidores para el país, sino a sacarlos de ahí. Muchos de los estudiantes que terminaban el instituto, salían a universidades extranjeras con las que se tenían convenios. No era extraño ver distintas nacionalidades caminando por los pasillos porque, estar ahí significaba o ser hijo de una familia con bastante dinero, ser inmigrante con buena posición económica o tener una prodigiosa beca académica.

Mamá había mencionado algo del internado a la misma escuela, pero mi padre ni siquiera dejó que terminara argumentando que esta vez buscaba una vida más normal para los tres y que un internado me alejaría más de ellos; cosa en la que sí, tuvo mucha razón.

—No me gusta. —Retomé sin dejar a un lado la necesidad de volver a la seguridad de mis audífonos.— Su risa me resultó llamativa, es eso.

—No tiene nada de malo si te gustara. Es lindo.

—Pero no es así, solo me llamó la atención porque es, bueno, resalta un poco. Y la risa, y el ruido...

—Si tú lo dices...

Nuestra conversación terminó con su bostezo largo y profundo. No mucho tiempo después, Eunbi regresó a la paleta de su banca para no despertar hasta que sus amigas aprovecharon el receso para arrastrarla fuera del salón.

Volví a mis audífonos y de nuevo, intenté ser imperceptible por el resto del día.

Cuando terminaron las clases, esperé cerca de una hora en la entrada de la escuela por mi madre, pero no hubo señal de ella, ni en el teléfono de casa ni en su nuevo número de celular.

El hecho de no conocer con exactitud el camino de regreso me alarmó bastante y esto empeoró cuando noté que la tarde caía más rápido que en cualquier otra parte del mundo. Caminé hasta la parada de autobuses pateando la misma piedrita que encontré a la orilla de un árbol, maquinando una y otra vez en mi cabeza la frase completa que soltaría a alguna anciana o persona de apariencia agradable, en busca de ayuda: "¿Sabe qué autobús lleva a Haeundae? ". Al llegar, cuando por fin me decidí a alzar un poco la voz para preguntar por instrucciones, dos de tres personas a las que acudí me inspeccionaron de arriba a abajo y se fueron sin decir una palabra. La última de ellas, un chico un poco más alto que yo, rubio y de apariencia frágil, aunque me dio vagas instrucciones en inglés, se tomó la molestia en esperar conmigo el autobús, entrar hasta la cabina para pasar su tarjeta de transporte y despedirme con una sonrisa. Una vez dentro, todo lo que sabía es que cerca de casa, sobre la avenida, había una iglesia cristiana y una pequeña plaza con un consultorio dental en la entrada y un call center ocupando toda la planta superior.

Pasé gran parte del viaje con los audífonos puestos pero en completo silencio; la realidad es que me aterraba no prestar atención a los detalles de las avenidas y llegar a una parada desconocida ya caída la noche.

Estaba ensayando qué excusa daría a mi padre por haber olvidado mi dinero en casa cuando, en algún punto del camino, cuando el autobús había vaciado más de la mitad de su capacidad, en los primeros asientos detrás del conductor, reconocí el perfil del chico que había llamado mi atención durante la hora libre, Jungkook. Al igual que yo, llevaba unos audífonos de cable puestos y parecía estar perdido en su celular, como si en él no albergara miedo alguno a perder la parada o llegar hasta el final de la línea sin tener idea de cómo regresar.

No me agrada admitirlo, pero fue inevitable inspeccionar sus bonitas facciones a cada oportunidad, tomando como resguardo mi irrelevante existencia al final de los asientos.

Finalmente, Jungkook bajó una parada antes que yo y lo vi cruzar la avenida hacia una zona de edificios residenciales muy parecidos a donde nos habíamos mudado.

No sé cuánto tiempo pasó para que pudiera dar con nuestra dirección después de bajar en la parada de la clínica dental, solo agradezco que para esa hora, la luz natural aun iluminando las calles ayudara en mi travesía por recordar paso a paso el camino de vuelta.

—¿Haze? ¿Mi vida?— Escuché la voz de mi madre al cerrar la puerta de entrada. —¿Eres tú?

Suspiré con muchísimo cansancio, pero sobre cualquier cosa, alivio.

Aunque al principio me molesté con ella por haberme dejado a la suerte, pero cuando imaginé las razones, una parte de mí decidió esperar en el recibidor hasta que el malestar despareciera descomprimiendo mi mandíbula.

Suspiré de nuevo, dejé mi mochila en el piso y caminé hasta la sala en busca de ella.

—Hola mamá. —Respondí cuando la vi sentada en el sofá, inspeccionando algo en la pantalla de su laptop. —¿Qué haces?

En el aire fácilmente se podía percibir un potente olor a quemado y aun así, me tomé el tiempo para acurrucarme a su lado recargando mi cabeza sobre su hombro. Una vez ahí, inspeccioné a simple vista la cocina y de inmediato supe que había tratado de cocinar pero no había salido muy exitosa con el resultado, como casi siempre.

—Buscando locales cercanos para mi consultorio. — Dijo. —Encontré uno a pocos minutos de tu escuela. Tal vez con suerte podría recogerte diario y pasar más tiempo juntas. ¿Qué te parece?

Con trabajo pude pasar saliva. Una extraña sensación, casi como un dejavú, me recorrió la espina hasta el punto de manifestarse en una capita de agua tibia recubriendo mis ojos, casi nublando mi vista al punto de desbordarse.

Pero pude contenerlo.

—Mamá...

—No me hagas lo mismo que tu padre, por favor. — Musitó al reconocer el tono en mi voz. —Estoy bien. ¿Podemos ser positivas? Esta vez será distinto. Es un nuevo comienzo para todos.

Sus hermosos ojos me dieron unos pocos segundos de paz y certeza. Estaban lúcidos. Había cierto brillo encantador emanando de ellos. Me permití grabarlo en mi memoria porque no recordaba cuánto tiempo había pasado sin encontrarme con ellos.

Lo que más me duele es que sus momentos esperanzadoramente lúcidos eran los que más me aterraban.

Aunque desde tiempo atrás mi padre había procurado prepararme para ello, intentar anclarla a la realidad siempre resultó devastador. Me destruía el corazón tener que recordarle que su licencia había sido retirada y que jamás existió esperanza alguna de poder recuperarla.

Pero había sido un día largo y por lo visto, para ella también. Así que cedí. Ni siquiera pensé en recordarle haberme olvidado en la escuela.

—Claro. —Le sonreí. —Este fin de semana podemos ir a ver el local ¿No?

Ella asintió como una niña a la chantajean un berrinche con una salida a la heladería.

—¿Cómo te fue hoy? ¿Hiciste más amigos?

Tuve que mentirle. En su idílica realidad, fui extremadamente popular desde el momento en el que crucé la puerta del salón.

—Sí. Conocí a una chica, Eunbi. Además me presentaron a los chicos del club de box.

Creo que fue agradable también mentirme un poco.

—¡Lo sabía! ¿Alguno es guapo? ¿Ves? Es un nuevo comienzo, Haze. Nos irá bien.

Esperaba que fuera real porque la emoción en su rostro realmente lo deseaba.

Desde que mi padre anunció su ascenso a Director de Investigación Neuromolecular en la farmacéutica donde trabajó los últimos quince años, sentimos que un sutil halo de esperanza abordó su vida. Cuando fue diagnosticada con esquizofrenia, parecía que la habíamos perdido para siempre y por milagro, mi madre se aferró a la lucidez. Por experiencia, al menos con antidepresivos, sabía que los efectos secundarios de las píldoras le arrebatarían gran parte de su esencia y, muy en contra de la opinión de mi padre, desistió de ese coctel de pastillas agrias que comenzaban con un antipsicótico y derivaban de una solución al efecto secundario de la otra. Entonces no paró hasta encontrar estudios experimentales, nuevas drogas y placebos que tocaban luz día a día con el único objetivo de corregir o mejorar su comportamiento. Acudió a la iglesia, les abrió la puerta a los testigos de Jehová e incluso encontró algo de consuelo con el bhakdi.

Nadie pudo hacer más de lo que ella permitía.

Y por esa razón, tampoco me sentí con el derecho de arrebatarle esa ilusión del nuevo comienzo.

Mi madre no estaba bien, pero me aferré a la idea contraria. Olvidarme en la escuela, quemar la comida y persistir en la idea de seguir ejerciendo medicina veterinaria cuando su licencia había sido retirada, eran signos visibles a una nube de dolor, incertidumbre y desesperación a la temíamos cada vez más.





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