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𝐏𝐑𝐄𝐅𝐀𝐂𝐈𝐎

Planeó ese momento durante toda la semana.

La noche anterior ni siquiera pudo conciliar el sueño porque la euforia, la incertidumbre y la curiosidad eran sentimientos demasiado complicados para sus seis años recién cumplidos.

Había esperado tan pacientemente sentada al borde de la fuente de ese gélido y sombrío patio, que incluso olvidó llevar la cuenta de los minutos de sesenta en sesenta segundos, justo como le había enseñado su madre. No estaba muy segura de si su peinado recogido en una trenza habría mantenido los cabellitos bebés en su lugar o si su perfume olor a nubes de azúcar seguiría brotando de su ropa, pero la emoción por conocer a los niños de la casa hogar a los que donaría parte de sus juguetes, terminó por consumir cualquier pequeña chispa de vanidad en ella.

Muñecas de todo tipo, bebés que comían papilla, un par de carriolas, peluches, juegos de mesa, un horno para hacer pequeños pasteles, una caja registradora con carrito de supermercado, dos cocinas incluso más equipadas que la de su madre, algunos tamagotchis en casi todos los colores, películas y libros llenaban las cajas de cartón que Haze y sus padres armaron a lo largo de quince días, mientras se preparaban para su próxima mudanza a una ciudad en el sur de América y cuyo nombre para Haze aun resultaba difícil pronunciar. Aunque no comprendía del todo ese hecho, la magnitud de una mudanza, para la niña quedaba muy claro que debía deshacerse de la mayoría de sus pertenencias y para sus padres no fue una sorpresa que ella misma ofreciera donarlos al orfanato donde el Sr. Otto Abbott hacía servicio comunitario como doctor.

Haze se había limitado a entender que su padre aplicaba en esos niños algunas de las vacunas que te adormecían el brazo por unos minutos y después te provocaban un dolor de cuerpo terrible; sabía que curaba el dolor de las muelas, cabeza y barriga con la misma pastilla naranja arenosa y desabrida que le daban a ella desde bebé y que incluso, algunas veces hablaba con sus otros amigos doctores para que aceptaran curar a niños más enfermos en esos grandes hospitales en el centro de Toronto. Y al parecer, esa tarde no sería la excepción. Cuando su padre estacionó la camioneta en la acera frente al orfanato y terminó de bajar cada una de las cajas con juguetes en ellas, tomó su enorme mochila gris de doctor con cosas de doctores en ella, de algún lugar sacó el contenedor de las vacunas, entrelazó su mano con la de Haze y esperó a que algunos empleados de limpieza ayudaran con las cajas.

Para la niña fue un poco decepcionante no encontrarse con un mundo de niños jugando de un lado a otro; incluso llegó a pensar que ellos no se encontraban ahí y atravesó un pequeño cuadro de cólera al imaginar que su padre, inyectando ágilmente a los recién nacidos en el comedor, en realidad le habría mentido para deshacerse de sus juguetes sin demasiado esfuerzo. Pero estas ideas se esfumaron tan rápido como una vieja campana de cobre timbró sobre la punta de la pequeña capilla al fondo del patio y algunos niños y niñas comenzaron a salir de los salones laterales. Unos cuantos curiosos se acercaron al verla sentada con un montón de cajas que por costumbre, sabían que resultaría comida, ropa, medicinas o artículos de higiene para ellos. Otros simplemente pasaron de largo.
El dolor en el vientre de Haze poco a poco fue reemplazado por un suave cosquilleo en el pecho que después se convirtió en una tímida e inocente sonrisa. La felicidad, esa empatía muy difícil de experimentar para un pequeño de seis años se terminó de manifestar cuando, cegada por la emoción, sin esperar a los adultos, abrió la caja y entregó sin mucho cuidado e indistintamente un juguete a cada niña o niño que se acercaban tímidos, más intrigados por ella que por los mismos obsequios.

Pero entre todos, al final de la estampida que ella imaginó más colorida y resultó una marcha constante de miradas ausentes y risas vacías, un niño delgado, de ojos grandes, piel morena y cabello oscuro ondulado sobre los hombros, captó toda su atención. Captó toda su atención porque parecía más ajeno, perdido y lamentable que cualquier otra escena triste en Plaza Sésamo. El niño parecía más interesado en la punta de sus zapatos rotos que en el hecho de tener un juguete gratis; pero Haze no perdió el tiempo. Buscó entre las cajas un regalo que pudiera regresarle la sonrisa a ese niño de mirada ausente y ropa delgada, tan desgastada que incluso evidenciaba los surcos en sus costillas y marcaba su pecho frágil de clavículas afiladas.

Al final, con las manos temblorosas, la niña tomó un pingüino azul rey de ojos grandes y caminó en dirección al pequeño.

En cuanto llegó a él, cuando el niño se sintió tan vulnerable y amenazado que se vio en la necesidad de retroceder dos pasos ante la determinación de la niña, Haze pudo notar que, aunque posiblemente tenían la misma edad, las ojeras, el desgaste de la piel y la coloración sutilmente verdosa y púrpura sobre ella, lo hacían lucir más grande, cansado y atormentado que lo que cualquier niño jamás debería lucir.

—Se parece a ti. — Musitó Haze, tendiendo el adorable pingüino de peluche hacia el pecho del niño.

—Pero es tuyo. — Respondió casi sin despegar los labios.

—No, es tuyo.

Haze presionó el peluche contra el pecho del niño y esto fue suficiente para que sus cejas se juntaran anunciando cierto dolor. Sin embargo, esta vez no retrocedió.

—Tómalo, es para ti. — Insistió ella. —Te lo regalo. Se llama Sr. Frío, aunque le gustan los días de sol. Si lo abrazas en la noche, espanta los sueños feos... y a los mosquitos porque huele a canela, mi mamá la tiró sobre él cuando hacíamos hotcakes para desayunar.

Con la mirada orbitando a su alrededor, casi con miedo, el niño aceptó el regalo acariciando suavemente, y por accidente, el dorso de la mano de la niña. Y este primer contacto fue el detonante para una sutil capa de agua salada acumulándose sobre sus tristes y ausentes ojos negros.

—Soy Ishmir.

Desde ese momento, y para el resto de su vida, Haze musitaría "Ishmir" al encontrarse con cualquier persona de mirada triste. En la mayoría de esas ocasiones, recordaría unas pequeñas manos temblorosas de uñas mordisqueadas jugueteando débilmente con las aletas azules de su peluche.

Sonrieron a como su temprana y poca interacción con el mundo les dio a entender.

Haze le señaló la fuente con la misma sonrisa de segundos atrás. ¿Era esa una invitación a jugar? Tal vez la primera en la vida de Ishmir, sí. Él la siguió fielmente, como si estuviera dispuesto a dar la vida por ella después de ese pequeño e insignificante gesto que él procesó por primera vez como "amor" o algo parecido.

Pero fue en ese momento cuando Haze prestó atención al rostro del Ishmir y lo notó.

Y Haze en verdad quería preguntar, pero sabía que no debía preguntar.

Y no porque sus padres le hayan enseñado a mantenerse callada, fue a consecuencia de un fenómeno que jamás tuvo sentido y hasta ese momento, no había podido comprender.

«Mami, ¿por qué ese señor no tiene dientes?, Pa ¿Por qué esa señora es de color muy oscuro?, Mami ¿Por qué ese muchacho tiene barba y al mismo tiempo bubis como las tuyas?, ¿Por qué ese señor no tiene un dedo? ¿Por qué ese chico huele mal?»

Haze siempre preguntaba en voz alta y miraba hacia arriba esperando una respuesta. Y eso jamás llegaba, por lo menos no lo que su curiosidad e inocencia esperaban. Todo lo que recibía era un "Porque así es, cariño" en un tono bajísimo, y el gesto de incomodidad con esa sonrisa distante y ladina en cualquiera de los adultos, le comunicaba que tal vez, simplemente tal vez, sus preguntas eran desagradables, poco educadas y por lo tanto, debía callarlas.

Pero ni Ishmir ni ella eran adultos. Y sus padres tampoco estaban ahí.

Y entonces Haze lo hizo. Apretó sus puños una y otra vez divagando entre una profunda impaciencia, escuchando un montón de risas sin notas de felicidad revolotear a su alrededor y abrió los labios, preguntando en el mismo tono bajito que usaban sus padres para dar respuestas ambiguas e inconclusas que la dejaban con más dudas que al principio.

—¿Por qué tienes rojo ahí? — Señaló puntualmente al espacio entre el cuello y la mejilla del niño.

Ishmir calló por algunos segundos. Suspiró. Tomó el peluche entre sus dedos y lo llevó hasta su nariz, confirmando el olor a canela impregnado en la tela, como si ese aroma tan común para Haze pero tan inusual para él se tratara de un consuelo, un consuelo con aroma a lo que jamás tendría.

—Me duele. — Respondió casi dejando que esas dos palabras se las llevara el viento.

Entonces la niña tuvo una revelación, un deja vú que incluso le trajo el recuerdo de ese sabor entre los labios. La herida de Ishmir parecían líneas, líneas cortadas en cunita como las que quedaban impresas en la plastilina cuando la mordía al preguntarse si de casualidad el color sabría tan distinto a como olía. Pero resulta que al notar la aflicción en el gesto de Ishmir, se sintió sofocada por su propia pregunta, ocasionando que el malestar en el vientre reapareciera como un castigo cruel que creyó merecer.

Ishmir no era plastilina de colores. Ishmir era un niño de su edad y un niño que curiosamente era muy distinto a los que ella conocía en la escuela, pero muy similar a todos los que jugaban por ahí a su alrededor.

Una mordida dolía, lo sabía porque Steve Lukenson en tercero de kínder le había mordido el brazo al no querer cambiarle su jugo de manzana por el yogur de duraznos de él. Sabía también que una mordida era algo malo porque Steve fue llevado con la directora; no asistió a clases por tres días y después del incidente, durante dos semanas no tuvo permitido salir a jugar. La madre de Lukenson dejó de saludar a la madre de Haze por las mañanas y al poco tiempo, Steve dejó de ir a la escuela. Al parecer, esa mordida de la que solo quedaba una débil silueta pigmentada de marrón en su brazo, terminó incomodando más a los adultos que el impacto que tuvo en ella.

Y entonces, de nuevo solo por curiosidad, se atrevió a preguntar.

—Y a ti ¿quién te mordió?

Ishmir guardó silencio. No respondió pero sí volteó sin mucha cautela hacia la única ventana de la capilla, donde el director de la casa hogar observaba el patio.

Haze tardó en procesarlo, de hecho, le llevó años comprenderlo.

A pesar de que no tenía claro lo que estaba sucediendo, el montón de malas señales, de esa extraña sensación que invade el cuerpo desde los dedos de los pies hasta la punta del atlas, le llevó a dar cortos y secos suspiros buscando ansiosamente una respuesta, una solución inocente para ofrecer a alguien que claramente temía y tal vez hasta sufría en silencio.

—Mi papá es doctor. — Balbuceó, su mirada corría desde los bordes de la mordida en el cuello de su nuevo amigo hasta la silueta opaca tras el vidrio de la capilla.

Ishmir no contestó, solo tragó saliva y en los recuerdos de una Haze adulta manifestados en pesadillas, esa también fue la máxima expresión de la agonía.

—Podemos decirle, es un adulto, él sabrá qué hacer. — Insistió

¿Lo haría? En realidad Haze no estaba segura de eso, pero su cuerpo era una diminuta alarma viviente. ¿A quién más podía recurrir? Su cerebro se había preparado para ver a otro niño señalado como el culpable, pero todo lazo de lógica perdió dirección cuando Ishmir señaló a aquel hombre. Un hombre adulto y robusto de apariencia impecable pero quizá sí, también un poco sombría.

No hacía muchos meses, la madre de Haze utilizó sus paseos vespertinos al parque de arena para sentarla bajo la sombra del árbol más grande y frondoso del lugar y prácticamente bombardearla de preguntas sofocantes sobre niños, hombres, sus profesores e incluso sobre su padre. El rostro pálido de la madre pareció recobrar fuerza cuando ella negó a todas las preguntas y le aseguró, con la palma de la mano en el aire, que jamás permitiría que alguien se acercara de forma extraña a ella; nunca permitiría juegos a solas, jamás aceptaría dulces, premios o regalos y si es que alguna vez se encontraba en una situación parecida, no dudaría en alejarse para contarlo de inmediato. Haze prometió ser valiente ante algo que no comprendía.

Así es que ¿Para Ishmir era lo mismo si no tenía mamá? ¿Alguien lo habría llevado al parque de arena? ¿A quién le contaría si pasaba algo malo? Y si el director los cuidaba ¿Cómo es que se acusaría consigo mismo?

Una de las maestras, como ella las llamó, avanzó hasta Ishmir y Haze como si estuviera determinada a derribarlos. Y sin ninguna explicación, sin siquiera echar un ojo alrededor y mucho menos tener una mínima consideración por el cuerpo doliente de Ishmir, atrapó su muñeca y tiró violentamente de ella hasta que desaparecieron por el umbral que daba hacia los dormitorios.
Haze quiso seguirlos, pero hasta ese momento no se había dado cuenta de que el miedo que le había tomado a ese lugar fue lo suficientemente grande como para inmovilizar las suelas de sus botas para lluvia y en vez de avanzar hacia ellos, terminó retrocediendo.

Todo lo que quedó de Ishmir fue el Sr. Frío abandonado a mitad del patio.

—¿Sabías que tú papá es un gran hombre? Nuestros niños le dicen "El mago".

La voz tersa y afable que se extendió frente a ella, no encajaba en lo absoluto con el aspecto del hombre que vio en la ventana.

Y aunque estallaba en miedo, aunque deseaba correr al auto y esperar a que su padre los llevara de vuelta a casa, Haze no permitió que gran parte del pánico que ebullía bajo sus venas se apoderara por completo de ella. Simplemente lo miró, sin una sonrisa, sin tan siquiera una muestra de sumisión o el subjetivo respeto que debería mostrar hacia los adultos.

—El nombre de mi papá es Otto.

El hombre de traje gris y ojos marrón claro bufó forzando asombro por el comentario tan acertado de Haze.

—Bueno, el doctor Otto hace magia, hace que el dolor y el malestar desaparezcan... Como por arte de magia ¿Te gusta la magia?

— La magia no existe.

—¿Cómo te llamas?— La voz del hombre enmarcó más curiosidad de la que hubiera querido. Para Haze, todo se tornó confuso. —Te mostraré que sí. Ven, tu padre tardará un rato.

Los largos y fríos dedos del director se deslizaron con dureza y hostilidad por el hombro de Haze hasta llegar al otro. Sin cautela, sin una pizca de consentimiento por parte de la niña, el hombre entrelazó su mano con la de ella tironeando su cuerpo cada vez más hasta la capilla.

Y ahí estaba. En ese momento Haze reconoció aquella "mala espina" de la que su madre habló.

Era como si su cabeza estuviera presente en lo que sucedía pero su cuerpo era incapaz de reaccionar; nada bueno podía salir de una situación donde su corazón latía tan rápido que podía escuchar el retumbar golpeando su pecho y el malestar en su vientre crecía conforme más la alejaban de su padre. Un par de maestras observaban la escena desde su reservado lugar en el patio pero la expresión en sus entrecejos las hacía parecer demasiado temerosas como para acercarse. Pero ¿Por qué? ¿Tendrían tanto miedo como ella?

El roce de sus botas para lluvia contra el asfalto casi taladraba sus oídos, Haze creía que su cabeza, que su corazón y su estómago explotarían en cualquier momento. ¿Por qué nadie podía verlos? ¿Por qué nadie hacía nada?

—¡La magia no existe! — Gritó.

El lugar se petrificó dejando el ruido de la hora del receso como un simple eco ahora hecho silencio. No hubo mirada que no se centrara en la unión de la mano de Haze y el director, quien para ese momento, ya la había soltado.

—¿Haze?

La voz de su padre se sintió como un bálsamo para su cabeza en llamas.

La niña atravesó el patio y cuando llegó hasta el doctor Abbott, se aferró a sus piernas con urgencia.

—Que bonito nombre. Haze... — Escuchó tras de ella.

Al voltear, la niña se encontró con el hombre de traje gris plantado frente a su padre, sonriendo cálidamente como si intentara restarle importancia a la escena de segundos atrás y su único objetivo al regresar, fuera pretender que todo era una simple rabieta de niña mimada. Pero Haze notó que relamió sus labios agrietados al musitar su nombre y muy dentro de ella, intentó explicarse por qué ese hecho la hacía sentir tan incómoda... tan mal.

— Ya no quiero estar aquí. — Pidió alzando la barbilla hacia su padre, quien crucificaba a un director burlón y altanero con la mirada.

Durante el viaje de regreso a casa, Haze observaba a su padre a través del retrovisor. Era claro que el ambiente se tornó tenso y que ninguno de los dos deseaba hablar del tema, pero una vez más, la incertidumbre, esa ansiedad acumulada en el cuerpo de la niña terminó por explotar de la forma más sutil que reconoció.

Fue demasiado. Durante esos interminables minutos en el patio, Haze sintió muchísimo miedo, fue un miedo muy distinto al que dan las alturas, las arañas o la casa del terror que armaron las mamás de su grupo para Hallowen, unos meses atrás. Era una sensación muy distinta al que dan las películas de terror que su niñera veía antes de quedarse dormida pero quizá, similar a la que atravesaba cuando apagaban la luz del pasillo en la noche y durante la madrugada, se veía en la necesidad de salir al baño por temor a mojar las sábanas.

— Había un niño, le di a Sr. Frío. — Dijo apartando la mirada hacia la carretera.

Su padre le regresó la mirada por el espejo.

— El Sr. Frío va a estar bien.

— ¿Y el niño?

— ¿A qué te refieres?

— El señor mordía a Ishmir en el cuello y le duele. — Musitó. — ¿Él también estará bien, papá?

Otto permaneció en silencio, pero sin dejar de apretar con frustración y rabia el volante frente a él. Durante largos segundos abrió y cerró los labios divagando entre respuestas torpes y excusas que ofenderían la inteligencia su hija. Al final, no tuvo un argumento respetable para escapar y tampoco se sintió con el derecho de mentirle.

—Espero que sí.

En algún momento, cuando supo que denunciar al director del orfanato ante las autoridades podridas de Toronto sería como pelear contra un muro, la forma de calmar su conciencia fue atendiendo las heridas físicas que los niños presentaban visita tras visita. Jamás imaginó que un acto tan simple como donar juguetes pondría en peligro a su hija y mucho menos dimensionó que la niña tendría que presenciar un dolor tan crudo, tan agudo y cruel a tan corta edad.

¿Cómo lo haces? ¿De dónde tomas la valentía para explicarle a una niña de seis años lo que vio? ¿Cómo peleas contra eso? ¿Cómo proteges a tu hija del mal tan profundo y perverso que empaña el mundo?

Cuando regresó la mirada por el espejo retrovisor, una vez que tuvo el coraje suficiente para no desmoronarse al sentir que el mundo en cuestión de segundos podría arrebatarle a Haze de los brazos, notó que la niña lloraba. No era un llanto profundo, ni siquiera se quejaba. Ni un sonido, ni un lamento. Haze dejaba que lágrimas de un origen que aun no comprendía se resbalaran por sus mejillas mientras la imagen de Ishmir, el patio, el Sr. Frío y el director, se quedaban impregnadas en su memoria, para siempre.









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Denme sus opiniones, por favor.

Escribir esto me causaba muchísimo rollo porque estoy acostumbrada al amooooor y tenía muchísimo miedo a fracasar.

Yo solo espero que les guste. 🥺

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