3
Pensó que lo había olvidado, o suprimido, pero simplemente había guardado esos recuerdos en lo más profundo y volvieron a flote como un latigazo. La sensación de ahogo, el terror, el frío y la humedad volvieron a golpear sus sentidos y tiró del mechón de cabello con más ahínco, con los ojos vidriosos.
El rosal estaba casi seco, con las ramas desnudas aferradas a las piedras del aljibe, y una mancha negra y viscosa surgía desde el interior del pozo, como si hubiera sentido su presencia y la estuviera buscando. Andrea tembló cuando vio un par de puntos rojos y gritó, dando media vuelta y corriendo hasta salir por la puerta delantera. Ignoró a su familia llamándola, e ignoró también la voz que provenía del patio que murmuraba: "volviste".
No pensó en qué camino debía tomar, simplemente corrió ansiando volver a su hogar. Por desgracia, el apartamento en Montevideo ya no era su hogar y su nueva casa en Palmar chico era todo menos un refugio donde esconderse de sus miedos. Aguantó las lágrimas en la garganta mientras recorría las veredas a trote bajo las miradas curiosas de los vecinos. Se cruzó con un par de muchachos que llevaban sus bicis caminando y golpeó a uno en el hombro, pero siquiera paró a pedir disculpas. Lo hizo cuando el muchacho la pasó subido a su bici e hizo un giro brusco para atravesarse en su camino.
Asustada ante el repentino obstáculo, sorbió por la nariz y se limpió los ojos con el puño de su canguro.
—Perdoná —soltó, dubitativa.
—Che, ¿estás bien?
Él se bajó de inmediato de la bicicleta, dejándola tirada en la vereda y acercándose. Su amigo que los acompañaba se acercó acarreando con la suya, dejándola también para aproximarse a ambos.
—Tú sos Andrea, ¿no? La hija de la tía Eleonora —señaló el que llegó después.
Ella lo reconoció de las fotos que compartía en Instagram. Era su primo Emiliano, que era un par de años más chico que ella. Compartía con Andrea los rasgos más característicos de su familia: el cabello negro y grueso, y la nariz grande y chata. Ella lo llevaba largo y recogido mientras que su primo lo llevaba sobre el hombro y atado en una media cola.
Asintió con duda, a pesar de conocerlo de las redes. Como a Julieta, hacía mucho tiempo que no lo veía. Tanto tiempo alejada había hecho que su familia fuera completamente desconocida, y por lo tanto, generara una enorme incomodidad cuando estaba con alguno de ellos.
—¿Qué te pasó, estás bien? —insistió el amigo de su primo. A diferencia de su amigo, tenía el cabello castaño claro, corto y despeinado y parecía tener más edad.
—Sí, sí.
—Te acompaño a casa, ¿quieres? —añadió Emiliano, haciendo un gesto con la cabeza señalando el lugar por donde ella había venido—. Pancho y yo íbamos para allá.
Andrea se mordió los labios y se estrujó un mechón de pelo de la nuca otra vez, nerviosa. Pensó que atrás, en la casa de su tía, había dejado a su madre preocupada y seguramente a su tía y prima desconcertadas. Soltó un suspiro y asintió a desgana. Emiliano y su amigo volvieron a agarrar sus bicicletas y la acompañaron caminando.
—Emi me dijo que vienes de Montevideo, ¿no? ¿Vas a ir al liceo de acá?
Había un liceo solo, pensó Andrea, no tenía otra opción. Siquiera había un colegio privado en el pueblo. No emitió opinión al respecto, pero tanto su primo como su amigo dijeron que iban a cuarto año. Pancho, como Emiliano se había referido a él, dijo sin reparos que había repetido dos años en la escuela cuando se separaron sus padres, por eso iba retrasado y compartía el salón con su primo. También dijo que nunca había ido a la capital y le gustaría conocer alguna vez.
Andrea, aún retraída por la confianza por la que ambos hablaban con ella, apenas contestó que no era gran cosa.
Su madre y su tía estaban en la vereda, hablando con un vecino que la señaló así que doblaron la esquina. Eleonora se acercó y le preguntó alarmada si estaba bien y si quería volver a la casa. Ella aceptó agradecida, ya estaba bastante avergonzada para seguir bajo la mirada curiosa de sus parientes casi desconocidos y sus vecinos.
—Te dije, ma. No quería venir.
La mujer soltó un suspiro y pasó un brazo por sus hombros intentando consolarla.
—Algún día ibas a tener que venir —se excusó ella y Andrea frunció el ceño ante la poca preocupación que su madre le ponía al asunto.
Había estado horas en un pozo, mojada, helada, en la oscuridad y rodeada de manchas que estaban contentas de alimentarse de su terror. Su madre había estado sobre ella los primeros años después del incidente, y después poco a poco fue restándole importancia. Para ella, había quedado en el pasado, para Andrea, sus consecuencias aún la seguía a todas partes.
Las recibió otra vez el polvo de su nuevo hogar. Su madre se entretuvo despejando el living y llamando a la pizzería del centro para comprar la cena, mientras Andrea subía a su nueva habitación a buscar el cargador del celular. Eusebio, que al parecer estaba sentado en un rincón del dormitorio, se levantó y quedó flotando en el aire, haciendo que la muchacha diera un respingo.
—Ay, mijo, me asustaste —soltó ella en un susurro. Él soltó una carcajada.
—Pa' eso 'toy.
Ella chasqueó la lengua conteniendo una sonrisa. Se dirigió a su mochila revolviendo en los bolsillos y al encontrar lo que buscaba ignoró a Eusebio que le preguntaba qué había estado haciendo y volvió al piso inferior, buscando un enchufe. Cuando al fin encontró uno, la mueca triste del fantasma surgió en la pared.
—Vuelves a hacerte el burro choto —dijo él con un mohín y ella sonrió, haciendo que Eusebio le devolviera el gesto.
—Está mi mamá.
—¿Ella no sabe que hablas con los muertos?
Ella se llevó el teléfono a la oreja, fingiendo una llamada.
—No, para nada —dijo, riendo. Eusebio la miró sin entender.
Eleonora, buscando el dinero en su cartera para cuando viniera el delivery, la miró haciendo un gesto con la cabeza preguntando con quién hablaba. Mintió que con una amiga de Montevideo.
—¡Oh! —exclamó Eusebio, haciendo que Andrea ensanchara la sonrisa—. Eso sirve para hablar con la gente que no está acá —añadió, señalando el teléfono.
Ella asintió.
—Claro que sí, y más cosas también.
—Ah, estás fingiendo que hablas con otro cuando hablas conmigo.
—¿Recién te diste cuenta?
—Estoy muerto, che. Hay cosas que demoro en entender, mija.
Andrea volvió a reír.
—Ya que estamos —dijo, apoyándose en la pared porque el enchufe estaba en un lugar muy incómodo y sin tener donde sentarse—. ¿Conocés a la gente que vivía acá antes que mi madre y yo llegáramos? —Bajó la voz.
Él se quedó flotando frente a ella, rascándose la nuca. Hizo una mueca pensativa y Andrea se quedó mirando los rulos que flotaban tranquilos sobre su cabeza, dándose el tiempo para pensar lo distinto que funcionaba el mundo para los muertos. ¿Era un plano que estaba en su mismo mundo, pero sin gravedad? ¿Cómo lograban tocar cosas de este plano?
—La verdad, no sé. No me acuerdo que la casa estuviera con gente antes.
Andrea bajó el teléfono. Por alguna razón no podía dejar de pensar qué había sido de la vida de Eusebio y por qué se había muerto tan joven. Dejó el teléfono sobre el cargador haciendo equilibrio y fue hasta donde estaba su madre.
—Ma, ¿sabés quienes vivían acá antes? Julieta la llamó "casa de los Terra".
La mujer, que pasaba un trapo húmedo con líquido lavavajillas sobre la vieja mesita de madera que había frente al sofá, se irguió con la expresión pensativa. Eusebio se acercó a la mesa y le pasó un dedo fingiendo que controlaba que estuviera limpio.
—No me acuerdo. Estaba vacía en la época en la que vos naciste. Pero debe ser por el nombre de la calle que pasa acá. —Señalo hacia la puerta—. Es Baltazar Terra 503.
El fantasma se quedó quieto, flotando con las piernas cruzadas entre las dos y el ceño fruncido pronunciado. Cruzó los brazos también.
—Me suena, pero debe ser por el nombre de la calle —comentó.
Andrea asintió, no muy convencida.
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