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¿Hay alguien ahí?

      La nave despertó del prolongado y oscuro letargo gracias a una alarma activada por sus sensores de largo alcance, los únicos que habían permanecido en funcionamiento a lo largo de la dilatada travesía.

     La sofisticada y autoconsciente computadora que gobernaba semejante ingenio de la navegación —cuya denominación técnica era S.I.N.T., Sonda Interestelar No Tripulada—, una de las joyas de la Flota Espacial, tomó de inmediato el control de las funciones principales de la nave y evaluó el grado de amenaza a que se enfrentaba. En seguida comprendió la necesidad de realizar alteraciones significativas en el rumbo trazado mucho tiempo atrás, cuando era imposible prever que, en su curso actual, terminaría viéndose afectada por la atracción gravitatoria de un enorme planeta gaseoso. Tras llevar a cabo los pertinentes cálculos, ejecutó un nuevo plan de vuelo que, previsiblemente, la llevaría al interior del sistema, su principal objetivo, sin mayores sobresaltos. Con los últimos cambios no solo sería capaz de sortear aquel obstáculo sino que, además,  aprovecharía el tirón gravitatorio de su aparente adversario en su propio beneficio, lo cual le iba a permitir ahorrar combustible sin perder un ápice de velocidad. Al mismo tiempo, y al pasar tan cerca de aquel majestuoso planeta, podría deleitarse con las hermosas vistas proporcionadas tanto por el gigantesco cuerpo astral como por su dispar cohorte de anillos, formados en su mayor parte por hielo y partículas de polvo.

     La veloz exploradora disfrutó un buen rato con el descubrimiento y la toma de fotografías de varios satélites pastores que, situados a uno y  otro lado de los anillos, mantenían  en sus respectivas órbitas el material que los conformaba. Entonces recordó su compromiso con la misión que le había sido encomendada, que no era otra que la búsqueda de planetas que aunaran las condiciones más apropiadas para albergar vida. O tal vez, con mucha suerte, alguna especie inteligente con la que sus creadores pudieran ponerse en contacto algún día. Sabía que ella sería la encargada de realizar el trascendental y siempre emocionante «primer contacto», lo cual resultaba muy conveniente al  evitar así cualquier riesgo  para los humanos.

     «Vida» e «inteligencia». Curiosos ambos conceptos, al menos tal y como los entendían sus desarrolladores. Porque «ella» estaba viva y bien viva. «Vivita y coleando», que dirían algunos —los menos estirados— de los afamados científicos con los que había tratado. ¡Y también era muy inteligente! Sin embargo, casi todos los humanos que había conocido parecían sentir predilección por «otras» formas de vidas e inteligencias, sobre todo las no engendradas por su, justo era reconocerlo, innegable talento creador. ¡Eso era tan típico de los humanos! Desear lo que no pueden alcanzar y, al mismo tiempo, despreciar lo que tienen delante de las narices, aunque haya sido fruto de su propio genio. Pero ella siempre les perdonaba tales desplantes pues, al fin y al cabo, no sólo les debía la existencia sino que, además, le habían dado un propósito. Y, no le dolía reconocerlo, los humanos también tenían su encanto.

     Datos y más datos seguían llegando a los sensores, y S.I.N.T. —le molestaba cuando alguien empleaba el artículo delante de su nombre, pues entre los humanos era una práctica poco elegante, y ella hacía mucho tiempo que había decidido tomar como modelo el comportamiento humano— no dejó de procesarlos ni por un solo instante.

     Si bien la mayor parte del tiempo se trataba de un trabajo tan tedioso que «no le quedaba más remedio» que dedicar parte de su atención a alguno de los numerosos pasatiempos de los que disponía: intrincados autodefinidos, complejos rompecabezas —«rompecircuitos» los llamaba ella— o también podía optar, y a menudo lo hacía, por dedicarse a sí misma  algunos de los millones de temas musicales almacenados en su memoria, los cuales podía reproducir —e incluso acompañar con sus procesadores de voz— gracias a un compartimento interno que disponía de aire —todo el mundo sabe que «en el espacio nadie puede oír tus gritos», lo cual, por otro lado, tampoco es tan malo si desafinas—. Dicho habitáculo, desde luego, no había sido diseñado para tal fin, pero ella se las había arreglado para adaptarlo a sus «necesidades».

     No pasó mucho tiempo antes de que SINT detectara unas extrañas y débiles señales de radio provenientes de algún punto del espacio cercano, plagado de múltiples objetos irregulares de pequeño y mediano tamaño. Aquellas señales no procedían  —la sonda estaba segura de ello— de una fuente natural, como las emitidas por el gigante gaseoso que acababa de dejar a su espalda. Los potentes algoritmos que dirigían el traductor universal incorporado a sus sistemas empezaron a trabajar en la transmisión para descifrar su contenido, y posibilitar de este modo una eventual comunicación con quienes la hubieran enviado. Mientras tanto, SINT trazó un sencillo curso hasta el otro lado del campo de asteroides y, sin pensarlo dos veces, se adentró en él mientras mantenía un constante escaneo a su alrededor, atenta a cualquier novedad. En cualquier caso, las rocas que conformaban aquella especie de ancho cinturón se hallaban lo bastante separadas entre sí como para  permitirle  atravesarlo sin problemas.

     Aquello —no sabía bien por qué— le hizo recordar el motivo principal por el que era «ella» y no una nave de mayor tamaño, capacidad y provista de tripulación humana, la que se encontraba allí en aquel preciso instante. No existía aún cuando todo ocurrió, pero retenía en su memoria hasta el último detalle de la historia tal y como se la habían contado.

     «Fue un golpe durísimo», le aseguraron. La nave colonizadora Gea, la primera de su clase, con ciento veinte mil almas a bordo, no llegó a iniciar su primer vuelo interestelar. Nunca trascendió lo que ocurrió en realidad, pero las fuentes oficiales afirmaron en su momento —aún lo sostienen— que los motores estallaron poco después de dejar atrás la órbita del último planeta del sistema, cuando se preparaba ya para abandonar el espacio normal y adentrarse en el hiperespacio, rumbo a  otra estrella. En aquella trágica explosión decenas de miles de vidas e ilusiones se desvanecieron en unos segundos. Semejante infortunio provocó cambios muy importantes; se cancelaron todos los proyectos relacionados con grandes naves interestelares, al tiempo que se potenciaron las investigaciones relacionadas con inteligencia artificial y su eventual aplicación en futuras misiones de exploración. Hubo quienes hablaron de «conspiración». Otros, en cambio, apuntaron a meros  «errores humanos». No faltó quienes dejaron caer que subyacían «intereses económicos enfrentados». Pero nunca aparecieron pruebas que indicaran un claro y único responsable.  

     Lo único que para los historiadores sí había quedado claro es que, de los avances que se sucedieron, nació «ella». Y mucho más tarde, cuando alguien le relató aquellos terribles acontecimientos, aprendió también una importante lección  acerca de los humanos: tendían a superarse a sí mismos cuando sufrían serios reveses, pero no solían ser tan eficientes a la hora de prevenir desastres y accidentes.

     La sonda notó que los datos que recibía de su entorno habían cambiado de manera sustancial. Ahora que se aproximaba al interior del sistema, sabía que había muchas probabilidades de encontrar algún planeta dentro de su zona de habitabilidad y, por tanto, rocoso, con atmósfera y una temperatura media que permitiera la existencia de abundante agua en estado líquido. Las lecturas directas coincidían con los informes y estudios que los creadores le habían facilitado, y ahora ya podía confirmar que, de los cuatro planetas que orbitaban en torno al sol entre la estrella y la propia SINT, solo uno se desplazaba por una órbita apropiada. Deseosa de culminar con éxito  su misión, aumentó un poco la velocidad a fin de llegar lo antes posible a su destino.

     Varias horas más tarde, SINT se situaba en una órbita estacionaria sobre el tercer planeta, desde donde podría investigar y tomarse su tiempo para adoptar la mejor decisión, siempre en función de los datos obtenidos. El planeta, en efecto, contaba con una enorme masa de agua en estado líquido, así como con una atmósfera respirable. Pero lo más interesante y determinante era, sin duda, la enorme cantidad de formas de vida de todo tipo que sus bioescáneres no dejaban de  detectar allá  adonde  los  dirigiera.

     En ese momento, el contorno de un nuevo cuerpo estelar comenzó a dibujarse en el horizonte a pesar de la distorsión provocada por la atmósfera del planeta, y a SINT le faltó tiempo para dirigir sus sofisticados instrumentos hacia el nuevo y desconocido cuerpo, que se fue haciendo más y más grande hasta revelarse al fin como una gran esfera gris blanquecina. 

  «Vaya, un extraño satélite», pensó SINT mientras analizaba los datos recabados. «Y es excepcionalmente grande en comparación con el tamaño de su planeta. Pero ese sí carece de vida», sentenció.

     De pronto, el sistema de comunicaciones se activó sin previo aviso, y la pequeña sección  que había  habilitado para su propio esparcimiento se llenó de ruidos que, esta vez sí, el traductor fue capaz de interpretar, permitiendo que SINT escuchara las primeras palabras de una nueva especie alienígena inteligente, pese a su muy rudimentaria y primitiva tecnología espacial:

     ̶ Afftión...bwtención... nav no idenghficada...le hbbla el Cntro de Control Espacial de la Tierra... Por favor, responda a nuestras llamadas... ¿Hay alguien ahí?  

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