Capítulo 2.2
Dejo las llaves en la mesa del recibidor y avanzo por el pasillo de mi casa. Deseo que no haya nadie, pero el continuo traqueteo en la cocina me indica que están mi madre y mi hermana.
Cuando entro en la cocina como un fantasma, mi madre y Lucía (o Lucy) ni se inmutan. Nunca les preocupa lo que me pueda suceder. De todas formas, si supieran de mis problemas, no les importaría lo más mínimo.
Mi madre le está echando la bronca por algún asunto que no me interesa en absoluto. Lucy está apoyada en la mesa redonda de la cocina sin dejar de mirar hacia el suelo. Se toca con obsesión la gruesa y larguísima trenza negra, deshaciéndola. Cuando habla con mi madre, se le ven —a través de los labios carnosos— unos dientes tan blancos como su piel. El aspecto de mi madre no es muy diferente al de ella. Es más, muchas veces confunden a mi madre pensando que es su hermana. Conmigo nunca pasa.
Abro el frigorífico y saco el zumo para llevármelo a mi cuarto. Si quiero hackear el perfil de Darkwings, voy a necesitar energía.
Mi hermana me dirige una mirada de soslayo que pronto aparta, pero mi madre corta la conversación y me mira.
—Helen, ¿qué haces con el zumo?
Siempre le ha dado asco que bebamos directamente de la botella. Creo que, sobre todo, le da asco que lo haga yo.
No contesto. Me doy la vuelta hacia la puerta, pero mi madre me agarra de la sudadera, me gira y me obliga a mirarla a los ojos. Los suyos son del hielo más frío.
—Contéstame cuando te hable, ¿lo has entendido?
Nos quedamos un rato en silencio, pero ella no me suelta, así que le contesto:
—Me lo voy a tomar. Creo que sirve para eso.
—No deberías hablarme con ese tono —musita—. Discúlpate.
Respiro hondo.
Sé que es capaz de castigarme de maneras inimaginables. Una vez iba a llegar tarde a clase porque me había quedado dormida y mi madre aprovechó ese tiempo para tirar toda mi ropa a la basura. Tuve que ir al instituto en pijama dos días hasta que Tina me prestó ropa y fuimos de compras. No quiero desafiar su imaginación esta vez.
—Perdona —gruño.
Ella espera unos segundos y me suelta de golpe.
Mi hermana observa en silencio. Nunca se entromete en las discusiones ajenas, pero sus ojos beben las disputas como si fueran agua. Ya podría ayudarme.
Ojalá tuviera un padre de verdad. Supongo que me entendería. Ojalá estuviera aquí y no hubiera muerto.
Pero estoy sola.
***
En invierno, la noche acecha pronto y la oscuridad cubre la ciudad de Madrid, cambiándola por completo. Los locales encienden sus luces, las ventanas brillan y a lo lejos se debería de ver como miles de estrellas en la tierra. Pero yo no puedo verlas. En mi ventana tengo la estupenda vista del edificio de en frente.
Mis ojos verdes se ven azules por el reflejo de la pantalla y las manos ya se me resienten de tanto teclear. Siento los párpados pesados, pero no puedo parar. No hasta que destroce la cuenta de Instagram de Darkwings. Llevo toda la tarde tratando de derribarla. Pruebo de nuevo.
Un fallo.
Otro.
En cada intento sale lo mismo y estoy tan tensa que me duele el cuello. Me rasco la cabeza. ¿Cómo es posible que no tenga ni un solo bug? Es imposible que una simple cuenta de Instagram tenga tanta seguridad. Hasta un newbie puede hackear esto. Mis dientes rechinan con furia. No puede ser... Doy un sorbo al bote de zumo, que ya está medio vacío.
Ya solo queda probar el programa de Jairo. No lo había usado hasta ahora por orgullo; quería demostrarle que soy capaz de hacer las cosas sin su ayuda ni la de su estúpido programa, pero no consigo resultados.
Saco el pendrive de mi bolsillo. Tiene que funcionar. Lo conecto al ordenador y vuelvo a intentarlo. Esta vez se toma más tiempo, como si se estuviera empleando a fondo para buscar el problema o como si quisiera reírse de mí. Me decanto por la segunda posibilidad. Por fin parece que encuentra algo. Con un grito ahogado de entusiasmo, corro a pulsar sobre el bug.
Estoy dentro.
¡Toma! ¡He entrado en el Instagram de Darkwings! Ahora que estoy más tranquila y segura, me relajo en la silla y pincho en ajustes. Con solo darle a un botón, podré borrar este perfil tan molesto. O podría cambiarle la contraseña para que no entre nunca más. Cualquiera de las dos opciones me parece bien.
Pero... no debería haber cantado victoria.
La pantalla se apaga y escucho el sonido de la impresora. Me giro con el corazón en la garganta. Suelta el papel, que se queda en equilibrio sobre el borde de la bandeja de salida. Camino hacia la impresora con las piernas temblando y recojo la hoja, aún caliente. La letra podría ser más grande, pero no más clara. Es tan clara como la amenaza.
«Si lo vuelves a intentar, ya sabes».
El color se me va de la cara.
***
El agua cae como una cascada sobre mi rostro. La ducha me espabila y eso es justo lo que necesito ahora: despertar y ordenar mis ideas.
¿Qué voy a hacer? Tendré que pedirle ayuda a Jairo de nuevo.
Cuando salgo del baño, una punzada en la espalda hace que pegue un respingo y miro a mi alrededor. Una pequeña semilla de angustia se añade al miedo. Aprieto los dientes y me dirijo hacia el espejo para buscar el origen de la molestia. Con las manos torpes por el calor, me desenrollo la toalla y mi piel pálida queda al descubierto.
Un par de líneas rojizas, verticales y paralelas atraviesan mi espalda. Suspiro aliviada al comprobar que es lo de siempre: el maldito herpes. Agarro la camiseta del pijama y me la pongo, ocultando esas marcas. Ni con el mejor de los mejunjes desaparece.
Mientras me pongo los pantalones, percibo un olor muy fuerte, como a quemado. ¿De dónde proviene? Vuelvo a oler..., parece que viene de mí. Miro hacia abajo. Alucino. ¿Por qué mi camiseta tiene un agujero? Parece achicharrada. Suspiro y me la quito. Si mi madre va a ponérsela cuando fuma, que me lo diga antes. La tiro a una esquina.
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