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01. ❝Leaving home❞


▬▬ JULES DESPERTÓ ESE DÍA CON UN ÁNIMO INCREÍBLE, aun si el panorama en la aldea no era para nada alentador.

El rocío no había caído todavía cuando ella estaba ya frente al laberinto esperando impaciente a que las puertas se abrieran. Llevaba una mochila con el desayuno sobre la espalda, el cinturón apoyado en las caderas y su punzón guardado recelosamente en el bolsillo trasero.

No entendía porqué el corazón le latía en frenesí si la noche anterior había sido la peor de todas. La enfermedad avanzaba, estaba devastando la aldea y los padres estaban dejando solos a sus hijos. Jules tembló en su lugar. Nunca antes había visto algo como aquello. La enfermedad, la confusión, el cansancio, la agonía. Estaba terminando con ellos. Si Jules y los rastreadores no encontraban una salida como habían prometido que lo harían, entonces la aldea diezmaría.

No podía permitírselo. No iba a rendirse. Tal vez la respuesta estaba allá afuera, esperando por ella y Jules no le iba a hacer esperar.

Quizá el sentir el corazón inquieto era una buena señal. Quizá, él presentía cosas que Jules no podía descifrar y, con un poco de suerte, acertar como casi siempre hacía.

La aldea tenía salidas por sus cuatro puntos cardinales, así que, como ese día el sol estaba en el poniente, Jules decidió comenzar por la puerta oriente considerándolo un buen augurio. Se alzó el cabello en una coleta alta, comió una manzana tan rápido como pudo y esperó el movimiento en la piedra.

Una cortina de polvo y guijarros se alzó frente a su rostro mientras escuchaba el abrir de las puertas. Ese día el pasillo principal hacia el laberinto expedía un olor extraño, pero Jules creyó que su nariz estaba ya estropeada por los medicamentos e infusiones que había estado oliendo en la enfermería así que no le tomó la suficiente importancia. Se agachó ajustando sus botas aguardando a que la peste se dispersara cuando un fuerte tirón la llevó hacia atrás, asustándola.

—¿Qué demonios...? ¡Asenat! —Masculló soltando el agarre sobre su camisa. La chica sonrió altanera, cruzando los brazos sobre el pecho— ¿Cuántas veces debo decirte que no me jales así? ¡Odio ser jaloneada!

—Puedes hacerlo las veces que quieras, sinceramente no me importa, seguiré haciéndolo de cualquier forma

—Idiota

—¿A dónde ibas? —preguntó Cassidy parándose junto a Asenat, ambas mirando a Jules con los brazos entrelazados en el pecho y el ceño fruncido. Jules rodó los ojos

—A hacer mi trabajo, lo mismo que ustedes tendrían que estar haciendo ahora

—Ya no eres una rastreadora

—Soy la líder, puedo otorgarme el cargo

Segunda líder—le recordó Asenat—Después de Richard y fue él quien dio la orden para que te quedaras en la aldea, ¿recuerdas?

Jules chasqueó la lengua viendo como los rastreadores partían ya hacia sus secciones. Asenat había atrapado nuevamente la camisa de Jules entre sus dedos impidiéndole salir corriendo. Cassidy suspiró, agitando la cabeza. Si algo les quedaba claro respecto a su segunda líder era lo terca que podía llegar a ser.

—Sí, lo recuerdo

—¿Cómo siguen los dolores de cabeza?

—Mejor—mintió. Jules había estado experimentando unas jaquecas terribles desde hacía ya un par de semanas, antes que Richard cayera enfermo por lo que los aldeanos llamaban el fulgor. El hombre, que era también rastreador, había encontrado a Jules a mitad de su sección con un golpe terrible en la nuca y un charco de sangre rodeándola. La llevó en brazos hacia la aldea y, cuando ella estuvo lo suficientemente repuesta, mencionó haber sentido migraña y caer desmayada golpeándose contra la piedra. Richard no necesitó saber más sobre el asunto para relevarle del cargo, prohibiéndole volver al laberinto hasta que su jaqueca mejorara. Hasta la noche anterior Jules no había presentado molestias, así que supuso se encontraba bien—No los he vuelto a tener, desaparecieron

—Ya, ¿estás segura?

—Completamente

—Incluso si así fuera no tienes permitido salir—dijo Cassidy, decidida—Te necesitamos aquí, Jules

—Volveré antes del anochecer

—Las cosas no funcionan así—respondió Cassidy mirándole con el entrecejo arrugado—Richard no ha muerto todavía. Sus reglas siguen siendo nuestra ley máxima y, ¿desde cuando hacemos lo que se nos antoja?

—No lo digas así

—Sabes que Richard no va a sobrevivir—Asenat bajó la voz impidiendo que cualquier otro aldeano las escuchara—Morirá como el resto de los infectados y cuando eso pase se habrá acabado todo. Podemos continuar con las reglas que él impuso, pero no será suficiente. Hay familias muriendo poco a poco todos los días, Jules, nuestra obligación es cuidarles. Tenemos un pacto, ¿lo olvidas? Tratar la enfermedad primero, buscar una salida después

—¿Cuánto tiempo vamos a esperar? —preguntó Jules dando un paso hacia adelante. Asenat negó—¿Tres? ¿Cuatro? ¿Otros cinco años? Este lugar está cayéndose a pedazos. Si realmente queremos ayudar a los aldeanos que quedan necesitamos encontrar una salida, llevarlos a casa, darles una mejor vida, curarles

—Nadie nos asegura que allá fuera estaremos mejor que aquí

—Corramos el riesgo, no perderemos nada intentando

—Tenemos niños, Jules, bebés incluso. Sus padres han muerto y dependen de nosotros

—Esta vez será diferente—dijo Jules viéndoles suplicante—Es una locura, pero algo me dice que hoy encontraremos las respuestas que hemos estado buscando. Podría asegurarlo. ¿lo creen? ¿confían lo suficientemente en mí para creer en lo que siente mi corazón?

Cassidy y Asenat se miraron, indecisas. Richard seguía enfermo, confinado en su cabaña junto a los médicos que intentaban mantenerlo con vida. La noche anterior había perdido parte de la piel de los brazos y su incontrolable ira les había hecho amarrarlo a la cama, sin embargo, eso no quería decir que en sus pequeños lapsos de serenidad no se diera cuenta de lo que pasaba en la aldea.

Asenat encogió los brazos dejándole la decisión a Cassidy. Ella, en sus funciones como educadora, no tenía voz ni voto en aquella situación y realmente no le importaba demasiado. Jules era estúpida y casi siempre torpe, pero tenía buenas ideas y aquello le había afianzado convertirse en uno de los pilares de la aldea. No obstante Cassidy, como la tercera a cargo, representaba la tercera cabeza del monstruo. Ella era quien quedaría relevada a Líder a la muerte de Richard y si es que Jules no volvía a tiempo y eso la aterraba. No le temía a la responsabilidad, tampoco a tomar decisiones importantes, más eso representaba visualizar un futuro donde ellas tres no estuviesen juntas y prefería no profetizarlo.

—Sabes que lo hacemos—respondió—No ha habido un solo día en que dudemos de tu buen criterio, pero...

—Es diferente—dijo Asenat frotándose la barbilla—La aldea no se siente como antes. Estamos acostumbrados a la muerte, podemos con ella, pero la sensación de tenerla asechando sobre nuestras cabezas es insufrible. El laberinto no es mejor. Está cambiando. Lo escucho por las noches. A las langostas repiqueteando por los pasillos. El gigante despertó y no volverá a dormirse

—Cassidy—le llamó Jules, apretándole las manos. La chica suspiró, pensando en las posibilidades que tenían. Quedarse con los brazos cruzados no era una opción, pero tampoco lo era romper la confianza que Richard había puesto en ellas. Asenat las observó. Las tres compartían el mismo miedo, la misma confusión y el mismo terror de perder a la aldea entera. Había niños que requerían la presencia de alguien capaz para guiarlos, hombres y mujeres esperando con temor infectarse con el fulgor y bebés llorando por sentir los brazos de sus padres muertos. Jules le apretó las manos con más fuerza. Precisaba ser cubierta por algunas horas solamente y, a cambio, ella encontraría la salida. Podía hacerlo, Jules iba a hacerlo—Por favor...

Cassidy suspiró.

—Te cubriremos hasta la comida, es todo

—Sólo eso necesito

—Vuelve en una pieza, ¿quieres? —rogó, mirando como un pequeño niño se acercaba. Jules se inclinó, tomándolo entre sus brazos soltando un quejido mientras lo alzaba. George tenía ya ocho años, no pesaba lo mismo que hace cinco y Jules tampoco era tan fuerte desde entonces. Le besó la mejilla, devolviéndolo al suelo—El chico se volvería loco si algo te pasara

—¿Irás al laberinto? —preguntó George viéndola con sus enormes ojos marrones. Jules asintió. Luego, fue embestida por el abrazo asfixiante del pequeño—¡Te lastimarán las langostas!

—Ellas están dormidas ahora

—¡Pueden despertar!

—Lo dudo pequeño. No te preocupes, estaré bien. Volveré por la tarde y tomaremos la merienda juntos, ¿Qué te parece?

—¿Lo prometes?

—Lo prometo

—De acuerdo, puedes ir—dijo. Jules rio, despeinándole el cabello

—Gracias, cachorro. Has caso a Asenat, ¿sí? Ella tendrá el poder para castigarte mientras no esté

—Ya oíste, pulgoso—dijo Asenat frotando los nudillos en la cima de su cabeza. George se quejó—Te quedarás conmigo el resto del día, me ayudarás a enseñarles a los más pequeños las letras

—¡No es justo!

—La vida no es justa, mocoso. Anda, has algo de provecho

Asenat le tendió la mano y George la tomó de mala gana caminando juntos hacia la cabaña más grande que usaban como salón de clases. George giró en sus pasos despidiéndose con la mano y una sonrisa brillante en el rostro. Jules le lanzó un beso y Asenat se giró para mostrarle el dedo medio. Jules sonrió.

—Cuida de él, ¿quieres? Dudo que Asenat lo haga apropiadamente

—Voy a vigilarla. Ahora vete antes que me arrepienta. Y Jules—dijo, deteniéndola en su andar hacia el pasillo principal del laberinto. Jules se giró, esperando sus palabras—No mueras allá fuera. El laberinto apesta lo suficiente como para añadirle la pestilencia de un cadáver

Jules asintió. Era un trato justo.

—Cuenta con eso




Jules terminó el recorrido en su sección para medio día. La comida no sería hasta tres horas después así que decidió hacer una parada de descanso y otra para buscar indicios que en su carrera no hubiese visto.

Se sentó en el piso contra una pared. El sudor caliente la bajaba por el cuello y el jodido dolor de cabeza había vuelto a aparecer. Jules cerró los ojos, fatigada. Hacía un calor tremendo y la pestilencia a carne podrida le adormecía el olfato.

Bebió agua, lo poco que le quedaba y la devolvió a su mochila. Iba a comer algunas de las madreselvas que llevaba consigo, pero el dolor en la nuca le impidió siquiera masticar. Se puso en pie queriendo continuar el recorrido cuando la jaqueca le bajó por el cuello y luego le adormeció la columna vertebral. Se apoyó contra la pared. Estaba cubierta en lianas, musgo y hongos. Jules se limpió las palmas en el pantalón y retomó la marcha.

La migraña le borró la vista. Por un segundo el mundo a su alrededor pareció moverse en espirales luminosos obligándole a cerrar los ojos. El sonido se intensificó y Jules juró haber escuchado una señal estática en los tímpanos.

El piso giró, giró y giró. Jules clavó las uñas en las palmas de sus manos sintiendo la sangre emanarle hacia los costados manchando la piedra. Escuchó las gotas chocar en el piso y de pronto todo se detuvo.

Jules estaba sudando. Su camisa empapada se le pegó al cuerpo, el cabello se le enmarañó sobre la frente y abrió los ojos. Apartando el cabello notó que aquella no era su sección, que de alguna forma inexplicable el laberinto había cambiado drásticamente y no había forma de volver a casa.

El corazón le latió enloquecido. Jules cayó al suelo de rodillas, su cabeza sufriendo a cada segundo gritando en agonía. Se arrastró por el pasillo sin entender su cauce, pero reconociendo pequeños fragmentos de hojas señalando un camino hacia el norte.

¿Es que acaso esa era la salida? Ella, sin ser consciente por el dolor, ¿pudo haber accionado alguna especie de palanca haciendo cambiar la composición del laberinto dejándolo irreconocible? Jules no estaba segura.

Continuó arrastrándose. Las hojas extendiéndose por el camino dando vuelta en un pasillo cubierto por tierra, polvo y suciedad. Jules se quejó adolorida y entre la confusión, logró escuchar voces del otro lado.

Enterró las uñas en la piedra dándose impulso. Jules tiró hacia delante acercándose metro por metro hasta alcanzar la salida (¿O entrada?) del laberinto. El viento le despeinó el cabello. Luego, sus manos tocaron el verde césped y el dolor se detuvo.

Jules se mantuvo alerta. Sus sentidos apagándose poco a poco por el cansancio. La cabeza le dolía, las manos le dolían, la espalda le dolía. Escuchó la voz clara de un chico y, desconociéndola, se levantó como pudo.

Se alzó con ayuda de las lianas en la pared. Entornó los ojos enfocando el prado extendiéndose frente a ella. No era la aldea, tampoco era la salida. Las paredes del laberinto rodeaban el prado y Jules sólo pudo pensar que el dolor le había provocado visiones.

Entonces la tortura volvió. Jules apretó los dientes. Su visión se tornó borrosa, sin embargo pudo distinguir figuras entre la bruma totalmente desconocidas. Sus oídos reconocieron voces, voces de varones y, sin poder soportar ni un segundo más, se desmayó.

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