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♣9.Revelaciones♣

Elizabeth dio un salto desde la rama del manzano y cayó de rodillas sobre la tierra húmeda. Hizo una mueca de dolor por el mal aterrizaje pero se incorporó de prisa. Mientras su rodilla se recomponía cojeó hasta sentarse apoyando la espalda en el tronco. Recogió las manzanas que arrancó y las sacudió. Comenzó su festín comiendo una de ellas con unas ganas enormes. Estaba cansada, había caminado todo el día por el bosque.

Hacía bastante que dejó atrás la última comarca. El agua y el pan que había conseguido en ella se estaban agotando. No podía permanecer allí a la intemperie mucho tiempo, pronto oscurecería y bien sabía que en Bosque Sombrío no era buena idea que te alcanzara la noche al descuido. Pero estaba muy fatigada tenía que sentarse unos minutos y comerse aquellas manzanas. Aunque ni siquiera ella podría creérselo y a pesar de todo, se sentía tranquila. Tenía todo decidido, tendría que buscar la manera de salir de HavensBirds.

Contaba con monedas de oro, era mucho dinero. Las habían encontrado en la cabaña, ocultas en un viejo jarrón de la sala de estar. Algún antiguo inquilino las habría dejado ahí y se le habían olvidado. Sus hermanas le pidieron que las guardase por si algún día querrían comprar algo sin tener que pedir permiso a Katherine. Ahora las llevaba consigo, alguien podría sacarla de la isla si le pagaba bien. No sería fácil pero eso no quería decir que no fuera posible. Al menos, ninguno de sus patéticos asaltantes las había descubierto en el doble fondo de la bolsa donde las había ocultado, ni siquiera su "Extraño desconocido" y eso había sido una suerte.

O tal vez si las notó y no las robó porque realmente no es un ladrón. «Qué tontería dices. No lo hizo por falta de tiempo porque... porque lo que es, es un pervertido...» Hizo una mueca divertida al recordar sus intromisiones en los pensamientos del "Extraño desconocido". Sonrió, definitivamente lo llamaría así. «Si, era un divertido pervertido con una sonrisa de muerte, un atractivo salvaje y... y una energía extraña, hipnotizante... estúpida, eso es lo que es, tonta pensando tonterías». Hizo otro gesto con sus manos para espantar sus imaginaciones.

A lo mejor no hubiera sido mala idea dejarse ayudar por aquel sujeto con esa extraña conexión con su mente. Eso no podía ser solo una casualidad, tal vez significaba que tenía que encontrarlo, que estaba escrito en algún designio de su destino.

—Oh Elizabeth el hambre realmente te hace divagar. — se dijo a sí misma y sonrió. Era un bandido, él mismo lo había dicho. No podía confiar ciegamente en alguien que admitió ser un forajido, aunque seguía sintiendo en el fondo de su corazón que se estaba equivocando completamente respecto a él.

Terminó de devorar la manzana y comenzó con una nueva. Con la mano libre sacó la misteriosa caja de su bolsa de cuero. No le había podido dedicar tiempo suficiente. La dejó suspendida, observándola un instante.

— ¿Cómo rayos será la forma... en que te... —iba volteándola en su mano, observándola a cada lado —... abrirás? — suspiró resignada y la colocó en el suelo a su lado.

En ese instante y con un leve clic, las serpientes enroscadas comenzaron a deslizarse en un misterioso mecanismo autónomo y la tapa del cofre se levantó un centímetro. Elizabeth abrió los ojos como platos y tardó un minuto en reaccionar.

Pestañeó varias veces y dejó la manzana a un lado para tomar la caja con las dos manos y la puso sobre su regazo. Sintió un leve cosquilleo en el estómago y notó que las manos le temblaban ligeramente. La abrió al fin. Todo el interior estaba tapizado en una gamuza azul muy oscura que hacía resaltar el hermoso colgante que descansaba sobre ella.

Una cadena de oro gruesa y brillante ocupaba casi todo el espacio, pero los ojos de Elizabeth se quedaron fijos en el dije: una trabajada corona del mismo material sosteniendo la sorprendente piedra tornasol en forma de lágrima, que parecía guardar una inquieta energía en su interior moviéndose en haces de luz. Elizabeth la tomó en su mano, la piedra se iluminó por un segundo fugaz. No supo qué hacer, se quedó paralizada por un eterno segundo. Sentía la magia que poseía aquella preciosa joya y sentía que conectaba profundamente con su energía interior. Fijó su atención en la pequeña inscripción de runas tallada en la base del dije y cuando logró leerla, la soltó como si de pronto le quemase.

—Es... es un fragmento de Piedra Corazón — exclamó para sí misma casi horrorizada. Respiró profundo tratando inútilmente de calmar la mezcla de asombro y miedo que la dominaba— ¡Por la Diosa! es un... ¡es un fragmento de Piedra Corazón...! — repitió involuntariamente.

El hecho de que un fragmento de la piedra de poder sobre la cual se había creado toda la magia de HavensBirds estuviera en su mano la dejada paralizada. Aquel extraño privilegio solo había tocado a pocos, porque los no dignos morían quemados si tan solo se atrevían a rosarla. Se quedó en silencio analizando detenidamente todo aquello ante ella. Cuando logró salir del estupor primero suspiró dándose ánimos a si misma.

— Bueno... soy una reina. No debo asustarme con su magia... Yo puedo, puedo tocarla... — volvió a tomarlo con decisión, acariciando su liso relieve. Lo miró detenidamente sobre la palma de su mano.

Era espléndida. La gema tallada a la perfección con la forma de una lágrima y toda la ornamenta de oro con sus runas grabadas hacían en conjunto una exquisita artesanía, digna del lujo que caracteriza a la realeza, para la que era costumbre realizar a través de los siglos esta exclusiva joya. Precisamente aquella que tenía en su mano solo podría pertenecer a su legado.

Las Lágrimas Corazón eran pedazos extraídos de la propia Piedra Corazón, el talismán omnipotente que brindaba a HavensBirds la equilibrada y poderosa magia que recorría esta tierra. Se consideraba lo más sagrado, mítico y grandioso de la historia de la isla. Su propia esencia.

Estas lágrimas fueron colocadas en los colgantes por los elfos artesanos y se entregaban a cada reina que subía a la Regencia porque solo ellas podían acceder al poder regalado directamente por la Diosa Ha. Era una tradición ancestral. Cada una era distinta y única, como sus dueñas y debían descansar en el lecho de sepultura hasta la eternidad.

Elizabeth sabía todo eso, lo había leído miles de veces.«Entonces, ¿aquel?, no podía... ¿Era?» Si, era. Tenía delante el que perteneció a su madre y estaba allí como un regalo para ella no tenía ninguna duda. ¿Cómo era posible? No tenía idea. Se decidió de una vez a colocarlo con cuidado en su cuello, la piedra cayó sobre el nacimiento de su pecho.

Solo un instante después de tocar la piel, la piedra se tornó roja como la sangre y desprendió pequeños destellos. Elizabeth sintió un calor abrazador y se quedó inmóvil en contra de su propia voluntad. Sintió que se desvanecía, poco a poco iba cayendo sobre la hierba obligada por una fuerza exterior invisible y sin poderlo impedir entró en una especie de trance que la hizo levitar.

Dentro de aquel fantástico estado, su mente se trasladó hacia otros lugares. Como si su espíritu se escapara de su cuerpo y viajara espectralmente. Una cascada de imágenes pasadas se derramaba detrás de los parpados cerrados mientras estos le temblaban. Se podía ver a sí misma vagar por un espacio y un tiempo extraño, irreal.

Las enormes torres del SkyHall, plateadas por la luna aparecieron ante ella emergiendo de las brumas de aquel viaje al recuerdo. Elizabeth escuchaba su corazón palpitar fuertemente en su pecho y pudo sentir como la energía de su interior le abrazó cada rincón de su cuerpo corriendo como un torrente. Pero ella nada podía hacer, seguía allí, paralizada, de espectadora en una película que no comprendía y que empezaba a asustarla.

Un pequeño flash la transfirió a la recámara real. Aún la recordaba con el inmenso lecho de pilares de roble oscuro exquisitamente tallado y sus cortinajes a juego y sus elegantes decorados y muebles. Como no recordar cuantas tardes jugó a que el inmenso lecho era un gran velero, donde ella era la capitana y su madre le permitía pararse sobre la baranda de los pies. Le decía que imaginara el mar delante de ella y luego se dejaban caer sobre los inmensos cojines abrazadas y su madre le contaba historias de leyendas y de magia. En aquel momento mágico, podía recordar su risa, su voz, incluso su olor.

Sentía como si estuviera reviviendo aquellos instante muy cerca de ella de forma casi real. Recordó como luego tenían que ir a buscar a las mellizas a sus cunas porque comenzaban a chillar como si estuviesen celosas, y así dormían tantas horas las cuatro enroscadas en su cama - barco.

Elizabeth sonrió y a la vez sintió la punzada de dolor en su pecho. La que la desgarra poco a poco desde hace tantos años, desde que murió la reina, desde que aquellos momentos de felicidad se convirtieron solo en recuerdos que acariciaba cada noche en la reclusión solitaria de la cabaña.

Aquel extraño trance que aún la dominaba no le permitía abrir los ojos pero sentía las lágrimas arder en sus mejillas. En el sombrío viaje todo se había vuelto borroso, oscuro. El ardor de la piedra sobre la piel de su pecho se convertía en un dolor latente. No sabía cómo logró reprimir sus sollozos, pero al hacerlo, volvió a flotar involuntariamente. De pronto, la energía poderosa de su ser volvió a conectar con la piedra. Cuando la niebla de su inconsciente se disipó, se descubrió en un rincón en penumbras en la recámara real.

Allí estaba como un fantasma. Escuchando y mirando a su alrededor. Había varias personas en la alcoba rodeando el inmenso lecho. Pudo ver a Katherine, aunque más joven, era prácticamente igual que ahora y sorprendentemente tenía el rostro angustiado y triste. Nunca la había visto sin su máscara de perfección y mucho menos... triste.

A su lado había una anciana de edad indescifrable, con una larga cabellera blanca enroscada en lo alto de su cabeza y unos anteojos en forma de media luna. Elizabeth dedujo por su extraña túnica y el conjunto de su presencia, que era sin dudas una sanadora.

Las extrañas y temidas médicas de su infancia, pero inmensamente sabias y curadoras de casi todos los males. Al otro lado estaba Inna, impasible como siempre. Elizabeth se preguntaba cómo podía mantener aquel rostro sereno aunque los elementos fueran un volcán en su interior, era admirable y temible. Las otras dos personas eran de la servidumbre porque caminaban ajetreadas como sombras con las cabezas bajas.

Elizabeth pudo descubrir que una de ellas llevaba toallas empapadas en sangre hasta un mueble alejado de la cama y las colocaba en una gigante cofaina llena de agua. Regresaban trayendo otras limpias. Eran como mecánicas, cuando una volvía la otra iba con frascos de cristal oscuros y otros vendajes. Elizabeth dio un respingo cuando le llegó la voz profunda de la curandera que hasta ahora había permanecido en silencio.

—Tenemos que esperar... no podemos hacer nada más. — dijo severamente

—Pero está sufriendo mucho... — Katherine se llevó una mano a la boca visiblemente angustiada.

—Claro que está sufriendo Katherine... — Inna suspiró y se dirigió a la curandera. — ¿Cree que la criatura nazca bien?

—Esperemos que si, aunque el golpe que ha recibido no es prometedor — Katherine se sentó en la cabecera de la cama y comenzó a acariciar con gran ternura la cabellera color café. Elizabeth decidió adelantarse y descubrió al fin, que la que yacía pálida y adolorida, casi inconsciente sobre los almohadones de la cama, era su propia madre.

Se estremeció con un espasmo violento ante la imagen. El llanto y el desasosiego pugnaron por apoderarse otra vez de sus sentidos, pero luchó, no quería permitir que se borrara
aquel pasaje. Estaba conmocionada, su madre estaba sufriendo en aquella cama. Estaba a punto de dar a luz, el ropón de algodón que vestía estaba manchado de sudor y sangre y entre las piernas dobladas en ángulo recto, la mancha roja era aún más macabra.

Elizabeth sentía que le temblaba el cuerpo de la conmoción. Veía allí a Katherine, abrazando la cabeza de su madre, sufriendo con ella, acariciando su cabello con compasión y no podía creerlo. No era capaz de aceptar que Katherine pudiera tener si quiera un vestigio de sentimiento, por lo menos no la Katherine que ella conocía. De pronto su madre abrió los ojos despacio. Elizabeth notó como agradeció en medio de su pesar ver a Katherine a su lado. Se dio cuenta que las dos se profesaban un cariño verdadero.

—Katherine... como... — la tos le interrumpió y le obligó a emitir un gemido de dolor. La Eritrians le sonrió con ternura tratando de calmarla.

—Calma Aleene, por la Diosa, todo saldrá bien te lo prometo... — le dijo casi susurrando.

—La perderé... — el llanto se apoderó de la reina — Perderé a mi niña... — insistió balbuceando. Katherine le limpió las lágrimas con su pulgar.

—No. De ninguna manera. Eso no pasará... no pasará... — sentenció y alzó la vista hacia la sanadora e Inna, con esa furia de ojos azules que amenazaban arrasar todo si no se cumplían sus palabras. De repente se sintieron unos amenazantes estruendos en los pasillos al otro lado de la puerta unido a voces alteradas.

—No puede ser... ¿cómo ha llegado hasta aquí esa bestia? — Inna miró a Katherine que contrajo el rostro para no dejarse dominar por su ira. — Iré a poner fin a esto de una vez por todas... — Aleene se sobresaltó y le extendió una mano suplicante.

—No, por la Diosa. Gran Sacerdotisa, no... Katherine... no permitas...el no es así... esta hechizado... ¡Ah! — dijo con súplica e hizo una mueca de dolor por el esfuerzo.

—Aleene mira lo que te ha hecho. Lo siento, pero no interferiré. — volteó el rostro en protesta — Ese... monstruo merece un castigo, el lo ha propiciado... Inna has lo que tengas que hacer — concluye fríamente.

—No... ¡ah!... — insistió en un grito ahogado. Trataba inútilmente de incorporarse apoyando los codos pero se resbalaba sin fuerzas. Katherine intentó detenerla. El esfuerzo arrancaba quejidos de dolor a la reina y apretaba la mandíbula para sofocarlos — No hables así... No me gusta cuando te vuelves tan fría... ¡ah!... Yo tuve la culpa de toda esta desgracia... —le dijo y por un momento ambas se miraron con molestia.

—La culpa no es tuya y lo sabemos las tres... — Inna interrumpió bajo una mirada fulminante de Katherine.

—Nada justifica que te haya herido... — insistió Katherine

—Es mi culpa... descubrió algo horrible de mí... que no tengo la valentía suficiente para... gritar nuestro amor a los cuatro vientos... — replicó Aleene envuelta en una desgarradora mueca de dolor. Katherine la miró e intentó que no se notara ni los celos ni la impotencia. La mirada de Inna denotó más preocupación.

—¿Qué es lo que ha descubierto? Acaso la próxima celebración nupcial no es un deseo de su majestad... — arrugó la frente y observó a Katherine perder la serenidad del rostro.

—Basta ya Inna, no le agotes con esta conversación que no nos llevará a ningún lado... Hay que detenerlo. Punto — Aleene la volvió a mirar directamente a los ojos. Los vidriosos ojos no dejaban de iluminarse y el verde claro se tornó casi como el mar. Se quedaron un segundo así y Elizabeth comprendió que su madre y Katherine tenían tan gran compenetración que se habían dicho todo con tan solo una mirada.

—No dejes... que muera Katherine... — suplicó nuevamente. Esta esquivó su mirada y se quedó en silencio. La Reina volvió a cerrar los ojos por la fatiga.

El rostro de Katherine se contrajo en un gesto que Elizabeth no pudo calificar si era de preocupación o de decepción, tal vez hasta de molestia, o una mezcla de todo. Como si su madre le hubiera confesado algo que la hacía sentirse traicionada en su amistad. Era tan extraño ver aquella imagen, conocer ese lado de ella. Elizabeth sintió un peso en su pecho.

—Su Majestad, no hay nada que me pueda decir que impida que ese animal obtenga el castigo que merece por esto que le ha hecho. Saldré ahora mismo y haré que lo lleven al Templo — la voz de Inna interrumpió el silencio. Seguidamente hizo una leve reverencia y se marchó de la habitación. Un momento después los alborotadores ruidos del pasillo desaparecieron. Aleene tragó en seco sin poder esconder una lágrima y Katherine suspiró.

—Su majestad, prepararé todo para el trabajo de parto, tiene que dar a luz ya o la pequeña no lo logrará — la sanadora habló con firmeza pero la miró con una dulzura maravillosa. Se alejó junto a las dos sirvientas hasta el mueble que mantenía una infinidad de utensilios y con manos diestras hizo los preparativos. Aleene y Katherine la observaron desde la distancia.

—Promete que no te irás de mi lado... — susurro con miedo

—Nunca... — Katherine la besó en la frente.

—Promete que si me sucede algo la cuidarás...

—No digas tonterías, no te sucederá nada. — decretó

—¡Promételo...! — insistió Aleene

—Te juro que haré todo lo que sea necesario para que Elizabeth sea una gran reina... — prometió con sentir.

Elizabeth se sobresaltó al escuchar su nombre. Sintió su corazón palpitar tan desesperadamente que fue casi literal que saltara su pecho. Creyó por un segundo que desfallecería. Estaba presenciando su propio nacimiento y no podía evitar sentirse demasiado impresionada. Y allí estaba Katherine, y estaba haciendo aquella promesa, y su madre... Tembló. La visión comenzó a nublársele, sintió su cuerpo al punto de convulsionar. Hasta ese momento en ese mágico viaje había quedado alejado de su espíritu, pero ahora sentía el dolor físico de su cuerpo inerte, una punzada de dolor que le llegó hasta los huesos.

El llanto la dominó y la ahogó hasta que perdió la conciencia. Pero su subconsciente seguía revolviéndose, como si fuera un ente separado de ella, tratando de despertar. Las lágrimas le ardían en los ojos, el colgante seguía quemándole en el pecho. De pronto hubo un destello de luz en medio de la oscuridad de su mente. Las imágenes volvieron y Elizabeth se estremeció regresando a la escena. Vio a su madre, medio desmayada con los ojos entrecerrados pero sonriendo satisfecha. Katherine tenía en sus brazos a la recién nacida, aquella bebe era ella misma. Las dos amigas sonreían llenas de alegría. Presenciar y sentir aquel momento era tan irreal que su garganta se cerraba de la conmoción. Sentía que le faltaba el aire. No podía creerse testigo de todo aquello. Si alguien le hubiera contado cómo veía a Katherine allí, se hubiera reído en su cara.

—Déjame tocarla... Katherine... — su madre extendió los brazos casi sin fuerzas.

—Calma, Aleene... ya tendrás tiempo. Ahora tienes que descansar mucho, para que te recuperes completamente. Entonces podrás disfrutar de esta maravillosa criaturita... — sonrió mientras Katherine la mecía con inmensa dulzura.

De pronto una niebla espesa y lúgubre lo envolvió todo al rededor otra vez. Elizabeth se sintió perdida en la inmensa negrura. Comenzó a mecerse de forma violenta y apareció de pronto, como lanzada a otro plano, esta vez en las catacumbas del Templo Mayor. Era una cámara de piedra, alta y concavada. Había varios estantes con disímiles frascos de etiquetas borrosas. En el centro una mesa de madera tosca y dos sillas altas. En una de ellas estaba sentada Katherine, ensimismada en sus pensamientos, su rostro había envejecido solo unos años, pero su dureza había crecido en demasía.

Cavilaba mientras observaba una víbora de anillos revolverse en el frasco de cristal que tenía sobre la mesa. La pesada puerta de roble se abrió y entró una sacerdotisa arrastrando a empujones a una adolescente vestida con unos ropajes anchos, despeinada y descuidada. Con algo de trabajo logró controlar la rabieta de la chica y pararla delante de Katherine. Elizabeth sintió una punzada desgarradora en el pecho cuando se descubrió a ella misma en el rostro de la jovencita. Los ojos claros chispeaban de odio y rencor, la respiración era agitada por el esfuerzo y por el sobresalto que le causó descubrir la serpiente que le siseaba desde su cárcel de cristal.

—¿Qué vas a hacerme? — le vociferó enfurecida. Katherine suspiró desganada.

—Voy a demostrar que eres una heredera del Don Envenenador de una vez y por todas... — Elizabeth le escupió al suelo con desdén y asco.

—Prefiero morir a ser de tu estirpe... — Katherine se puso de pie un poco molesta y levantó la mano amenazadora, pero se reprimió.

—No te atrevas a pegarme... — la mirada verde refulgía

—No te atrevas a renegar de un Don Puro, que tal vez sea el que posees...

—Si soy una envenenadora no es un don... es la peor de mis maldiciones — la pequeña Elizabeth la miró con gran rencor, la mayor comenzó a sentir en la piel el ardor de la rabia contenida. Volver a dejarse dominar por la ira hizo que la visión se perdiera nuevamente y que sus sentidos pugnaran por despertar de aquel atormentador viaje espiritual.

Elizabeth continuaba sintiendo el dolor físico en su cuerpo ausente de conexión, como si estuviera siendo torturada y esa realidad la alejó de su trance. Luchó con su fuerza interior, no quería terminar de descubrir lo que fuera que debía descubrir y podía sentir los gruñidos de impotencia. Se concentró en su acelerada respiración y dedicó toda su energía a volver a hundirse en los misterios de su mente. La visión regresó en el preciso instante en que la Elizabeth adolescente convulsionaba en el suelo de piedra y Katherine la observaba agachada a su lado con una mirada decepcionada.

De pronto su débil cuerpo dejó de moverse y comenzó a levitar. Elizabeth sintió una opresión en el pecho. La luz segadora inundó toda la cámara. Vio la sorpresa y el terror en el rostro de Katherine cuando toda ella se rodeó de una energía sobrenatural que hizo rugir y temblar la habitación, cuando su cabello se tornó... « ¡Oh por la diosa!...» su cabello, se decoloraba, brillaba, brillaba como el sol, y sus manos, sus manos ardieron.

Se despertó de su trance con un brusco espasmo que la lanzó hacia el frente obligándola a apoyarse en sus manos. La punzada en el estómago era tan fuerte que no pudo evitar vomitar con violentas arqueadas. Tosió y aspiró profundamente para reconfortarse. Volvió a echarse hacia atrás hasta apoyar la espalda al tronco otra vez. Las perlas de sudor resbalaban por su frente. Sobre su pecho el medallón de lágrima se apagó completamente, la energía contenida dentro de la piedra dejó de quemarle la piel.

Cerró los ojos y controló la respiración para ir calmando el torbellino que la dominaba. Su energía interior la sintió arder, como un volcán que había despertado de repente después de estar mucho tiempo dormido. Sintió que fue llenando cada rincón de su ser, que corría por sus venas, se fue fundiendo a ella y se volvieron una misma cosa. Sintió de pronto el peligro y el poder dispuesto a su voluntad, y sonrió, sonrió triunfal casi sin quererlo.

Levantó las manos y pudo notar en las palmas unos hilos de luz moverse como ríos bajo la piel. Se asustó un poco al recordar su sueño pasado, al recordar cuanto poder destructivo le había mostrado aquel sueño. Ahora sabía, aquel sueño fue la imagen de ella misma. Apretó los puños temerosa, pero a la vez radiante. Trató de ordenar sus pensamientos, de buscar un hilo conductor a todas las imágenes y sucesos que acababa de presenciar. Se llevó una mano a la piedra que colgaba en su pecho.

Aquella magia contenida en el colgante había estado allí tanto tiempo esperándola, para contarle su pasado, para que encontrara su presente, para que siguiera su futuro. Ella era uno de aquellos seres que describía el Libro Obscuro. Ella debería tener su cabello claro, ella debería tener todo aquel poder, ella no merecía todo lo que le habían negado. Tomó la caja nuevamente y la revisó minuciosamente aunque le temblaban visiblemente las manos. Bajo el tapiz de gamuza descubrió una pequeña abertura. Registró y sacó de sus pliegues un pequeño papel amarillento. Lo desdobló e identificó enseguida la cuidada caligrafía de su madre, la reina.

«Querida Eli: si has encontrado esta nota quiere decir que estas bien y que yo ya no estaré a tu lado. Y espero que mis preciosas chiquillas estén grandes y hermosas, me llena de pesar escribir esta nota sabiendo que ya no estaré junto a ellas ni junto a ti. Mi pequeña Eli, quiero que sepas que estoy muy, pero muy orgullosa de ti. Que serás una gran Reina. Porque lo serás.

Espero que nunca te hayas dejado dominar por Katherine, y que en este instante el poder del colgante te haya mostrado quien eres. Ahora es tuyo, un trocito de mi magia está ahí para ti, y te guiara y te protegerá. Has nacido con un gran poder, la Diosa te ha bendecido con los tres dones, eres única.

Ya es hora que te prepares, tienes que hacerlos tuyo, ahora los tres son uno en ti. Debes ser sabia en como lo usas y tener en cuenta que este gran poder no es conocido por muchos en HavensBirds, debes demostrarles que no deben temerte. Tampoco puedes dejarte llevar por el rencor, por la soberbia y solo usarlo para el bien.

Quiero pedirte que te cuides mucho del Concilio y de Katherine. Confío en que siempre velarás por el bien de tu pueblo y quiero que sepas que yo siempre, siempre estaré a tu lado. Cuida de tus hermanas, por favor, y diles siempre que las amo con todo mi corazón. Sé una Gran Reina Elizabeth... pero sobre todo... Se tu misma. Y recuerda: A partir de ahora tienes un privilegio muy grande que conlleva una gran responsabilidad. Te ama mucho. Mamá."» — Elizabeth apretó la nota contra su pecho y lloró profundamente.

La espesa negrura del bosque comenzó a inundarlo todo, pero a Elizabeth no le interesaba, ya no le asustaba más la oscuridad. Se quedó allí, llorando en silencio.

♠♠♠♠♠♠♠♠♠♠

Annabella se acercó a hurtadillas a la caballeriza de la Gran Casa. Algunas sacerdotisas entraban y salían con preparativos de alguna expedición. Anna lo supo porque vestían sus túnicas de combate con las pecheras adornadas de cuero y oro. Además llevaban sus sagrados cuchillos de plata, las armas oblicuas y filosas a las que tanto le temían todos. Tenía que ser importante. Se quedó agachada detrás de un bulto de heno hasta que salió la última de ellas llevando de las riendas un caballo ensillado. La vio desaparecer y se acercó dando saltitos silenciosos hasta Shell que no había terminado de poner su montura.

—Shell... — le susurró. La joven sacerdotisa dio un respingo asustada.

—¡Oh por la Diosa! Su alteza, que susto me ha dado...

—¿Por qué estas tan nerviosa? ¿Qué es lo que ocurre? Y no te atrevas a decirme que...

—No puedo contarle... — la interrumpió

—Eso mismo que acabas de decir. Te ordeno como tu reina que me expliques que está ocurriendo aquí....

—Lo siento alteza, no puedo. Es una orden sagrada del Templo. Sabe que eso está por encima de todo lo demás. Pero le prometo algo... — le tomó las manos y la miró directamente a los ojos. Annabella se estremeció ante la mirada y el gesto de tocarla, muy distinto a lo que estaba acostumbrada por parte de Shell. El actuar de la sacerdotisa tenía que significar la gravedad del asunto. La mirada de Shell era una mezcla de preocupación y firmeza a la vez, que la confundió. Sus ojos quisieron decirle mucho pero su boca permaneció cerrada. Era ese vestigio de temblor en las frías manos de su sacerdotisa de Segundo Orden lo que le causaba angustia y miedo.

—Shell... me estás asustando, verdaderamente. ¿Qué es lo que ocurre? — inquirió con temor.

—Le contaré en cuanto regrese. Lo que quiero prometerle es... que tenga por seguro algo: yo estaré siempre para salvaguardar a su alteza y sus intereses. Nada en este mundo me obligará a hacer algo que pudiera traicionar mi abnegación hacia usted, quiero que recuerde eso pase lo que pase y cuenten lo que cuenten. Esta misión... — se calló un instante. Annabella la miró detenidamente y arrugó su frente haciéndole entender a Shell que sus palabras no hacían más que confundirla y preocuparla. — Solo... — hizo una pausa intentando medir sus palabras — Te juro que... — la tuteó y Anna alzó una ceja con el regaño inevitablemente implícito, pero sabía que lo hacía para darle más confianza. — Esta misión es algo, en lo que no estoy completamente de acuerdo... — bajó la cabeza un instante casi apenada — Jamás haré algo en contra de la reina... jamás. Aunque me vaya la vida en ello. No sé cómo acabará todo, no sé si podré ser yo la que le explique lo que sucede... pero le pido por favor que no olvide mis palabras y que sepa que... mi lealtad es hacia "la reina" por encima de mi credo... Por favor, tiene que creerme... — las palabras sonaron poderosas y suplicantes. Anna la miró comenzando a angustiarse.

—¡Basta Shell! ¿Qué cosas dices? Ya me tienes más que angustiada... Me tienes histérica. No dejaré que vayas a ningún lado...

—No puede intervenir, lo comprenderá cuando comience a conocer cómo funciona todo en HavensBirds y en nuestro Templo. Además, es preciso que vaya. Tengo que estar ahí, es necesario, créame —trató de suavizar con una tímida sonrisa que Annabella no se creyó.

—Cuéntame todo, no te permitiré dejarme en esta incertidumbre... — dijo casi molesta

—Ahora no. Ahora tiene que irse. No es bueno que la vean aquí. — insistió

—Shell no puedes darme órdenes, ¿cómo te atreves...? Soy la reina.

—Lo siento... no fue mi intención alteza — bajó la cabeza otra vez. Anna volvió a ponerla en una situación perturbadora que la confundió e intimidó.

—Está bien — suspiró resignada y Shell la miró aliviada — Pero me contarás a tu regreso. ¡Todo! ¿Entiendes? Cada detalle — la sacerdotisa asintió. Por un segundo quedaron en silencio como en una especie de despedida extraña.

La reina elemental suspiró escapando del nervioso trance y dio media vuelta para encontrarse sorpresivamente con Katherine, que las observaba con una mirada inquisidora desde el umbral de la caballeriza, elegantemente vestida con ese aire de realeza y arrogancia que no la abandonaba. Anna tragó saliva para tratar de no demostrar su miedo. No la habían notado.«Desde cuando estaría escuchándolas, la maldita víbora, es tan silenciosa.»

—¿Qué haces aquí Annabella? — dijo fríamente. Anna dudó un momento en contestar pero respiró profundo para mantenerse serena .

—Estaba preguntándole a mi escolta personal porque desobedeció la orden directa de acompañarme en la...

—¿Tu escolta personal? —la interrumpió con tono burlón. Miró a Shell con detenimiento — ¿Es una broma?

—No, Katherine. No lo es. Y está autorizada por la Gran Sacerdotisa. Así que no tengo que darte explicaciones a ti. Me marcho ahora. Debo prepararme para la cena de gala de esta noche. No se me ha olvidado este compromiso, por si lo dudabas. Voy a comportarme al nivel de una Reina. — soltó con determinación. Miró a Shell y esta hizo una reverencia. Luego se marchó impetuosa impidiendo así que la Eritrians indagara más. Ya a solas, Katherine le dedicó una mirada fulminante a la sacerdotisa.

—Espero que entiendas cuál es tu prioridad, "escolta personal"... — dijo la última frase con un tono irónico.

Katherine se acercó amenazante, como si fuera una fiera a punto de atacar a su indefensa presa. Shell se estremeció, era inevitable el miedo que transmitía la presencia de la Eritrians cuando estaba molesta. Y sobre todo la fulminante mirada malévola de sus ojos azules.

— Si me entero de que le has contado a Annabella algo de la misión a la que vas a acudir, te juro que conocerás las profundidades de la Grieta de la Bruja. — espetó. La sacerdotisa tragó en seco pero le sostuvo la mirada con fuerza. Sabía perfectamente lo que significaban las palabras de Katherine, bien podría compararlas con la promesa de un viaje al infierno.

—Se perfectamente cuál es mi misión, señora — contestó con una determinación que casi ni se creía.

—Me alegro — concluyó. Se alejó entonces hasta la puerta con aire de suficiencia — Espero que sea verdad lo que dices. Porque últimamente he notado como estas, digamos... demasiado unida a Anna.

—Es mi Reina...

—Demasiado — insistió — Y sabes que... soy muy desconfiada. Y generalmente tengo razón cuando desconfío. Tendré los ojos puestos en las dos — sonrió con malicia. Shell la vio marcharse y apretó los puños con ira.

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