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♣6.La Biblioteca♣

Katherine colocó la llave en la cerradura mágica en forma de león y la giró lentamente. Elizabeth observó en silencio como a la figura se le encendieron los ojos en rojo y pareció gruñir antes de volverse a apagar, entonces la puerta se abrió con un chirrido metálico solo unos pocos centímetros mostrando una densa oscuridad.

Una extraña ráfaga de viento frío les llegó de lleno a ambas. Katherine empujó la puerta completamente y se adentró en la habitación seguida de Elizabeth. Los ojos de esta se movían de un lado a otro, llenos de curiosidad, pero la oscuridad era total.

Apenas habían dado dos pasos dentro de la cámara cuando la puerta se cerró con un estruendo tras de ellas envolviéndolas en una especie de misterio. Elizabeth se sobresaltó con la sorpresa. Katherine continuaba imperturbable.

De pronto comenzaron a encenderse uno tras otro, los pequeños faroles que colgaban del alto techo, iluminando con una extraña luz azulada los largos corredores entre cada uno de los estantes de madera. Elizabeth contemplaba inquieta todo lo que alcanzaba su vista.

La habitación era extraordinaria. Los estantes de roble tallado sobrepasaban el doble de su tamaño, perfectamente alineados y se perdían en lo que parecían interminables pasillos. En el corredor que quedaba justo frente a la puerta, en medio de la sala, una gran mesa de madera oscura les dio la silenciosa bienvenida.

Dos bancos de la misma madera se extendían en sus laterales y lámparas de cobre con cristal repujado a lo largo de su centro, emitiendo la misma luz azulada pero en mayor intensidad que las que colgaban de los travesaños. Sobre aquella inmensa mesa se esparcían hojas de papel en blanco dentro de carpetas de cuero y algunos pergaminos. Había en el lado derecho un exquisito tintero de hierro esculpido que portaba tres plumas blancas y varias bases de madera para portar libros.

A la ensimismada reina no le quedó duda que el escritorio llevaba allí tanto tiempo como los mismos estantes, y que muchos de los inquilinos anteriores de la cabaña negra debieron haberla utilizado para estudio. Katherine se acercó a la mesa y se volteó hacia Elizabeth para hablarle.

—Necesito que me esperes aquí y por favor... no toques nada — dijo y no esperó respuesta. Siguió a lo largo de pasillo directamente a lo que buscaba.

Elizabeth la observó con los ojos muy abiertos. No quería perderse nada de lo que hacía ni un mínimo instante. Sentía mucho entusiasmo por dentro y la hacía suspirar ansiosa. Explorar aquella habitación de seguro sería maravilloso. Tantos libros, tantos objetos mágicos, tantos inventos de grandes hechiceros de la antigua HavensBirds.

Entre la media luz no distinguía muy bien a Katherine, pero supo que abrió una especie de baúl y sacó de él un pesado libro. «Que se traía entre manos la Eritrians» No dejaba de inquietarla. La vio acercarse de nuevo a la mesa y sentarse en silencio al tiempo en que colocaba sobre esta el inmenso libro que traía en sus manos.

Elizabeth dio un paso involuntario hacia ella, impulsada por su excitada curiosidad. Miró detenidamente el libro. Era muy grande y grueso y sin dudas muy, muy antiguo. La cubierta era de cuero oscuro trabajado con dibujos míticos y símbolos extraños. Tenía tres cerraduras de cobre brillante que se unían al centro con una pequeña piedra refulgente de energía propia, la luz centellaba en tonos morados. En el borde inferior había una descripción en lenguaje antiguo que Elizabeth no pudo descifrar muy bien, pero que estaba segura de haberla visto en los escritos de los ancestros que había estudiado.

—¿Qué es eso? — preguntó. Katherine suspiró antes de responder.

—Es el Libro Obscuro de Havens — Elizabeth abrió los ojos como platos, la conmoción ante aquel ejemplar literario le hizo saltar el corazón.

Era el libro que contaba todos los secretos mágicos y míticos de HavensBirds, no podía creerlo. Desde el inicio. Desde que la diosa Ha entregara a la Isla la Piedra Mágica todo estaba escrito ahí, todo lo bueno y todo lo malo, toda la verdad y toda la leyenda. El Concilio le había nombrado, igual que a la piedra Corazón, con el apellido de su protector por siglos, Geral de Havens; el más grande y poderoso Hechicero de esta tierra, el hacedor de sortilegios, el erudito de conocimientos, el mismo que escribió de su puño y letra este libro que tenía ahora delante de sí, que jamás imaginó poder ver y que en sí mismo, era una leyenda.

—¡No puede ser!— exclamó. No pudo evitar la emoción por aquel privilegio. Katherine la miró e hizo una mueca ante la cara estupefacta de Elizabeth.

—No es tan extraordinario como cuentan las leyendas — la reina le hizo un mohín en desacuerdo. Katherine insistió en restarle importancia. El hecho de que no ocultara muy bien la intranquilidad que la sobrecogía y que incluso la había llevado a permitirle a ella entrar en la "Biblioteca" tenía que tratar de borrarlo de alguna manera — Pero tiene muchas referencias a cosas especiales de HavensBirds y siempre resulta de mucha utilidad a la hora de consultar alguna duda...

—¿Qué es lo que quieres encontrar en él? — preguntó intrigosa

—Quiero encontrar que significa la marca en tu muñeca — Katherine se estiró y tomó una de las plumas del tintero. Limpió la punta en una hoja de papel — Dame tu mano.

—¿Para qué? — preguntó recelosa.

—Dame tu mano Elizabeth, no te la cortaré, ¡por la Diosa! — le tomó la mano más cercana bajo la mirada de protesta de Elizabeth. La volteó hacia arriba y en un segundo fugaz pinchó con fuerza el dedo índice de esta con la punta afilada de la pluma de ganso.

Elizabeth solo atinó hacer una mueca de dolor y se quedó petrificada. Observó callada como Katherine con su acostumbrada impavidez apretó la yema de su dedo hasta que la roja gota de sangre cayó sobre la extraña piedra del libro. Luego la soltó pero la curiosa reina no se movió de su posición. Contempló como la misteriosa piedra absorbía el fluido y centellaba en luches rojas para luego apagarse completamente.

Un segundo después las tres cerraduras de cobre de la cubierta del libro se abrieron a la vez. Katherine se sentó pasmosamente y lo abrió al fin. La escritura era pequeña y pausada. Seguía siendo la extraña lengua de la inscripción de la cubierta.

En los bordes de cada hoja habían figuras dibujadas con la misma exactitud de las ilustraciones que descansaban entre los párrafos y algunas notas al pie de las imágenes, toda esa historia y esa sensación de miles de almas que a través de los tiempos lo habían estudiado y lo habían enriquecido con sus notas misteriosas hacía al mítico libro aún más extraordinario.

—¿Entonces? ¿Necesitas mi sangre? — dijo mientras oprimía con sus labios el dedo para cortar la salida de sangre.

—Necesito la sangre de una reina, y si por supuesto, tú lo eres.

—¿Entonces como pueden leerlos otros cuando no tienes una reina cerca?

—No pueden... o mejor dicho, no deben. Lo hace solo la reina. De todas maneras hace muchos años que no se consulta. Además el Concilio posee sangre real de reserva. Solo que no tengo el frasco especial conmigo.

—Oh, qué asco me da el Concilio. Todo es una manipulación. No se supone que debe ser solo la reina... — Katherine la miró severamente.

—Y mientras... Si es necesario...

—Siempre es necesario...

—Puedes sentarte y dejarme un poco de privacidad, por favor — la interrumpió con tono seco y algo molesto.

—Quiero ver también... — protestó

—Ni siquiera entiendes la escritura.

—Si entiendo algunas palabras. Es la misma lengua de Lukeenn El Bardo. La he aprendido estudiando todos sus libros...

—Ese solo escribe cuentos — la interrumpió otra vez, despectivamente — Necesito estar muy concentrada, o me llevará demasiado tiempo. ¿Por favor? — la miró y Elizabeth se cruzó de brazos — Te permitiré que tomes libros de las estanterías. Solo no toques los objetos. Algunos son peligrosos — la chantajeó como a una niña y Elizabeth sacudió la cabeza dándose por vencida al ver a Katherine volverse sobre el libro y comenzar a hojearlo lentamente.

Sin esperar más, se movió despacio arrastrando el dedo sobre los lomos de los gruesos libros en el anaquel más cercano sin interés en alguno. Intentaba ver sobre el hombro de Katherine pero no alcanzaba a vislumbrar ninguna de las páginas. Terminó en el extremo del librero y se quedó un momento observando el estante continuo.Tenía que dar unos pasos para llegar a él y esto la alejaba bastante de la mesa iluminada.

Miró otra vez a Katherine que la ignoró por completo absorta en su lectura. Se rindió y decidió entonces seguir por el largo pasillo. Repasó cada mueble con sumo cuidado. Los ojos le brillaban de la emoción. Cuantos libros, cuantos objetos tan extremadamente extraños y maravillosos a la vez. Tantas cosas podría aprender allí. Tantas cosas que se le serían negadas.

Tragó saliva para que no se formara el nudo en su garganta. Volvió a pesarle la tristeza en su pecho. Sería la única y última vez que pudiera estar en aquella habitación. Se quedó por un instante sumida en el agobio que volvía a humedecerle los ojos.

Había dejado que la curiosidad del momento bloqueara el hecho de que estaba en el largo pasillo del condenado a muerte. Porque así era como se sentía, como un condenado. Lloró mucho en la noche, mucho, cuando se quedó sola en el salón. Había pequeños instantes en que simplemente su mente se negaba a aceptar la idea, y el llanto pasaba de ser doloroso, a ser de pura impotencia. Pero en el fondo solo quedaba tristeza, amarga y oscura.

Tristeza a veces disfrazaba de resignación, pero igual dolía no poder hacer nada por sus hermanas, no poder hacer nada por vivir. Destinada a morir por sus propias manos en una fría losa de absurdo y arcaico ritual. Era un suicidio del alma.

El destello de luz le llegó de soslayo. Por un instante pensó que era causa de su imaginación cargada, pero el tintineante reflejo verde volvió a brillar en el rincón más oscuro del aparador justo detrás de donde estaba parada. Dudó un segundo pero el parpadeo luminoso se repitió. Frunció ligeramente el ceño y miró a Katherine que continuaba sumida en su lectura. Suspiró decidida y bordeó el alto librero para llegar al siguiente pasillo.

No sabía por qué pero las lámparas del techo, en aquella parte, no iluminaban lo suficiente y le costaba identificar claramente la decena de objetos frente a ella. La multitud de espadas, yelmos, esferas raras, bolsos, maquinarias con engranajes cruzados, todo se hacía una montaña en cada espacio.
Siguió los destellos verdosos que ahora se repitieron más seguidos, más intensos. Elizabeth se detuvo frente al cofre pequeño y ambarino, trabajado artesanalmente, de donde provenía aquel misterio luminoso. Por la finísima rendija entre la tapa y el cuerpo se escapaba la fulgente luz verde. Lo tocó y pareció vibrar antes de apagarse totalmente al contacto de sus dedos. Dudosa repasó la cerradura en forma de serpientes entrelazadas.

—¿Cómo se....? — un ruido seco la hizo sobresaltarse. Miró a su lado y descubrió sorprendida unos libros caídos de forma misteriosa, a unos pasos de ella. Miró en rededor, todo permanecía impasible. Pero sentía como si una presencia invisible se moviera entre los semioscuros y enormes libreros.

Se encogió de hombros despreocupada, estaba dentro de la habitación con más magia contenida de toda la región, era normal que la inquietase. Se agachó para recoger los libros y devolverlos a su lugar cuando un chirrido metálico la hizo volver la vista hacia los pisos más elevados del estante. Un pesado engranaje que simulaba el sistema solar comenzó a moverse sobre su eje de cobre.

Elizabeth ya había visto la imagen de las estrellas en libros de estudiosos de Continente. Los sabios del Concilio habían aprendido la astrología y la desarrollaban mezclando la ciencia con la magia y esparciéndola por cada lugar. Se había vuelto muy famosa por todo HavensBirds.

Lo que la sobrecogió de gran manera fue que aquel artefacto comenzara a moverse sin ninguna fuerza mecánica que lo impulsara. Recogió los libros y los colocó en su lugar. Luego arrastró la escalera de madera que prendía de unos rodillos y comenzó a subir por ella hasta la altura del Planetario. Al llegar frente a él este se detuvo abruptamente. Elizabeth empezó a asustarse, sintió una brisa helada que le puso los pelos de punta en la nuca.

El ligero aire no sabía de dónde le llegaba en una habitación hermética pero parecía susurrarle. Desde aquella altura notó como el cofre pisos abajo comenzó a parpadear su luz verde nuevamente. Los libros volvieron a caer y el ruido hizo que sus latidos se aceleraran. Se quedó mirando el planetario frente a su cara esperando en suspenso que volviera a moverse siguiendo el orden anterior y esa tensión se acrecentó con el sonido de los alterados latidos de su corazón, pero no se movió, ni ella ni el objeto.

—¡Elizabeth! — el grito de Katherine la sobresaltó teniendo que aferrarse a la escalera para evitar caer — ¿Se puede saber que haces ahí? — no contestó, suspiró y comenzó a descender. Llegó junto a Katherine justo cuando esta terminaba de colocar los libros caídos en su lugar. Miró sobre el hombro de la Eritrians y observó el cofre apagado nuevamente.

—Lo siento. Me entretuve...

— Salgamos de aquí ya — la interrumpió

—¿Qué has encontrado en el Libro?

— Nada — contestó muy rápido y evitó el contacto con la mirada de Elizabeth, suficiente para que esta supiera que le ocultaba algo y se lo hizo saber con una mueca. Respiró para no alterarse — Vamos, ha sido todo una pérdida de tiempo.

—¿Y qué pasará ahora?

—Esperemos que no tenga consecuencias — le dio la espalda y se alejó despacio hacia la salida.

Elizabeth corrió la escalera para colocarla en el mismo lugar donde estaba al principio con una mueca de desgano. Al soltarla algo cayó de lo más alto del armario, justo desde el planetario, haciéndola dar un paso atrás. Se quedó muy quieta, delante de ella sobre el suelo de losa había una carpeta de cuero pintado de verde, con el sello real de círculos dorados que le era tan familiar. El Sello de la Reina, su madre.

—¡Elizabeth vámonos ya! — la voz de Katherine le llegó con impaciencia desde el umbral de la puerta. Elizabeth se apresuró y tomó la carpeta atada en los bordes escondiéndola bajo la falda de su vestido para luego salir a toda prisa.

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Las primeras sombras del ocaso se dispersaban entre el paisaje cuando la caravana del concilio vislumbró en la lejanía las luces de la ciudad de Woodville. Dentro del carruaje Marina y Annabella casi no se habían dicho palabra alguna en todo el trayecto. Aún estaban indispuestas y sobre todo muy, muy nerviosas.

A sabiendas de que llegar a la Gran Casa naturalista no era uno de sus más importantes advenimientos, el suponer conocer a multitud de personas después de tanto tiempo y la algarabía que les había sido anunciada les provocaba una exaltación y confusión que las agobió.

Por momentos se habían dejado vencer por intervalos de llanto que aliviaba un tanto su ansiedad. Luego consolándose entre ellas se distraían mirando la inmensidad de comarcas y paisajes desconocidos hasta entonces por los que transitaban. Aunque Annabella sabía que muchas de las veces Marina lejos de mirar el paisaje se deleitaba en detallar las galanterías de Pierce de Eritrians, que las exageraba para ella, cabalgando al lado del coche.

—No dejo de pensar en Eli. ¿Estará bien, Anna? — Marina la miró con angustia. Annabella sintió ganas de volver a culparla pero no tenía caso y solo suspiró.

—Espero que sí.

—¿Crees que esta decisión de que se quede un tiempo más en la Cabaña tenga que ver con que Katherine haya descubierto que se aleja de nosotras en los paseos?

—Dijo que no era por eso. Además Katherine no tiene derecho a castigarla como si fuese una niña. Es una reina. Las tres lo somos. No tenemos que dejarnos manipular por el Concilio...

—Pero... el Concilio nos ayuda Anna. ¿Cómo gobernaremos solas...?

—Sabes qué, basta ya. No quiero escucharte — se molestó. Marina suspiró y cambió de postura pero estaba demasiado nerviosa para mantenerse callada.

—¿Cómo crees que será el recibimiento?

—No lo sé, Marina. ¡No sé nada! — le contestó de mala gana — Si Elizabeth estuviera aquí tal vez no sería tan agobiante. Pero como siempre no puedes mantener la boca cerrada.

— ¡Lo siento...!¡Deja de culparme! — alzó la voz que se quebró en un gemido.

Sentía que tal vez su indiscreción era la causante de su separación y esto le remordía la conciencia. Annabella se movió con intención de contestarle pero en ese justo momento Pierce se asomó por la ventanilla del coche y les sonrió.

—Hemos llegado sus Altezas — fue imposible evitar que ambas asomaran las cabezas entusiasmadas a cada lado del carruaje.

La muralla cubierta de ortigas que bordeaba la capital naturalista se erigía a unos metros solamente. Estaba esplendorosamente iluminada con bombillas circulares llenas de luz mágica multicolor. Los retumbes de tambores, flautines y oboes se escuchaban desde el otro lado del inmenso portón, dando un preámbulo de la efervescente fiesta de recibimiento a la altura del espíritu alborotador de los naturalistas.

Las reinas un poco temerosas, volvieron a escudarse tras las finas cortinas que cubrían las ventanillas justo cuando los cascos de los caballos taconeaban el suelo empedrado de la plaza central de Woodville. Marina miró a través del velo la muchedumbre que se agolpaba alrededor. Sus trajes de lujo llenos de colores vivos se mezclaban a la perfección con la algarabía que se deslumbraba en sus rostros.

A pesar de todo, las reinas no pudieron evitar sonreír contagiándose de esa emoción. El carro se detuvo frente a la escalinata de piedra en la entrada de la Gran Casa, el hogar de la familia que regía la comarca naturalista. Las hermanas se movieron inquietas en sus asientos, ansiosas por salir, pero debían esperar a que Pierce indicara y eso las ponía aún más nerviosas.

Siguieron observando con dificultad por las rendijas de las cortinas. La multitud se aglomeró a empujones entre sutiles y bruscos para obtener a la fuerza un lugar primordial para ver a las reinas.

Soldados de la Guardia Real con sus característicos atavíos de negro y plata, cercaron en semicírculo haciendo un espacio e impidiendo que el gentío se desbordara dominado por el entusiasmo. Pierce abrió la portezuela y se adentró sentándose al lado de Marina con pose solemne.

—Sus Altezas. Es todo un hervidero ahí fuera. Solo deseo recordarle lo que ha pedido Katherine...

—Las órdenes de Katherine. Si, ya sabemos — Annabella interrumpió con desgano.

—Pierce... — Marina le habló dulcemente provocando que Anna hiciera una mueca —¿No entiendo porque tenemos que evitar hablar de nuestra hermana Elizabeth?

—Marina tiene razón.

—¿No se lo ha pedido así su propia hermana? — Pierce contestó muy serio para evitar alargar el tema. Ambas se miraron y se encogieron de hombros ligeramente — Lo siento sus altezas pero hay muchas cosas que yo no puedo explicarles. Es mejor esperar a que Katherine vuelva. Ahora, por favor, regocijasen de su recibimiento — Pierce abrió la portezuela del coche con una reverencia, se apeó y las esperó con la mano extendida y sonriendo.

Las dos reinas pusieron los pies a la vez sobre el empedrado suelo a cada uno de los laterales del coche. Marina se apoyó en la mano extendida de Pierce sonriendo complacida y Annabella fue ayudada por el Comandante de La Guardia Real. Salieron completamente del carruaje con la gracia y elegancia innata de su realeza.

El coche se marchó y al desaparecer tras el lateral del palacete toda la plaza se inundó de un silencio total. Los radiantes vestidos, Anna de un azul mar y Marina de un rosa brillante, se movieron ligeramente mientras subían los primeros escalones que conducían a la entrada de la Gran Casa naturalista. Pierce y Antuan las escoltaban a ambos lados. Solo se escuchaban murmuraciones que no lograron ser discretas entre la muchedumbre.

La sorpresa de ver al fin a sus reinas había dejado deslumbrados a los presentes. Desde el más alborotador Naturalista, con sus trajes coloridos; hasta el más presuntuoso de los Envenenadores que habían llegado a tierras naturalistas, con sus trajes de etiqueta siempre oscuros, sus sombreros negros y sus bastones dorados, para no perderse el primer encuentro después de tantos años. Incluso las serenas y poderosas Sacerdotisas Elementales, brillando en sus túnicas adornadas, observaban desde lejos, conteniendo la emoción hacia su reina heredera.

De pronto, ambas reinas se detuvieron al unisono, dejando sorprendidos a sus escoltas un escalón por encima de ellas. Pierce miró a Annabella con una mezcla de asombro y miedo, esta le alzó una ceja desafiante y él no atinó a moverse.

Las dos herederas se miraron y sonrieron cómplices mientras se daban la vuelta de frente a sus súbditos. Pierce miró a Antuan que permanecía imperturbable, como una estatua, y luego dirigió la mirada hacia la cima de la escalera donde el Prior Naturalista junto a su familia y otros dignatarios los esperaban, tan inquietos y confundidos como él. Las reinas no dijeron una palabra, observaron las decenas de rostros que las miraban maravillados y expectantes.

Lentamente descendieron los dos escalones que las separaban y se detuvieron en el espacio que ocupó el carruaje un momento antes y que los guardias que acordonaban al público mantenían aún despejado, los mismos guardias que se miraron entre sí pasmados de tener a sus reinas tan cerca.

Annabella y Marina posaron su mano derecha, al mismo tiempo, sobre el corazón y con la otra dibujaron en el aire un semicírculo hasta detenerla en alto con los dedos índice y corazón extendidos, y la mantuvieron allí mientras sonríen alegremente. Era el tradicional saludo real, que tantos años llevaba HavensBirds añorando. La reacción en cadena no se hizo esperar. El público comenzó a aplaudir eufórico. Saltaron lágrimas de emoción y gritos de alabanza.

Las hermanas se miraron entusiasmadas ante la idolatría del pueblo para con ellas, todos mezclados, incluso las siempre ecuánimes sacerdotisas elementales aplaudían con gran fervor. Ambas suspiraron llenas de orgullo y terminaron el saludo, quedándose de pie en el mismo lugar mientras la efervescencia bulliciosa del momento se fue calmando de a poco, regresando un silencio lleno de expectación. Annabella se acercó a su hermana y le habló muy bajo.

—Démosle un espectáculo, Marina. Impresionemos. — le sugirió con complicidad

—¡No! Estás loca, Annabella — replicó. Su hermana le hizo una mueca y se separó unos pasos de ella.

Desde el día que dominó el fuego había estado inquieta por lucir su don en público, le ganaba su ego. Decidida a no perder la oportunidad se colocó en firme y comenzó a mover las manos y los brazos como si dibujase en el aire enmarañadas figuras. Con el movimiento su interior se revolucionó y sintió el torrente en las venas. De pronto y ante la mirada atónita de Marina y los presentes, comenzaron a deslumbrarse pequeños y zigzagueantes destellos de fuego escapando de los dedos de la reina elemental.

Su cabello empezó a moverse con una brisa que solo la afectaba a ella, salía de su interior al igual que la fuerza que hacía más brillantes los hilos de luz. Murmullos de asombro total comenzaron a correr por el público que la miraba sin pestañear, no queriendo perderse nada. Todos, incluyendo los altos mandatarios naturalistas estaban boquiabiertos ante la elemental y el aura de fuego que la cubría. Annabella sonrió vanidosa y apuntó ambas manos hacia las antorchas que bordeaban la entrada, dirigiendo toda su fuerza hacia las llamas en ellas. En un instante todas como si estuviesen conectadas, dispararon columnas de fuego perfectamente alineadas hacia el firmamento. La muchedumbre gritó eufórica.

Annabella sintió el peso del esfuerzo pero no se detuvo. La gente la alababa y cantaba vítores, aquello la emocionaba demasiado. Movió las manos y desprendió de las columnas de fuego varias ráfagas que fueron danzando sobre las cabezas de los presentes, que se agacharon entre asustados y asombrados. Aquellas ráfagas de fuego vivo, se movían de un lado a otro siguiendo el mismo ritmo de las manos de Anna. Se transformaban en hermosas figuras rojas y naranjas, dibujos de leones, guerreros y dragones que se combinaban y cambiaban automáticamente a cada chasquido de los dedos de ella, un esplendoroso espectáculo de su dominio.

De pronto dio unas palmadas y el fuego volador desapareció en un instante ante su orden silenciosa. Las llamas obedecían como si fuesen un entrenado cachorro, dejando un mínimo rastro de partículas en el cielo. Las antorchas volvieron a la normalidad.

Por un momento Annabella se sintió mareada, tuvo que cerrar los ojos para no tambalearse y calmar el pitido intenso en sus oídos. Los volvió a abrir y el exaltado público aplaudía sin cesar. Recorrió con la vista las caras arrebatadas y eufóricas de todos los presentes.

La vista fue aclarándose poco a poco. Había ido demasiado lejos sin prepararse aún, controlar el fuego la dejaba cansada, el cuerpo le pesó como si fuese de plomo. Pero se había dejado llevar por la contagiosa algarabía. La gente comenzó a saltar y gritar alabanzas fueras de sí por la excitación. Los guardias tuvieron que hacer fuerza para impedir que la muchedumbre perdiera el control.

Al ver que su hermana no se movía ante la ya un poco alarmante inquietud del público Marina se acercó a ella y la tomó por el codo para que la mirase. Annabella perdió un poco el equilibrio con el agarre de su hermana y Marina tuvo que apretarle el brazo, asustandose.

—Anna, has perdido completamente la cabeza — le regañó por lo bajo. Su hermana no contestó tratando de recuperarse completamente — ¡Oh por la diosa!,... Anna, estas sangrando... — la voz de Marina era de puro pavor. Anna la miró y notó los ojos muy abiertos y aterrados. Se llevó la mano a su nariz por donde salía un hilo de sangre. La limpió rápidamente.

—Estoy bien no te preocupes — contestó serena insistiendo en calmar a su hermana

—¡¿Bien?! Pero... — exclamó nerviosa. Pierce la interrumpió llegando hasta ellas.

—Reina Annabella ha sido una maravillosa exhibición, pero me temo que no debemos demorarnos más aquí. Evitemos que la euforia del público se vaya de nuestras manos — dijo algo asustado asustado. Tomó a ambas de las manos para ayudarlas a subir. Dieron la espalda para retirarse ante el feliz público que seguía gritando vítores y reanudaba la música estridente. De pronto una voz fuerte se hizo escuchar sobre todo el ruido de fondo.

—¡Y la reina Marina, no muestra su don! — todo el mundo se calló de repente. Nadie supo de dónde había salido el comentario pero se quedaron mirando hacia ellas con curiosidad. La música continuó pero un poco más baja dándole más tensión al momento de por si expectante. Pierce miró a ambas reinas con los ojos muy abiertos.

—Yo explicaré... — intervino. Annabella lo interrumpió posando la mano sobre su brazo y miró a la muy asustada Marina con su característica mirada profunda.

—No hace falta que lo hagas Pierce. Haz una demostración hermana, se que puedes. Deslúmbralos — dijo y sonrió con confianza

—Que dices Anna. Me tiemblan las piernas

—Que es lo que siempre dice Elizabeth: «Somos poderosas... somos reinas.» — le apretó la mano que aún sostenía entre la suya. Marina respiró profundo tratando de inundarse de la seguridad que le transfería su hermana.

Se volteó al fin y se acercó a la multitud. Annabella la observó con orgullo desde el escalón al lado de Pierce. Ya recuperada de su fatiga se desprendió del brazo de él con altivez. Este la miró y se limpió el sudor de su frente, nervioso.

Marina no se movió. Todos aquellos pares de ojos estaban fijos sobre ella. El murmullo era casi más ensordecedor que el escándalo de antes. La música continuó pero no la tranquilizaba en absoluto. Las piernas le temblaban visiblemente y temió por momentos perder el equilibrio. Apretó las manos y sintió el sudor en ellas. Siempre había usado su don en la soledad del bosque, concentrada solo en el sonido de las aves.

Cerró los ojos y a su mente vinieron las palabras de su hermana Elizabeth:«...Tú eres poderosa pequeña Marina, solo escucha tu interior». Los agitados latidos de su corazón se agolparon en sus oídos. Continuó recordando la voz de Elizabeth, la calmaba increíblemente. Desde su interior surgió entonces una corriente de energía que la recorrió como el agua por un río revuelto.

Abrió los ojos y miró a su alrededor. Cerca de la escalinata descubrió varios canteros que por la tierra movida supo que estaban acabados de sembrar. Se acercó a uno de ellos y posó su mano sobre la húmeda hojarasca. Volvió a cerrar los ojos y la mano le tembló bastante mientras la enterraba en el suelo.

La tierra empezó a moverse tempestuosamente. Se abrió una grieta y emergió de ella una planta, que siguió creciendo como si el tiempo corriese más veloz. La planta se desarrollaba a cámara rápida, creció y creció, hasta convertirse en árbol, algo que naturalmente debía suceder después de varios años. Y allí, solo en un segundo, el hermoso manzano alcanzó su madurez y se cubrió de flores que se convirtieron en rojas manzanas en un parpadear, ante la mirada alucinada de los presentes. Marina movió entonces las manos en el aire y una bandada de pájaros cantores apareció de la nada en medio de la noche, sobrepasando las cabezas de la multitud para posarse en las ramas del nuevo árbol.

El gentío perdió la lucidez otra vez. Los gritos se alzaron seguidos por la estrepitosa música. La gente comenzó a bailar y dar vítores a las reinas como si no tuvieran cordura. Marina volvió hasta donde su hermana que la esperaba sonriendo. Se sacudió los restos de tierra de sus manos antes de que Annabella las tomara entre las suyas.

Marina suspiró más tranquila al contacto, ambas miraron hacia los altos mandos naturalistas y otros invitados que se aguantaban la emoción en lo alto de la escalera. Subieron al fin, risueñas, seguidas de Pierce que las miraba en silencio, recuperándose del susto.

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Elizabeth movió con desgano las legumbres deliciosamente preparadas por Genovieves que descansaban en el plato frente a ella. No quiso bajar y la Nana le llevó a su cama la bandeja de plata con la cena. El cuarto estaba en total silencio y la soledad le imprimió un frío que le heló hasta los huesos.

Miró hacia el gran ventanal donde las cimas del Mediodor brillaban plateadas bajo la gigante luna llena. A pesar de la cálida luz de las velas semiderretidas en los altos candelabros de la habitación, la fría luz lunar alumbraba lúgubre las vacías camas de sus hermanas. Sintió un nudo en la garganta. La tristeza le pesaba en el pecho como un bloque de piedra que la sofocaba. Se asomaron a sus ojos las lágrimas pero las detuvo secándolas con el dorso de su mano para no permitir que el llanto la dominara una vez más. Los pasos cansados de Genovieves traquetearon en la escalera y su figura robusta apareció en el rellano con rostro acongojado.

—Elizabeth... por favor. Tienes que comer algo. Has pasado todo el día solo con unas cuantas tazas de té en tu estómago — Elizabeth alzó la cabeza para mirarla pero no contestó — Entiendo como... como debes sentirte... quieres que te... — Elizabeth la interrumpió volteando la cara bruscamente y levantando la mano.

—Por favor nana, quiero estar sola. De verdad. ¿Puedes complacerme...? — le dijo sin ganas. Genovieves suspiró y asentó convencida. Dio media vuelta y volvió a desaparecer. Elizabeth agudizó el oído hasta escuchar el sonido de la puerta de la alcoba de Genovieves cerrarse. Puso cuidadosamente la bandeja sobre la mesa de noche y se bajó de la cama, descalza para no hacer sonar los tablones del suelo.

Caminó casi en punta de pie hasta la cama de Annabella y levantó el colchón por una de las esquinas. Sacó de debajo de este la carpeta verde con el sello de su madre que se llevó escondida en su vestido cuando visitó la "Biblioteca". Se sentó sobre la propia cama de Anna y colocó solemnemente la carpeta delante de ella.

Las lágrimas volvieron a asomarse a sus ojos pugnando por desatar un llanto que al menos liberara el peso de su desolación. Acarició nostálgica las marcas en espiral repujadas en el cuero, que conformaban el escudo real y que representaban el reinado de su madre.

Rompió en llanto al fin, liberando todo el agobio contenido. Se llevó una mano a la boca para hacer que los sollozos no fueran sonoros. Le ardía la garganta y presionó la carpeta contra su pecho para calmar la impotencia que le desgarraba. Se sentía como una niña que añoraba el abrazo de su madre, se sentía herida y abandonada.

Después de unos minutos el llanto dio tregua. Inhaló profundo para recuperar el aliento. Colocó nuevamente la carpeta, que hasta ahora mantenía abrazada, sobre la cama y la acarició antes de desatar los pequeños cordones para abrirla al fin.

Encontró dentro varios papeles doblados, algunos con los sellos oficiales que lo identificaban como decretos añejados y manchados. También había cartas y sobres diversos. Volvió a tragar en seco, estaba tocando recuerdos que su propia madre había colocado allí tantos años atrás.

Comenzó a explorar entre los papeles y se le estrujó el corazón. Descubrió dibujos de su propia autoría infantil enmarañados de flores y aves, dedicados a su madre. Abrió uno de los sobres, dentro había varios retratos perfectamente pintados por el entonces retratista de palacio.

Se sonrió al recordar al flacucho hombre de bigote puntiagudo y pantalones de colores que tanto se exasperaba ante las inquietas princesitas cuando tenía el mandato de retratarlas al óleo. A su madre le encantaba encargarles retratos y más retratos familiares, no solo los oficiales de inmensos marcos que aún adornaban los salones del SkyHall, sino aquellas pequeñas pinturas que guardaba consigo, que capturaban cada instante íntimo, los instantes muy suyos como los que observaba en aquellos retratos, cuando corrían en los jardines, cuando dormían, cuando reían en los días en que acampaban en las praderas naturalistas. Elizabeth se detuvo en uno de ellos, ahogando un suspiro.

En aquel retrato estaba también su padre, casi no lo recordaba, pero estaba allí sonriente, con las mellizas recién nacidas en sus brazos. Su padre había muerto años antes que su madre y casi no se hablaba dl en todo el reino, al fin y al cabo era solo el Rey Consorte, y aunque su casta era una de las más importantes de la región norte de la Ciudad de Eritrians, para HavensBirds no era nada más que el compañero de su reina.

Sería reconfortante molestar a Katherine con preguntas sobre su padre, sobre el pasado. Katherine era reacia en demasía a hurgar en estos temas y saber lo indispuesta que se pondría le daba a Elizabeth un atisbo de regocijo entre todo su desaliento. Sonrió pensando en esta idea. Lugo comenzó a guardar cada cosa, en la carpeta poco a poco. Dejó para si los pergaminos con los versos a medio hacer que su madre escribía en sus pocos momentos de ocio y que a ella le encantaba escuchar antes de dormir, recitados en su melodiosa voz.

Acomodó los retratos con cuidado para que la pintura no se deteriorara más por el tiempo, pero se detuvo al notar algo raro. El fondo de la carpeta estaba más abultado que su portada y al observarlo detenidamente descubrió un pequeño roto en una de sus esquinas. Trató de abrirlo con la punta de los dedos pero le costaba demasiado trabajo. Miró a su alrededor y sobre la mesita de noche de Annabella notó una de sus afiladas peinetas, de las que siempre Marina se quejaba diciendo que parecían más un arma que un adorno para el cabello. Sonrió ante el fugaz recuerdo de sus hermanas mientras la tomaba y comenzó a despegar el doble fondo de la carpeta. Al lograr abrirlo descubrió un sobre y lo sacó de inmediato.

Lo miró con el ceño fruncido, «¿Porqué su madre tendría un compartimiento oculto en su carpeta del diario?» Por un instante sintió vergüenza al estar husmeando en las cosas íntimas de su madre pero de igual manera continuó abriendo el sobre como si fuera impulsada por una fuerza superior incluso a su curiosidad. Sacó de él varias cartas con una letra hermosa que no conocía, otras si llevaban la indiscutible letra de la Reina, aquella la recordaba perfectamente. En el fondo del grupo de hojas descubrió entonces otro sobre pequeño. Frenó otra vez su pesquisa y lo miro detenidamente. La esquina del sobre estaba adornada con un corazón de flores y dos iniciales: "J.S". Dudó por un segundo intrigada pero lo abrió de todas formas.

Dentro había un retrato de colores que se mantenían vivos como si estuviese acabado de hacer. En él había una hermosa mujer. Elizabeth no tardó en reconocer la imagen de su madre, unos años más joven, recostada sobre un largo diván, semidesnuda y sonriente, con la mirada lánguida y cómplice sin dudas hacia su dibujante. Pero no fue descubrir a su madre en aquella imagen tan sensual e íntima, y seguramente secreta, lo que la dejó petrificada y sin respiración.

—El cabello... ella... — balbuceó en alta voz, involuntariamente. Soltó el retrato como si le quemase. Se llevó una mano sobre su boca como si pudiera esconder el asombro. Sintió un estremecimiento. En aquella pintura su madre tenía el hermoso cabello suelto en bucles como casi siempre lo llevaba... pero su color era rubio, «era rubio brillante» — ¡No puede ser...! — habló consigo misma tratando de salir de su perturbación, de entender lo que se atrevía a imaginar — Tiene que ser una equivocación del pintor... — justificó sin efecto. Volteó la foto para descubrir sin temor a dudar, la misma letra cuidada de las cartas anteriores. Leyó en voz alta — «Extraño y anhelo a la verdadera Aleene, a mi reina, a mi amor, a la que tanto amo desde mi distancia y mi silencio. A esta que me sonreía en esta inolvidable noche y en tantas otras más. Esta que ya no eres, que ya no te dejan ser. J.S»... ¿J.S? ¿Quién eres? — Elizabeth tragó saliva para aliviar el nudo en su garganta.

La revelación la había dejado atónita pero a la vez emocionada y temerosa. Su madre tal vez era aquella extraña mujer que había soñado, con tanto poder, «pero porque  era su roro el que terminaba en su sueño». Todo era muy confuso. «¿Y el cabello?». Recordaba a su madre con el cabello castaño igual al de ella siempre, pero aquí era tan dorado como el sol, nadie en la isla tenía el cabello así.

Se miró un instante en el espejo colgado frente a las camas y se acarició un mechón tratando de calmar el torbellino en su interior

—«... que no te dejan ser» — repitió las palabras como si tratase de razonar lo que significaban. De pronto la invadió un sobresalto, como una señal. Se puso de pie y terminó de guardar todo en la carpeta atándola al final.

Bajó muy despacio la escalera y avanzó por el corredor hacia la cocina. Se detuvo un segundo frente a la puerta de la "Biblioteca" y suspiró. Luego dio otro paso hasta la puerta de la alcoba de Genovieves y pegó el oído. Los leves ronquidos de la nana le informaron que estaba dormida profundamente «pero no había que correr riesgos,» pensó. Siguió hasta la cocina y sin perder tiempo registró los cajones con el menor ruido que pudo lograr.

Después de vaciar cuencos y pozuelos reunió sobre la mesa algunas semillas y yerbas secas. «No seré una poseedora del don de los Envenenadores, según Katherine, pero se me dan muy bien las pociones». Se quedó un instante meditando su reflexión anterior.

En estos últimos minutos no sabía muy bien porque, pero algo nuevo le latía en el pecho, una reacción, una energía poderosa y extraña, una luz, algo que le parecía haber estado oculto hasta ese momento y solo pensar en Katherine, reprimiéndola siempre, menospreciándola siempre, le molestaba sobremanera y la desataba aún más.

Movió la cabeza para alejarse de sus pensamientos. En un cuenco de madera vacío empezó a mezclar varios de los ingredientes y los aplastó con el mortero, con extrema suavidad. Luego tomó una de las velas con la llama casi adormecida y la puso sobre el cuenco.

—Docsimu, ensonno, drum... — pronunció concentrada el hechizo y prendió la mezcla en el cuenco. La llama se extinguió de inmediato y solo quedó un humo perfumado que se desprendía de las cenizas oscuras.

Con paso cuidadoso pero rápido, cubriéndose la nariz y la boca con un pañuelo, se deslizó hasta el cuarto de Genovieves. Se acercó a la pequeña mesa de hierro junto a la cabecera de la cama donde dormía la nana plácidamente y colocó el cuenco. Esperó paciente unos minutos a que el humo se expandiera por la pequeña habitación. Genovieves se movió en la cama y por un instante Elizabeth pensó que había fallado su hechizo, pero al ver a la mujer voltearse y quedarse boca arriba roncando profundamente descartó esta posibilidad. Sonrió y con mucho cuidado desprendió de su cuello la llave dorada. Salió velozmente y llegó frente a la ya conocida cerradura de león. Introdujo la llave y la giró.

La mágica cerradura hizo la misma operación de esa mañana y la puerta se abrió. Elizabeth entró e inmediatamente las lámparas azules se encendieron cuando la puerta se cerró detrás de ella. No había pensado muy bien qué es lo que iba a hacer. Se había dejado llevar por esa energía que la inundaba y actuaba completamente por impulso. Respiró un minuto, ordenando sus ideas. Miró la mesa de estudio en el centro de la mágica habitación y lo descubrió allí como una señal del destino. Katherine lo había dejado sobre el pedestal de lectura. Se acercó a él. «El Libro Obscuro de Havens. El libro de los secretos.»

— Perfecto... — tomó la pluma del tintero y se pinchó el dedo pulgar. Dejó caer la roja gota sobre la extraña piedra de la cubierta del libro y después de un instante las cerraduras de cobre se abrieron. Elizabeth sintió que le temblaba todo el cuerpo pero la fuerza interior no la dejaba ni siquiera pensar razonablemente en lo que hacía.

Abrió el libro y comenzó a hojearlo con algo de impaciencia. Se detuvo y volvió a respirar. Tenía que calmarse o no tendría sentido perder el tiempo. Se sentó y siguió pasando cada hoja del enorme ejemplar. Transcurrieron minutos que parecieron horas.

Elizabeth empezó a decepcionarse página tras página. En otro momento se hubiera deleitado leyendo y traduciendo cada mística historia de aquel ejemplar pero ahora era impetuoso encontrar solo lo que le había alborotado todo su ser. De repente y como si se cumpliera su deseo, la imagen apareció al voltear la página. Había una figura de una mujer con el cabello rubio brillante y un fuego azul sobre las palmas de sus manos. Elizabeth se estremeció, la pintura no tenía un rostro definido pero recordó claramente su propia cara en una imagen similar de ensueño.

Apremiada y con el corazón desbocado en su pecho comenzó a leer bajo la imagen. Estaba muy nerviosa y su mente le jugó una mala pasada, se confundía con los caracteres enredados. Recordaba vagamente lo aprendido de aquella lengua de los ancianos. La excitación y el propio miedo la desconcentraban y las manos le temblaban incontrolablemente. Las palabras se le descubrían entremezcladas y en la confusión no le encontraba ningún sentido.

—Seres... raros, únicos, escasos... solo reinas... mucho poder... híbridos... — balbuceaba. — ¿Qué es esto?¡¿Qué es esto!?... — exclamó. Golpeó el libro desesperada de impotencia. Cerró los ojos y respiró profundo. Tenía que calmarse o no solucionaría nada. Su corazón latió con fuerza, sintió el sonido como un tambor retumbando en sus oídos. Y esa energía, la indescifrable energía que la sobrecogía, inundó su interior otra vez, y todo aquello que sentía, lejos de agobiarle, la llenaban de una rara satisfacción.

Imágenes en retrospectiva comenzaron a sucederse tras sus párpados cerrados, como si estuviese en un sueño, un sueño que iba narrando en un orden peculiar sus recuerdos. Un orden que iba atando los cabos: El instante de luz hace 12 años que no sabía describir, la ruptura en la relación con Katherine desde aquel día, la tensión que siempre existía entre ellas, las miradas manipuladoras y las intrigas de la gran Eritrians, la foto descubierta de su madre con aquel color de cabello, su sueño de ella misma como la imagen en el libro.« ¡Por la Diosa!» Se reclinó en la silla de madera. Abrió los ojos y escapó de ellos una lágrima. Un destello había traído la conclusión a su mente. Miró nuevamente el libro y acarició involuntariamente la extraña ilustración.

Súbitamente, el silencio fue roto por un tintineo metálico ya conocido. Se puso de pie aun temblando por la alteración y llegó al estante lejano donde ya había estado antes. El planetario giraba sobre su eje demasiado veloz y la caja oscura resplandecía nuevamente con su luz verde. Elizabeth esta vez no dudó, la tomó en sus manos. En el mismo instante en que la tocó todo quedó nuevamente en una inmensa quietud. Volvió a la mesa y examinó el cofre bajo la luz más clara. Las serpientes entrelazadas sellaban fuertemente la tapa. La miró con el ceño fruncido tratando de idear alguna forma de lograr abrirlo.

Observó su alrededor sin encontrar nada que creyera útil. De repente notó la pluma sobre la mesa y sin pensarlo dos veces la tomó. Aquella habitación rebosaba de magia, magia que reaccionaba a ella, y ella era una Reina. De algo tenía que servir aquella conexión. A partir de aquel momento no estaba totalmente segura, pero podría ser ella una de las reinas más poderosas que registraba el Libro Obscuro, así que no creía imposible nada de lo que surgía entre sus ideas un tanto estruendosas y aterradas en ese momento.

Sin preámbulo se pinchó el dedo quejándose al lastimarse el aún enrojecido pinchazo anterior. Dejó caer una gota sobre la cabeza de una de las serpientes con tanta expectativa que casi cayó fuera de la tapa. Pero nada ocurrió. Resopló resignada. Tomó el cofre bajo su brazo y volvió junto al libro otra vez. Rápidamente arrancó varias páginas incluida la de la imagen de la mujer de cabellos brillantes.

En aquel instante no podía perder el tiempo, pero definitivamente llegaría al fondo de todo aquello. Salió de la "Biblioteca" y subió velozmente la escalera de hierro hacia su aposento. Sin detenerse ni un momento, sacó del armario una gran bolsa de cuero que Annabella trajese una vez del Templo. Luego fue hasta el baúl de trastos de esta y sacó dos túnicas de sacerdotisas un poco gastadas que Anna ya había desechado allí. También tomó unos pantalones de cuero y unas chamarras ajustadas con ojetes y cordones dorados, de los que usaban en sus entrenamientos, «ropas de guerrera» como decía Genovieves.

Rebuscó más al fondo y eligió dos camisones blancos y una toga negra gastada con una amplia capucha que le cubriría toda la cabeza. Luego tomó de la gaveta al lado de su cama unos pergaminos en blanco y unos lápices de carbón. Tomó la peineta de Annabella y la miró un segundo con nostalgia. Metió todo en la bolsa junto al cofre, las páginas y la carpeta de su madre. Tenía que vestirse lo más ordinario que podía si quería lograr escapar.

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