♣3.La mujer de los labios rojos♣
Las primeras luces del alba se asomaban justo cuando la barcaza del Concilio tocó la costa de la Isla de Delfeos en las Tierras Bajas. Algunos hombres de la tripulación bajaron y acomodaron las amarras para fijarla al decrépito muelle. Katherine se asomó a proa para observar la cumbre de la única montaña que conformaba casi toda la Isla y donde descansaba el templo construido en piedra similar a otras construcciones de las que habían conocido que existían en tierras lejanas y que adoraban a dioses similares.
Dentro de este vivían los descendientes del Don Puro de la Clarividencia, el Oráculo de HavensBirds. Aunque se consideró siempre un don puro, sus propios herederos decidieron vivir al otro lado del Mediodor, lo más lejos de la sombra del Concilio que pudieron conseguir. Su gran maestro prohibía el contacto con otros habitantes sin debida autorización. Eran bastante recelosos con los suyos y con sus costumbres, llegándose a considerar rebeldes pero demasiado perezosos para que fueran realmente así. Lo que no tenía dudas era que, tanto la Reina Regente como el Concilio, mantenían un estrecho vínculo con los tesoros que resguardan: visiones del futuro. La primera por derecho, los segundos por poder.
El Comandante de la Guardia Real se acercó a ella para indicarle que ya podían desembarcar. Katherine respiró profundo y lo siguió en silencio hasta el coche de dos caballos que fue preparado en tierra, tratando de buscar hipotéticas soluciones adelantadas a lo que fuera qué pudiera encontrarse allí. Las Profecías del Pozo de Luz siempre habían sido determinantes en las decisiones y comportamientos de todo HavensBirds. Tenían gran peso en cada habitante sin importar su don. Eran demasiado respetadas y creídas por el pueblo en general, y sobre todo por los Priores de cada región o los miembros del Concilio.
Se forjaban tan poderosas en la conciencia de cada ser que podían moldear el destino, sin importar que fueran ciertas o no.
Esto las convertía en un valioso instrumento del Concilio para manipular situaciones a su conveniencia pero también podrían convertirse en un arma de doble filo. De muchas de ellas habían nacido las leyendas más grandes de la Isla, de héroes y milagros míticos, así como también los peores enfrentamientos y sublevaciones. Pero no todas eran conocidas explícitamente como las veían las doncellas clarividentes en sus transes divinos. La interpretación de las visiones siempre había sido vigilada muy de cerca por el Concilio Obscuro, y aunque la Reina Regente era la primera que debía conocerlas, este tenía sus maneras para que incluso a ella llegase la versión más conveniente.
El carruaje atravesó el angosto camino más veloz de lo que debería, por lo que los primeros rayos del sol ya prominente dieron de lleno sobre su techo oscuro justo cuando Katherine descendió de él frente a las inmensas puertas del templo. Una doncella y dos muchachos muy jóvenes de cabellos rizados y vistiendo pulcras túnicas blancas con adornos florales en dorado, la recibieron sonriendo condescendientes. La chica se le acercó con las manos unidas sobre su regazo y una tranquilidad pasmosa.
—El Prior la espera señora. Sígame por favor — se adelantó despacio y Katherine la siguió al interior acompañada de Antuan. Los otros dos se quedaron afuera como si vigilasen el carruaje y a los demás hombres que acompañaban la comitiva.
Los habitantes de Delfeos eran sumamente desconfiados con los visitantes, sobre todo si eran miembros del Concilio. Decidieron asentarse en la isla rocosa de Delfeos al otro lado del Mediodor, en las Tierras Bajas, donde habitaban los desplazados por la única razón: estar alejados del Concilio Obscuro y menos controlados por este. Por todo ello, recibir a la presidenta hacía una diplomacia muy tirante.
Al final de un corredor la chica dobló a la derecha. Katherine y su Comandante de la Guardia la imitaron para adentrarse en un amplio salón de altas columnas, iluminado por la luz que entraba por un inmenso arco de suntuosa decoración que daba a un balcón sobre el acantilado.
El salón atiborrado de cómodos butacones y cojines, además de grandiosas mesas con exquisitos y variados manjares y vino en demasía, estaba lleno de jóvenes de ambos sexos, vestidos todos iguales a los que habían recibido a Katherine, que conversaban y reían animadamente como si vivieran en un mundo aparte colmado de sutil voluptuosidad. La chica le hizo un gesto a Katherine para que la esperase. Esta alzó una ceja y suspiró. Nunca soportó que la hicieran esperar. Siguió con la vista a la doncella que se perdió tras un reservado de cortinas rojas de donde salió minutos después seguida por el Prior, un hombre de madura edad y mucho sobrepeso que no era disimulado por la lujosa túnica que lo envolvía. Llegó junto a ella con una amplia sonrisa en su colorada cara.
— La mismísima Katherine de Eritrians. Es un inmenso placer recibirla. Estás deslumbrante como siempre — le reverenció con exageración. Aunque realmente lo estaba. Aparte de tener un hermoso atractivo físico, Katherine poseía ese aire de altivez que la hacía parecer de la realeza. Aquella mañana vestía un espléndido traje, como siempre en tonos oscuros y de cuello alto con magníficos adornos de piedras, y llevaba un exquisito peinado que recogía su cabello en la nuca.
— Cripto, no estoy de humor para tus galanterías — recorrió la habitación con la vista para volver a mirarlo después — No soy como tú.
— Por favor, sabes que aquí en Delfeos mantenemos siempre el buen humor y nos encanta disfrutar de la belleza sublime del ser humano... — abrió los brazos como si presentara un espectáculo.
— Lo que haces es esconderte en la lejanía para cubrir tus perversiones. Lo sé muy bien, y si hasta ahora el Concilio ha ignorado la forma morbosa en que disfrutas de tus congéneres, es para que no me hagas venir hasta este fin del mundo para perder el tiempo. — el hombre borró la sonrisa de su cara con una mueca. Dejó la copa de bronce que llevaba en la mano sobre un pilar y se encaminó a salir de la habitación sin decir una palabra. Katherine lo siguió junto a Antuan.
Caminaron por un corto corredor para llegar a otra habitación más pequeña y amueblada como una biblioteca. El Prior se sentó en una alta silla junto a una mesa llena de pergaminos y libros. Sacó un pequeño cofre de debajo de esta y lo abrió despacio. Dentro había un pequeño papiro doblado por la mitad. Katherine siguió con la mirada todos los movimientos hasta encontrase con la cara seria del Prior que le ofreció el cofre con un gesto de la mano.
La Eritrians se sentó en otra pequeña silla delante de él y tomó el papel lentamente. El Prior la miró acariciando sus manos como si se dispusiera a darse un festín. Por más que intentaba descifrarla, el rostro de ella permanecía impasible. Katherine terminó de leer y volvió a doblar el papel guardándolo está vez en los pliegues de su vestido.
— Quiero verla — el Prior se incorporó en su silla acercándose a ella y la miró muy serio, casi molesto.
—¿No confías en lo que he escrito? En ese papel está cada detalle que me describió la chica que tuvo la visión. Hasta el más mínimo. — la miró muy serio.
—Insisto...
— Pero que te crees Katherine. Hace cuantos años que no nace una profecía y una profecía que anuncia mucho dolor para HavensBirds. ¿Piensas que jugaría con algo así? Tú y yo somos muy viejos en esto Katherine, y aunque quieras tratar de quitarle valor, el Pozo de Luz se equivoca muy pocas veces sobre todo si tiene que ver con la sangre real.
— Por esa misma razón es que...
— Ella está viva y lo sabes. No intentes ahora tratar de tapar el sol con un dedo. El don de la Clarividencia no es muy poderoso en mí pero es suficiente para poder descifrar cuando alguien miente. Y querida mía, en aquella reunión en el Salón de las Mil Tierras hace diez años, mentiste descaradamente. Lo que a nadie le importó demasiado sobre todo porque los naturalistas deseaban fervientemente que la heredera con su don llegase al trono esta vez. Está bien. Puedes preguntarle a Leha, fue la doncella que tuvo la visión. Ella te dirá las mismas palabras que has leído en ese trozo de papel — Katherine se levantó violentamente.
— No, Cripto. Quiero ver la visión. Tal vez tú y esa chica, solo están mal interpretando las cosas.
—No voy a permitirlo. No eres una reina aunque te creas a veces que llevas la corona. No tienes el poder para hacer eso. No dejaré que la tortures.
— Cripto no me exasperes. Quiero ver la visión y lo prepararas todo para que así sea - el hombre se puso de pie y se acercó a ella con una sonrisa maliciosa.
—Estas muy asustada, verdad, Katherine de Eritrians — se rió mientras la rodeaba sin dejar de mirarla — La chica vive ¿verdad? Se te ha ido de las manos. Oh, oh... — le susurró al oído. Katherine contrajo el rostro enojada ante la insolencia y tratando de no hacer que Antuan le cortara el cuello allí mismo. El Prior llegó sonriéndose hasta la puerta y miró despectivamente al Comandante de la Guardia que le sostuvo la mirada inmutable. Luego se volteó para encontrarse con la mirada enojada de Katherine que empezaba a perder la paciencia y se notaba en su rostro.
— Lo que dije en aquella reunión del Concilio no fue mentira. Ella escapó de HavensBirds y no se ha sabido nada de su paradero después de todos estos años. Teniendo en cuenta lo joven que era y que no estaba acostumbrada a extrañas tierras, es imposible que haya sobrevivido en el Continente. Eso sin contar con la posibilidad de que haya muerto sin siquiera cruzar la niebla. Sabes que la bruma protectora no es condescendiente con la realeza que trata de escapar y dudo que su embarcación pudiera resistir al embate del mar.
— Vuelves a mentir. Por más que trates de convencerte a ti misma de lo contrario. Esta vez no he transfigurado las imágenes que me describió Leha, puedes creerme. Pero si insistes, haré que las veas por tus propios ojos. Aunque sabes que el procedimiento es cruel. No tienes el poder de una reina para entrar en la mente de la doncella y revivir sus visiones, pero sé que nunca te ha importado el dolor ajeno así que no insistiré. Sígueme. Él que espere aquí. — salió de la habitación y Katherine lo siguió indicando con la vista a Antuan que la esperase.
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En la Cabaña, Elizabeth se había levantado temprano. Después de una noche sin poder dormir no aguantaba más estar en cama. Hacía un buen rato que estaba sentada junto a la mesa de madera de la cocina y observaba en silencio la enorme taza de infusión de hierbas, que no estaba muy segura cual era su fin, pero la tomaba desde hacía años, sin discusión, cada mañana y antes de dormir, orden expresa de Katherine. Movió el líquido de un color marrón oscuro, con la pequeña cuchara y el remolino le recordó la pesadilla de la noche anterior.
— Porque le das tantas vueltas, termínatelo ya y así podrás desayunar con tus hermanas tranquilamente cuando estas bajen — no había notado que Genovieves había interrumpido su habitual ajetreo matutino y se había detenido frente a ella evitando parecer nerviosa, pero no lográndolo.
— ¿Qué sucede? — Elizabeth la miró arrugando el ceño. La Nana se estrujó sus manos instintivamente.
— Nada.
—¿Nada? Nunca te había notado nerviosa en tantos años que has estado con nosotras. Ni siquiera la vez que caí del columpio frente a tu vista y me rompí la cabeza — la mujer se alejó hasta las cacerolas frente al fogón para evitar la mirada inquisidora de Elizabeth.
— Que tonterías dices. Aquella vez me asuste porque derramaste mucha sangre y porque llevaba horas regañándote por lo inquieta que eres siempre y no me hacías caso. Acábate ya la infusión, sabes que la debes tomar bien temprano.
— La verdad es que no sé ni siquiera porque debo tomarla siempre.
— Porque Katherine lo...
— Si claro. Porque es una orden de Katherine.
— Es por tu bien. Estás enferma. Es un remedio que te mantendrá saludable siempre — Elizabeth se puso de pie y llegó junto a ella. La miró con esa forma muy suya de ser intimidante y puso la tasa sobre un balde amenazando con tirarla.
— ¿Si no la tomara un día que pasaría realmente? — una sombra de miedo se asomó a la cara de la mujer que trató de disimular con una sonrisa. Elizabeth se puso seria al notar la verdadera preocupación de su Nana.
—No juegues así Elizabeth. Lo que sucederá es que te pondrás mal. Anda ya. Que tengo mucho que hacer y no puedo estar perdiendo el tiempo — espetó. Elizabeth se quedó en silencio un instante.
—Quisiera saber de qué estoy enferma que debo tomar siempre este brebaje, tengo derecho ¿No? — sin recibir respuesta lo bebió al fin, poco convencida.
—Eso tendrás que preguntárselo a Katherine.
— ¿Qué cosa tendrás que preguntarle a Katherine? — Marina apareció por el umbral de la cocina con esa alegría innata en ella. Llevaba un vestido alegre de tonos claros que jugaba con sus claros ojos. La seguía Annabella vestida otra vez con sus ropas apretadas de guerrera, cubiertas estas por una especie de túnica blanca de tela fina similar a las de uso cotidiano de sus congéneres Elementales en el Templo Mayor, y su indiscutible cara de pocos amigos. Elizabeth se sonrió. Sus hermanas eran dos gotas de agua pero opuestas totalmente en su carácter.
— Nada importante — contestó aún risueña y continuó bebiendo su infusión mientras se sentaban todas a cada lado de la mesa.
— ¿Irás hoy conmigo a las clases?
— No, Marina. Hoy iré con Anna. Tiene entrenamiento de lucha y quiero aprovechar.
— Oh sí. Elizabeth es muy buena en la lucha cuerpo a cuerpo y con el arco ni te digo. Es hasta mejor que yo — rieron
— Y ya es un mérito que tu lo admitas — Marina hizo una mueca.
— Solo lo admito porque es mi hermana.
— No sé porque tienen que entrenar en lucha...
— Porque también tenemos que estar preparadas para defendernos y en todo caso defenderte a ti, Marinita — volvieron a reír
—Muy graciosa Anna.
— Elizabeth no tiene porque entrenar. Eso es para ti que serás una sacerdotisa si no eres elegida regente — Genovieves les plantó delante a cada una, un suntuoso tazón de avena con leche
— Y que quieres que haga todo el día recluida aquí.
— Continua estudiando los libros como haces siempre, eres muy buena interpretando los antiguos escritos y aprendiendo de los ancestros. Eso puede convertirte en erudita y tal vez puedas ser consejera en palacio cuando se marchen de aquí.
— Todo eso está muy bien. Pero Elizabeth es muy inteligente. Ya se sabe la mitad de los libros que estudia. También tiene que entrenar la fuerza — replicó Annabella mientras comenzaba a comer animadamente.
— Porque no me dejas nuevos ejemplares de la Biblioteca, así tendré más en que ocuparme — Genovieves la miró para volverse a encontrar con la mirada altiva con la que Elizabeth extrañamente se había despertado ese día.
— Tienes que pedirle permiso a Katherine para que te deje tomar libros de esa habitación.
— Soy una reina no debería pedir permiso... — replicó. Había arrogancia en su voz. Marina y Annabella la miraron un poco sorprendidas, esta última se sonrió.
— Sí. Al parecer te has levantado hoy con ese aire muy arriba.
— No le faltes al respeto Nana, es verdad que es una reina... — Annabella le guiñó un ojo.
— Se perfectamente que es una reina, Annabella — Genovieves respondió molesta — No se preocupe, alteza... Lo hablaremos sin ningún problema hoy mismo. Katherine ha anunciado su visita. — zanjó sin ocultar la molestia. Todas se quedaron muy quietas. Un escalofrío recorrió la piel de Elizabeth inconscientemente.
—¿Qué Katherine viene hoy a la Cabaña? Y eso a que se debe — Marina miró a sus hermanas, inquieta.
—Ya se los dirá ella misma.
—¿Por eso es que te he notado tan nerviosa, Nana? — Elizabeth la miró, ya no había arrogancia en su rostro, sino algo de preocupación.
—Tal vez. Tengo mucho que hacer, la cabaña debe estar impecable...— le contestó menos molesta. Posó una mano sobre el hombro de esta - Pero no te preocupes, ya era hora de que Katherine viniese por aquí, en fin de cuentas es el Año de la Ascensión.
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La habitación que guarda el Pozo de Luz estaba en penumbras. Sus altas cornisas y columnas de un cuarzo muy brillante solo reflejaban los destellos que desprendía el propio pozo. Katherine estaba parada a orillas del gran muro circular de mármol negro con runas incrustadas en oro que lo formaban. Dentro, luces multicolores y centellantes, confusas y mezcladas que se mecían como si fuese agua, representaban las visiones entregadas por las doncellas clarividentes.
Cuando un descendiente del Don de los Clarividentes tenía una visión del futuro debía realizar el ritual. Hundía su cuerpo desnudo previamente bañado en aceites especiales y pintados con runas específicas, en la energía del Pozo, rezaban los hechizos de invocación correctos y el mágico pozo tomaba la visión desde su alma y la guardaba como luces dentro de él.
Solo la Reina Regente con una ofrenda de su sangre y un conjuro podían interpretar esas luces que se mecían en el fondo y ver las imágenes que escondían invisiblemente a los demás ojos, incluso a los que poseían el Don de la Clarividencia. Pero Katherine no era una reina y tenía que usar otros métodos oscuros cuando insistía en verlas también. Métodos que hacían que el infierno fuera un cuento de hadas para la dueña de la visión.
El Prior regresó después de dejar en sus aposentos a la pobre chica a la cual le habían desprendido de forma brutal su último espejismo. Se acercó a Katherine que permaneció de pie apoyada sobre el borde frío del pozo mirando las luces moverse indiferentes con su rostro aun agobiado después de ver las imágenes que representaba una de aquellas volutas azules.
—¿Entonces... complacida? — soltó algo despectivo. La miró para tratar de descubrir en su rostro algo más de lo que ella sola tuvo el privilegio de ver. Ella respiró profundo.
—Era necesario verlo. A veces transcribimos envueltos en emociones exageradas. Está de más decirte, Cripto, que esto tiene que mantenerse en secreto total.
—Es una profecía Katherine, en algún momento se hará leyenda. Sabes cómo es. Ya ha ocurrido. Empezará como un murmullo y terminará en estruendo...
—No si tengo tiempo de impedirlo.
—¿Y cómo lo harás? La última vez no salió bien. Tú y yo sabemos que no es como su madre. A la Reina la convenciste por varios años para que todo quedara en las sombras. Estaba también su deber de mantener la paz en el reino como regente que era. Pero al final se dio cuenta de la forma atroz en que la manipulabas, en la que has manipulado siempre a todo HavensBirds y mira como terminó la historia.
—Terminó dándome la razón. Yo gané por el bien de HavensBirds.
—Si es tu forma de justificarlo - se encogió de hombros — Pero a la chica se lo has ocultado, la has menospreciado para que no se dé ni cuenta de lo crece en su interior. Eso es muy peligroso, ella tiene carácter.
—Ella está muerta — el Prior abrió los brazos hartado.
—¡Por la Diosa Ha! Deja de decir eso. Por más que lo repitas no se convertirá en verdad. No lo está. Y ni siquiera creo que este fuera de HavensBirds como tú has hecho creer a todos. A no ser que te atrevas... Oh, oh, no puedo ni imaginar que te atrevas a hacerlo realidad por tus propias manos, Katherine de Eritrians — ella alzó una ceja inconforme - No quiero saber nada más... — movió las manos en gesto horrorizado — En fin, haré lo que pueda para mantener todo esto en silencio. No te puedo asegurar que por mucho tiempo... y siempre y cuando no salga afectado nadie de Delfeos. Aunque no lo creas me preocupo por mi pueblo y no me gustaría para nada tener que enfrentarme a una enojada Reina como esta. De igual manera, creo que es el momento preciso para que revises las peticiones que he presentado en la cámara y que tienes estancadas desde hace mucho tiempo ¿no te parece...? — Katherine suspiró con molestia — Es un buen momento para que tengas un poquito de condescendencia con Delfeos.
—Lo haré — no pudo disimular lo desagradable que le resultaba la insipiente sonrisa del Prior.
—Perfecto... — se sonrió satisfecho
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Puerto Verde continuaba su alborotado discursar después de la esplendorosa despedida de los navíos de Continente que se habían marchado otra vez, luego de los acostumbrados comercios entre HavensBirds y las tierras lejanas. Pierce junto al Prior de los naturalistas y demás grandes señores de la comarca habían presidido la ceremonia.
Después de conversar alegremente con los capitanes realizó el ritual imprescindible para que travesaran la bruma mágica que protege la Isla. Solo este ritual le concedía el permiso a cada navío para que pudiesen abandonar las aguas de HavensBirds sin tormentas, ni contratiempos y sin perderse en la niebla mágica sin fin que bordea y protege , y así mismo quedaban marcados para que pudiesen volver en la próxima visita programada.
Luego de esto se había quedado compartiendo con algunos de los comerciantes como era costumbre con la diplomacia y educación que caracterizaba a los miembros del Concilio cuando visitaban las regiones de forma oficial. Después de despedirse con un apretón de manos se acercó al Prior de los naturalistas que lo esperaba.
— Vamos a la Gran Casa para almorzar, Pierce.
— Como usted diga Prior Rafack — se encaminaron al carruaje del jefe de la ciudad naturalista de Woodville conversando animadamente.
Los naturalistas habían sido siempre los más diplomáticos para relacionarse con el Concilio, y les preocupaba más mantenerse como supremos fiesteros que en disputas. Antes de llegar al fastuoso carruaje con alegorías naturales fueron interceptados por el capitán Henry, muy alterado, a tal modo que los guardias que acompañan a Pierce y el Prior se llevaron instintivamente la mano a la empuñadura de la espada en su cintura. El Prior contrajo el rostro muy serio.
— Necesito hablar contigo, Pierce. Es muy importante — el capitán se secó el sudor de su frente con el borde de su mano y miró ansioso a Pierce que no se inmutó y trató de controlar la molestia que le causaba su interrupción.
— Le espero en el carruaje Pierce - el Prior se alejó con dos de su comitiva no sin antes mirar despectivamente al capitán que lo ignoró por completo. Pierce fingió una sonrisa que apagó completamente al quedarse solo con sus guardias aun en atención y con el capitán.
— Como te atreves a interrumpirme delante de un Prior. No entiendes el nivel de respeto que nos debes...
— No lo hiciera si no fuera muy urgente...
— Es que me sorprende que aun no entiendas que ustedes los extranjeros son solo mugrosos invitados de ocasión que permitimos solo si tenemos algún beneficio de nuestro interés.
—Yo no soy un mugroso invitado como dices tú.
—Que tú tengas una preferencia con mi tía no te da derecho a tratarnos con más confianza.
—No pienso discutir esto contigo. Necesito hablar con Katherine...
—Ahí va otra vez tu exceso de confianza. Es que aparte de necio eres idiota para no entender que no tenemos que soportar tu insolencia...
— ¡Basta ya...! — el capitán dio un paso hacia Pierce dominado por la ira pero se detuvo a tiempo cuando los hombres de la Guardia Real que acompañaban al joven se interpusieron en medio. Este le sonrió sarcástico mientras el capitán cerraba los puños para calmarse.
—Está bien. No discutiré contigo. Esperaré a la Señora Katherine para hablar con ella personalmente. Tienes razón, no tengo porque perder el tiempo con el más bajo eslabón de la cadena de poder de HavensBirds. — dijo con indignación y le dio la espalda marchándose apresurado y dejando a Pierce muy enojado.
—Maldito prepotente. — Miró a uno de sus guardias — Tengo que marcharme ya, el Prior Rafack me espera y por nada del mundo me permitiré ser descortés. Pero te encomiendo que te vuelvas una sombra tras el capitán Henry y me informes al final de la tarde cuando regrese al SkyHall todo lo que descubras, ¿entiendes? — el hombre asintió en silencio y se separó de él sigilosamente. Lo vio desaparecer entre las personas y se dirigió entonces hacia el carruaje para marcharse a la Gran Casa sede de los líderes naturalistas.
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Los acantilados de Mur conformaban la comarca de los Elementales. Era una región de paisajes casi fantásticos donde las altas cordilleras rocosas escondían entre sí una verde sabana que contrastaba con sus altísimas cimas coronadas de nieve entre las nubes.
El sol era tímido y solo se escabullía en finísimos rayos entre las casas de sólida construcción que formaban la sencilla aldea en el centro del valle. Allí convivían las pequeñas familias elementales, custodias de sus hijas que formaban la legión sagrada de Sacerdotisas Elementales. A lo lejos se divisaba el camino de piedras empinado que accedía a la meseta donde descansaba el Templo Mayor, el lugar sagrado donde destinaban su vida las sacerdotisas poseedoras del Don.
El templo las resguardaba desde muy temprana edad procurando desarrollar al máximo su don Elemental y entrenándolas como guerreras audaces. El Ejército Sagrado como era común llamarles, libró las más grandes batallas durante la Gran Guerra y eran la fuerza que acompañaba a la Reina Regente siempre. Custodiaban celosamente la esencia espiritual y mágica de HavensBirds. Por todo ello ser admitida y sobrepasar las pruebas del Templo Mayor era el destino de cada descendiente elemental y el cónclave era celosísimo con sus miembros.
Aquella mañana después de una extensa y extenuante rutina de prácticas, Annabella y Elizabeth descansaban bajo una glorieta dentro de los extensos jardines al mismo estilo constructivo románico del resto de la inmensa construcción del Templo, semejante a lejanos cultos de otras tierras.
Además del fuerte entrenamiento de lucha cuerpo a cuerpo practicaron el tiro con arco desde caballo y desde tierra. Aunque ambas reinas estaban acostumbradas a estos ejercicios se sentieron agotadas y habían sucumbido a caer sobre los grandes almohadones sin siquiera darse un baño. Dos doncellas les lavaban suavemente los pies en grandes recipientes de cobre, mientras que una tercera les sirvió un fresco jugo de frutas del bosque que devoraron con avidez.
—Sabes Eli, podría acostumbrarme a esta atención — ambas sonrieron. Elizabeth agradeció con un movimiento de cabeza cuando las doncellas terminaron de secarles los pies y se marcharon en silencio — La Gran Sacerdotisa quiere reunirse conmigo en la Sala del Fuego después del baño de esencias y quiere que vista una túnica de gala — la miró intrigosa pero Elizabeth le alzó una ceja para restarle importancia — ¿No te parece raro?
— No Anna. Eres la Reina Elemental. Ella será tu guía y tu protectora. ¿Imaginas desde cuando estaría esperando poder tener una heredera del don? — Annabella abrió los ojos con exageración y burla — No tiene nada de raro que quiera reunirse contigo a solas y mucho menos que quiera que vistas una túnica oficial del Templo.
—Esto de que todas las regiones estén eufóricas con cada una de nosotras es un poco estresante. Es como una competencia por el poder. ¡Por la diosa Ha! Yo jamás estaría en una competencia con mis hermanas. Pueden olvidarlo ya.
—Tal vez tengas algo de razón. Pero no le des importancia. Tratarán de que su heredera sea la más poderosa y durante el festival de la Ascensión querrán que todo HavensBirds se deslumbre con una u otra para la elección de la Regente, por eso es la insistencia. Pero ustedes son las que deben tener claro que lo más importante es el amor que nos une y eso está por encima de todo lo demás. Estoy segura que la magia concederá la Regencia a la que debe ser, sea quien sea, y las tres permaneceremos juntas como hasta ahora, te lo prometo, esta fuerza no la pueden dominar — le tomó la mano a su hermana pequeña y la puso sobre su propio pecho. Anna se sorprendió de sus propios latidos. Las palabras de su hermana siempre la hacían conmoverse. Se abalanzó sobre ella y la abrazó con cariño.
—Te quiero tanto — el abrazo terminó interrumpido por una sacerdotisa que se acercó a ellas. Fue el sutil sonido que provocaba la tela de la hermosa túnica oficial de seda blanca y bordados de incrustaciones de oro las que le alertaron de su aproximación. Los bordados caracterizaban los rangos que ocupaban dentro de su clan, y está en particular indicaban el círculo más alto.
Las hermanas se pusieron de pie frente a la mujer hermosa como las amazonas, de tez oscura, ojos profundos y muy negros, que las miró sin expresión alguna en su rostro. Aquella sacerdotisa era la mano derecha de la Gran Sacerdotisa, la más temida entre las guerreras.
—Reina Annabella debe prepararse para presentarse ante la Gran Sacerdotisa, por favor acompañe a Shell. Ella le guiará, alteza — le indicó con un gesto de la mano a la otra sacerdotisa que había llegado junto a ellas. Era más joven y de rostro amable, con un cabello rojo brillante dominado por una larga trenza y que vestía la túnica de bordados de plata, un rango menor que la primera pero igual de importante dentro de su cónclave. Anna se adelantó seguida por la chica después de mirar a su hermana y tranquilizarse cuando esta le sonrió. Elizabeth dio un paso para seguirlas ignorando que no fuera invitada también, pero la sacerdotisa de Primer Orden se interpuso.
—Lo siento esta vez no puede acompañarla. Debe marcharse.
—¿Perdón? — simuló que no había entendido para recibir la explicación que calmara su ego pero la sacerdotisa continuó inmune con su rostro rígido - ¿No me permitirán si quiera bañarme?
—No esta vez. El Templo ha ignorado que usted participe de los ejercicios y entrenamientos de la reina Annabella en varias ocasiones, pero ya no debe intervenir en su preparación. De hecho no debe venir más al Templo sin autorización.
—¿Ah sí? ¿Y quien tendría que darme el permiso?
—La Reina Regente — espetó. Elizabeth se sonrió sarcástica y empezó a exasperarse ante la inmutabilidad de la guerrera.
—Entonces... si yo llegara a ser la Reina Regente, ¿cómo crees que recordaría este gesto? — soltó sarcástica y sostuvo la mirada de la guerrera. Esa altivez característica en ella volvía a dominarla. La sacerdotisa alzó una ceja sorprendiéndose del aire real que indudablemente poseía, pero la sonrisa en tono de burla no se hizo esperar.
—Solo cumplo órdenes — dijo provocativa.
—Si claro — le contestó con ironía
—Nun, por favor, déjanos solas — ninguna de las dos notó que la Gran Sacerdotisa había llegado junto a ellas en silencio.
La mujer de una edad indescifrable, con unos rasgos finos y fuertes, los ojos muy claros, que contrastaban con el cabello plateado brillante y largo hasta la cintura les sonrió plácidamente. La túnica de seda blanca estaba bellamente adornada con bordados de piedras preciosas que simulaban imágenes de los elementos y un fino borde de color violáceo, señal de máximo estandarte de poder elemental.
Nun le saludó con una pequeña reverencia y se retiró en silencio. La Gran Sacerdotisa se acercó entonces a Elizabeth que la miró con ese respeto inherente que se tenía a la más poderosa de las Elementales.
—La pequeña Elizabeth. Es increíble el parecido que tienes con tu madre, ¿lo sabías? — Inna sonrió condescendiente — Sobre todo, en su carácter.
—Siento mucho, si me he comportado incorrectamente... — la sacerdotisa la interrumpió con un gesto de su mano y sonrió dulcemente otra vez.
—Eres una reina. Es tu estirpe. No te disculpes. Ven sentémonos — le indicó un banco de mármol bajo una gran palmera donde se dirigieron en silencio. Elizabeth miraba a la Gran Sacerdotisa y la comparaba en su mente con una diosa. Caminaba erguida y poderosa y el gran cetro mágico, blanco como la nieve, parecía centellar cada vez que tocaba el suelo. « ¿De qué extraño material estaría hecho? Parecía cristal pero...» Interrumpió sus cavilaciones, siempre se distraía ante cosas mágicas. Su curiosidad la sobrepasaba. Llegaron al banco y se sentaron a la par. Una brisa suave movió la cabellera plateada de la Suma Sacerdotisa.
—Yo se que tu adoras a tus hermanas, Elizabeth, lo entiendo perfectamente. Pero en este año en que se celebra la ascensión al trono como bien sabes, ellas deben centrarse solamente en su don. Debes comprender que este camino lo tienen que emprender solas. Por eso te pido que te alejes un poco, por lo menos hasta que se corone a nuestra nueva regente. Quédate en la Cabaña Negra hasta que todo pase — el tono había sido tan dulce que Elizabeth no le había molestado la orden explicita, pero tampoco la había convencido.
—Sí, lo entiendo. Mis hermanas tienen que crecer. Lo que no entiendo es la razón de que esto tenga que suceder sin que podamos estar juntas, las tres. La magia más poderosa es la que conlleva amor... — «u odio» se dijo para sí ante la mirada de indiferencia de la Gran Sacerdotisa — Pero Gran Sacerdotisa, puede estar segura de algo: que no importará cuanto insistan en alejarme de su lado, siempre estaré ahí. Sabrán encontrar fortaleza en sus almas, todas tenemos este sentimiento indestructible en nuestra sangre que nadie podrá hacer desaparecer jamás. No nos han separado tan siquiera del recuerdo de nuestra madre y así seguirá siendo... siempre — Elizabeth la miró y había un poco de orgullo en sus ojos verdes. Inna ya no reía pero tampoco se molestó. Elizabeth hubiera sido una maravillosa sacerdotisa y una gran Reina — ¿Puedo hacerle una pregunta Gran Sacerdotisa...?
—Puedes...
—Hay algo que quisiera entender. ¿Cuál es la razón detrás de la insistencia de todos en separarme de ellas? ¿Por qué tanta persistencia en mantenerme marginada? — Inna se puso de pie dando a entender que había terminado la conversación.
—Espero que sepas respetar el Año de la Ascensión — le dijo muy seria. Elizabeth la imitó poniéndose de pie también.
—¿No me contestará? Oh vaya, creí que el Concilio no lograba dominar Mur, pero me he equivocado — los ojos de la sacerdotisa se oscurecieron por el enojo.
—Eres muy insolente, Elizabeth. Tienes que cuidar lo que dices. Si eres tan amable, necesito que abandones el Templo Mayor enseguida — le dio la espalda y se retiró con la misma suavidad mágica con que llego dejándola con una réplica a medio articular.
Elizabeth la observó marcharse y dio una patada al suelo con impotencia. El corazón se le desbocó en su pecho y volvió a sentir esa energía que la había inundado la noche antes y que recorría sus venas como si fuese fuego.
Por un instante recordó las imágenes de su sueño y cerró instintivamente sus puños. Se asustaba del poder que le hacía sentir aquella energía y respiró profundo para tratar de calmarse. Miró con angustia el inmenso y frío Templo. Recogió su bolso de cuero repujado y su gruesa capa larga de terciopelo negro, obligadas a usarla, cada una de ellas, para encubrirse cuando estaban en el exterior de la cabaña, y se marchó lentamente.
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Los pulmones le dolieron a Annabella de estar sumergida más de un minuto bajo la tibia agua del Manantial Del Templo. No pudiendo resistir más, salió al fin a la superficie, se enjugó los ojos y se quedó hundida hasta los hombros mientras miraba a su alrededor. El baño sagrado del templo estaba desértico.
El salón socavado de hermosos mosaicos con alegorías marítimas cada día se llenaba de sacerdotisas que disfrutaban del baño grupal en las aguas del manantial. Según las leyendas, las aguas sagradas del manantial alimentaban las energías de los elementos que vivían en ellas y las limpiaban de otras energías negativas.
Pero cuando la reina ocupaba el baño, este se mantenía muy vacío a no ser que ella ordenara lo contrario. Y así estaba aquel día. Solo dos chicas deambulaban en silencio como sombras, por si necesitaba de su asistencia. Annabella nadó hasta llegar a la orilla de la piscina circular para descansar en los inmensos peldaños que la rodeaban. Frente a ella quedaron las dos figuras de peces con ojos saltones de bocas abiertas por donde brotaba el agua cristalina. Estaba tensa, por primera vez no permitieron a su hermana acompañarla en el baño. Le molestaba mucho que la aislasen de esa forma.
Elizabeth también era una reina y ella necesitaba tanto que las palabras de su hermana la tranquilizasen antes de encontrarse con la Gran Sacerdotisa a solas por primera vez. El rose suave del borde inferior de una túnica la hicieron voltearse para encontrarse con Shell, la sacerdotisa que la había acompañado antes y que le sonreía increíblemente, con una sinceridad y una paz que la inundó. Annabella hacía solo dos horas que la conocía pero su presencia le influyó enseguida tranquilidad y confianza, que no había encontrado hasta el momento dentro de la rectitud del Templo Mayor.
La muchacha, poco mayor que ella, se arrodilló sobre el borde de mármol de la piscina para acercarse a su reina. Los destellos de los adornos de plata de su túnica oficial contrastaron con un mechón de su rojo cabello que caía sobre su frente.
—Su alteza, tiene que salir. La Gran Sacerdotisa la espera ya — se puso de pie y le extendió la mano para ayudarla. Anna ascendió todos los escalones hasta salir de la piscina muy despacio con algo de vergüenza. Ya afuera, cruzó los brazos al frente intentando disimular su pudor. Las chicas que esperaban entre las columnas se apresuraron para asistirla, cubriéndola con una fina manta. Ninguna de ellas alzó la vista, parecía como si hicieran una eterna reverencia, lo que Annabella agradeció en su recato, ya que Shell no dejaba de observarla directamente, poniéndola nerviosa. Mientras las doncellas recogían algunas ropas y frascos con esencias aromáticas para llevarlas a la otra recamara donde Annabella terminaría de vestirse, esta se acercó a Shell abrazada a la manta y le habló muy bajo.
—Sabes tú, acaso, ¿por qué hay tanto protocolo para mi esta tarde?
—Le arreglarán como una verdadera Elemental, alteza. Ya es hora de que sea tratada como nuestra reina. Así que es hora de que lleve nuestras más ricas vestimentas y nuestros mejores servicios. Además, su alteza debe presentarse ante la Gran Sacerdotisa correctamente ataviada.
—Pero todo esto es tan repentino. No terminaré de acostumbrarme.
—Si me permite desearía hacerle una petición, su alteza. Y espero que mi repentino atrevimiento no sea mal visto por usted. Aunque tal vez este fuera de lugar — se interrumpió cuando Anna le alzó una ceja dubitativa.
—Oh por la diosa, no me hables siempre tan solemnemente — sonrieron.
—Es lo correcto, alteza — Anna rodeó los ojos y Shell reprimió una sonrisa
— Te concedo que me hagas la petición... — dijo con algo de burla
— Desearía que me permitiera poder acompañarla siempre que lo necesite, su alteza. Puedo ser su consejera o su escolta. Debe tener a alguna de nosotras muy cerca de usted a partir de ahora y me honraría muchísimo ser esa persona...
—¿Por qué tendría que tener una escolta a partir de ahora? — preguntó arrugando la frente. Observó como la sacerdotisa dudaba un instante.
—Supongo que lo sabrá en minutos... — contestó amigable y Anna se inquietó por un momento.
—Bueno... — la miró aun dubitativa, pero con unas ganas enormes de felicitarla por la idea. La joven guerrera se había ganado su confianza en muy poco tiempo y si toda su vida empezaba a mostrarse tan misteriosa, tenerla cerca sería un regalo — No lo sé. Si te soy sincera, desde que vengo aquí eres la única con la que no me siento tan incómoda. Admito que todas las elementales tenemos un carácter fuerte, y me incluyo como la primera... — sonrieron otra vez — Pero tú eres algo diferente. Y puedo notar que eres casi tan joven como yo y tienes los bordados de plata, eso seguramente te lo has ganado con mucha perseverancia y valentía, no se obtienen fácilmente... ¿asumirías entonces solo estar detrás de mí como una sombra cuando estás en las primeras filas del cónclave?
—Para mí sería un gran honor, su alteza. No importa nada más — se miraron por un instante y los ojos negros de la sacerdotisa parecían tan claros como los de la propia Anna porque le mostraron una sinceridad y seguridad muy real. Annabella sonrió complacida de esa sensación.
—Lo tendré muy presente.
—Gracias Alteza — bajó la cabeza en señal de reverencia.
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La tierra húmeda saltaba de los cascos del caballo de Elizabeth. Aún se sentía enojada y apretaba las riendas haciendo que su blanco corcel pareciera una sombra discontinua entre los árboles. Nunca tomaba el Sendero de la Reina, camino adoquinado que era la vía central y unía cada rincón de la isla, ya fuera por evitar encontrarse con algún pueblerino, o porque disfrutaba más la agradable sensación de ir a campo traviesa, a toda velocidad, sin temer que el caballo cayera en un desnivel del camino o tropezara con un obstáculo.
Esa adrenalina le inyectaba el espíritu. De repente y cuando menos lo esperaba, una figura se atravesó en su camino. Haló las riendas fuertemente y el caballo frenó demasiado rápido alterándose por el movimiento y encabrestándose. La capucha cayó sobre los hombros dejando a Elizabeth al descubierto y con el cabello alborotado sobre su rostro.
La extraña figura ni siquiera se movió ante el encuentro. Era mas alta de lo común y sus ropajes se veían deteriorados y raídos por el tiempo o la pobreza. Una manta inmensa con capucha le cubría desde la cabeza y dejaba solo a la vista su nariz y su boca, que para asombro de Elizabeth, denotaban demasiada hermosura para un ser con semejante vestimenta.
Se apoyaba en una larga vara que sobrepasaba su altura, hecha de una madera muy oscura y extraña, con una joroba natural en la punta. A Elizabeth le llegó de pronto a la mente la imagen de los libros que había estudiado donde hablaban de criaturas fabulosas, ancestrales y peligrosas que poblaron Bosque Sombrío. Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensar que aquella podía ser una de ellas. Controló su caballo y se puso recta otra vez sobre su montura. Colocó su cabello por detrás de su oreja mientras escudriñaba al extraño personaje con una mezcla de miedo y molestia.
— ¿Quién es usted? Como sale así de la nada. Podría haberle hecho daño — notó una sonrisa maliciosa en aquellos labios rojos.
—Creo que sería usted quien pudiera haberse hecho daño... su Alteza — la voz suave y femenina sonó pausada y amenazante a la vez. Elizabeth volvió a estremecerse, sobre todo porque aquella mujer sabía quién era y su voz aunque agradable denotaba algo de ironía. Respiró profundo para evitar que el miedo la dominara.
—¡Le exijo que descubra su rostro! No puede presentarse ante mí... — el tono fuerte que había empleado le dotó de un momento de valentía que desapareció inmediatamente al escuchar la carcajada sarcástica que retumbó entre los árboles.
—Me exige... su alteza — la réplica de Elizabeth fue interrumpida antes si quiera de formularse en sus labios.
Aquella extraña mujer levantó la vara de manera amenazante y el caballo resopló con fuerza alzándose otra vez sobre sus patas traseras tan bruscamente, que Elizabeth fue lanzada de bruces al suelo. Rápidamente salió al galope perdiéndose entre los árboles.
Aterrada, la reina se arrastró de espaldas apoyada sobre sus codos, mientras aquel ser, a grande zancadas, la alcanzaba, agarrándola por el tobillo izquierdo. Elizabeth se quedó petrificada. Siempre había sido un poco valiente o necia, pero esta vez tembló de puro pavor.
Sintió como si una energía sobrenatural se transmitiera desde aquella persona hasta ella por el toque de su mano. Se quedó en silencio. La extraña mujer tampoco se movió por alrededor de unos segundos. Luego notó como se estremeció visiblemente, aún sin soltarle. Un impulso, más por terror, que por coraje, hizo a Elizabeth incorporarse de pronto y tratar de arrebatarle la capucha pero en un reflejo, la mujer la detuvo agarrando fuertemente su muñeca.
Solo alcanzó a ver parte de su rostro: unos ojos, tan verdes y brillantes como los de ella, pero con una mirada llena de ira. Sintió un peso en el pecho, el miedo era algo tangible que hacía fallar su respiración. La mujer balbuceó palabras en una lengua no conocida por Elizabeth y la muñeca que le sostenía muy apretada comenzó a quemarle al punto de desprenderle un grito ahogado.
Al escuchar el quejido, la mujer la soltó y se echo hacia atrás. Elizabeth seguía sin verle el rostro, solo aquellos labios tan rojos con una extraña mueca recta, sin sentido. Sabía que a través de la capa, ella la miraba profundamente. Sintió que su presencia se adentraba en su cabeza, como si pudiera leer su mente. Miró instintivamente su muñeca que aún le ardía, y descubrió un símbolo quemado como a hierro vivo. Una especie de runa antigua marcada perfectamente en la enrojecida piel. Miró otra vez a la mujer casi sollozando. Se sentía desprotegida y horrorizada.
—¡No! ¡Qué es esto que tengo en la piel! ¿Qué me has hecho? Eres una bruja,... ¡me has maldecido! Haré que tu castigo sea horrible — la mujer se llevó el dedo índice a los labios para señalarle que hiciera silencio.
—Jamás te haría daño, pequeña Elizabeth. Te estoy protegiendo. Un mal muy grande se cierne sobre ti — los labios rojos sonrieron otra vez bajo la capucha raída. Se puso de pie muy despacio y comenzó a caminar lentamente, dándole la espalda y alejándose como un espectro. Elizabeth no pudo moverse, como si una fuerza invisible la dejara congelada. Volvió a mirarse la marca, aún seguía roja y dolía. Sintió un pitido en sus oídos y todo a su alrededor dio vueltas sin sentido, hasta que se desplomó sin conocimiento sobre la hierba húmeda.
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