♣23.El Eritrians ♣
Marina estaba sentada en el frío suelo, sacudiéndose violentamente. El vestido sucio y deshecho ya no era ni la sombra de su encanto y ostentación. Con su mano derecha presionaba muy fuerte sobre su antebrazo izquierdo, lleno de sangre viscosa. Su mirada perdida en el bulto enorme e inerte que yacía frente a ella, estaba vacía y desolada como lo que sentía. Estaba muy pálida, con el rostro desencajado como si hubiese estado en las fauces del infierno y visto el terror más atroz. Y así fue.
Cuando Julia abrió aquella puerta en la tenebrosa Torre de Hechicería, un monstruo salió de la oscuridad. El animal saltó sobrenaturalmente hacía ella. Las pesadas cadenas que lo ataban del cuello lo retuvieron a unos centímetros de su falda, jalándolo bruscamente hacia atrás. Pero la mirada bestial de aquellos ojos amarillos se impregnó en la mente de Marina, que dio un grito de pavor y retrocedió unos pasos.
El animal descomunalmente grande tenía la boca abierta y babeaba entre los gigantes colmillos. Había visto lobos de pelaje gris y gran tamaño merodeando a veces entre la arboleda cercana a la cabaña, pero jamás uno como aquel, de un color negro intenso y dos veces más grande que ella misma.
El miedo la paralizó y miró a Julia en busca de ayuda y alguna explicación. La hija del prior le devolvió la mirada con determinación.
—Este extraordinario animal será un denomium perfecto para usted, alteza. Imagine con que temor y respeto le mirarán y venerarán en todo el reino cuando usted recorra la plaza del SkyHall en la noche de avivamiento con un Mitad de Alma como este. Es perfecto, alteza. Así que no tema. Expulse su miedo, colóquese frente a él y extienda su mano. Concéntrese en su don, el será capaz de llegar al alma de este lobo. Demuéstrele que necesita su poder y muéstrele que le domina con el suyo.
— ¡Estás loca Julia! ¡No sé cómo hacer eso! — exclamó alterada
— Solo concéntrese en su don, alteza. Su energía interior se encargará de la conexión. ¡Expulse el miedo! ¡Déjela ser poderosa!
Marina dio un paso tambaleante, impulsada por la fuerza del tono alto de Julia. Extendió la mano que le temblaba visiblemente. Las fosas nasales del gigantesco lobo se expandieron y se contrajeron y el humo del fétido aliento salió lentamente. Reinó un silencio pesado y extraño. El animal salvaje se quedó muy quieto como si la mirase expectante, las orejas puntiagudas se estiraron y las garras arañaron el mármol pero no amenazantes.
La reina naturalista intentó concentrarse en su interior pero la ansiedad y el miedo le provocaban un nudo en su estómago. De igual manera se esforzó, aunque no tenía ni idea de lo que hacía. Su don despertó, sintió la energía recorrer sus venas. Su mente rebuscó recuerdos apacibles de los días en la Cabaña Negra junto a sus hermanas.
Siempre le impregnaban de fortaleza y paz aquellos recuerdos. Cerró los ojos un instante. Pero su alma corrompida interrumpió la sensación, acelerándole el corazón y apretando invisiblemente su garganta. La energía del don que recorría su ser se violentó. Las palabras de Katherine y el miedo a una Elizabeth supuestamente traidora que podría desestabilizarla le nubló el pensamiento. Su inseguridad le llenó su cabeza de imágenes teatrales de su hermana Annabella burlándose de su incompetencia y ese pensamiento le aguó de lágrimas sus ojos. Apretó su puño con una ira que se escapó de su ser y al volver a mirar al animal divisó en sus pupilas amarillas el mismo rencor.
Fue tan fugaz lo que sucedió después que ninguno podría describirlo en detalles. El gran lobo se levantó espeluznantemente y de un tirón fenomenal arrancó las cadenas que lo ataban. Se lanzó contra la reina naturalista que gritó despavorida y calló hacia atrás cubriéndose la cara. Con un zarpazo horrendo le desgarró la piel del antebrazo marcando sus garras. Julia saltó sobre él, consternada, y en un esfuerzo logró envolver el cuello fuerte del animal en la misma cadena de hierro que minutos antes lo ataba.
Haló hacia atrás ocupando todo el poder de su don. El gruñido de las fuerzas encontradas hizo que las paredes circulares de la torre se estremecieran cayendo polvo sobre ellos. Yaira saltó inesperadamente saliendo de la nada y clavó sus zarpas sobre el costado del lobo, mordiéndolo con intención de desgarrar su cuello. El lobo aulló antinatural y se sacudió, librándose del felino.
Julia ahogó un grito de espanto e impotencia, asustada por su denomium que cayó estrepitosamente al suelo. Pero la vio levantarse enseguida y sacudirse, dispuesta a volver a atacar, y esto le alivió. Antes de que cumpliera la amenaza de sus garras, el destello plateado de una afilada espada intervino en su campo de visión y la sangre pegajosa y caliente de la bestia le bañó la cara.
Uno de los hermanos Glet apareció como un huracán y hundió sin compasión su espada en el costado del lobo. Este emitió un alarido escalofriante y cayó de bruces sobre el suelo que inmediatamente se empañó con un negro charco de sangre que creció en segundos. El silencio volvió a caer como una pesada losa.
El chico arrancó la espada con un gruñido de esfuerzo y la dejó caer al suelo haciendo un sonido metálico que retumbó. Julia bajó del animal muerto y cayó de rodillas abatida por el esfuerzo y sobre todo por la terrible tensión del momento. Los dos hermanos también inhalaron profundo y se limpiaron la frente que chorreaba de sudor.
El más alto, Tobías, se acercó inmediatamente a la reina y haciendo una reverencia a modo de pedir permiso, le tomó la mano herida. Marina convulsionaba fuera de sí, trató de impedir que la tocara como en un acto reflejo involuntario y agresivo pero el naturalista insistió y le agarró el brazo envolviéndolo en un pañuelo sedoso que sacó de su bolsillo.
—Vamos Julia... Esto es una locura, larguémonos de aquí. Esto ha sido demasiado. — el otro hermano le extendió el brazo a la hija del prior, para que se apoyara. Ella lo miró seria pero suspiró al ver la mirada dura y el regaño implícito en el rostro del joven.
—Todo estaba saliendo bien porque solo no po... — él le puso un dedo sobre los labios para que se callara.
—Mira como está, Julia, casi la matas. Basta ya. — le agarró la mano bruscamente no ocultando su molestia y la incorporó. La hija del prior naturalista pasó su brazo por su cara para limpiar la sangre que le picaba la piel, pero solo logró dejar un barrunto horrible que la hacía verse grotesca.
—Tiene que ser coronada, Príamo. Siendo débil no lo logrará. — le dijo en voz baja y luego miró a la reina que la ignoraba. Suspiró decepcionada.
—Por ahora vamos a enderezar este desastre, antes de que sea peor. Ya veremos luego que hacer. — Hizo una pausa mientras sacaba un pañuelo de su bolsillo y se lo brindaba — Por favor limpia tu cara, asustas. — Sonrío y ella le hizo una mueca — Si me dieran a elegir, yo mismo pondría la corona en tu cabeza Julia Hayet. — la hija del prior sonrío.
Ambos se acercaron a Marina que solo miraba el cadáver del animal infernal y se estremecía ida de la realidad.
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Elizabeth se despertó sobresaltada y se sentó en medio de la cama. Tuvo un mal sueño pero ni siquiera podía recordarlo. A pesar de haberse quedado dormida en los brazos de Alec luego de hacer el amor, su interior seguía intranquilo y desosegado. Miró a su alrededor, la cabaña estaba en penumbras y muy silenciosa.
Alec ya no yacía a su lado en la cama. Eso le extrañó, así que se dispuso rápidamente a buscar su ropa entre las cobijas. Se levantó, vistiéndose apresuradamente. Buscó su reflejo en la superficie lisa de la tetera que descansaba sobre el hogar y se arregló algo su cabello alborotado. Por un segundo acarició los mechones decolorados y luego los ocultó entre el resto.
Tomó su bolso de cuero del suelo y sacó de él un frasco ambarino. Lo observó un instante y seguidamente ingirió su contenido. Hizo una mueca cuando el líquido amargo acarició su garganta, volvió a observar el frasco con una duda que no dejó que se creará por completo, suspiró y lo regresó a su bolsa. Retornó la vista a la superficie metálica y vio como la poción hacía efecto cambiando su color de cabello. Suspiró otra vez y salió al fin de la pequeña casa.
Fuera, no podía discernir si era de día o de noche. Aquella ciudad bajo tierra brillaba con la misma intensidad que le mostró cuando llegaron por primera vez. No había muchas criaturas deambulando y se alegro de ello. Comenzó a caminar por una de las callejuelas que daban forma a la ciudadela, fijándose detenidamente en los portales adornados y en los puestos que mostraban un pequeño mercado, en busca de Alec o en todo caso, de la propia Lady Margara.
Necesitaba al menos la tranquilidad que le brindaba la confianza en ellos. Al doblar una esquina y sortear unos bloques de heno lo vio al fin. Estaba junto a una herrería mirando la obra de unos elfos enanos que le mostraban sus espadas artesanales.
Alec sonreía alabando el metal esculpido en verdaderas obras de arte de guerra. La calidad y belleza de la forja élfica era tradicionalmente sublime. Elizabeth lo miró con cariño. Era exquisito verle motivado con cosas cotidianas y tan al natural. Aquella visión la llenaba de una emoción tierna y de un anhelo futuro de estar solos en paz. Su atractivo bandido se había adueñado de su corazón no tenía ni la más mínima duda y sentir aquella alegría dentro resultaba deliciosamente maravillosa.
No pudiéndose contener se adelanto hacía él llena de un entusiasmo que no evitó ni ocultó. Llegó justo cuando Alec levantó la vista con sus penetrantes ojos felinos y le sonrió ampliamente ante su mirada enamorada y enternecida.
—Mi amor... — solo alcanzó a decir. Elizabeth colgó las manos a su cuello sorprendiéndole y lo besó profundamente.
Saboreó sus labios como si fuera algo exótico que anhelara hace mucho, y él jugueteó con su lengua mojando los de ella y arrancándole un suspiro sonoro. Elizabeth sonrió en medio del beso y se quedó apresando con una mordida el labio inferior de él, seductoramente. Alec sonrió con una picardía llena de satisfacción y fuego.
Sin soltar su labio apresado tan deliciosamente la miró travieso, y le alzó su sensual ceja partida señalándole los elfos que refunfuñaban a sus espaldas, mirándolos de reojo. Ella sonrió divertida, estiró el labio apresado para soltarlo al final. La mirada de los ardientes ojos felinos la hizo suspirar con candidez.
—Pensé que a estas alturas ya habría sentado cabeza y se había olvidado de este bastardo, alteza — Elizabeth se volteó enseguida que reconoció aquella voz. Rufer sonrió con una mueca de su cara arrugada, sentado sobre un barril de madera.
— ¡Rufer! Qué alegría volver a verte. — se abalanzó sobre él y lo besó cómicamente en la frente y en la cabeza. Los elfos artesanos pararon su martillar y se doblaron de la risa. Alec se unió a la burla. Rufer se tiró desde su asiento y los maldijo por lo bajo ofuscando su rostro y haciendo ademanes hostiles con sus manos cortas dentro de la chaqueta carmesí.
—El también se alegra de verte querida mía — Alec se burló ante la mueca en la cara del elfo. Elizabeth sonrió.
—La verdad si me alegra volver a verla, ma-jes-tad. — recalcó la palabra y Elizabeth le hizo un mohín. El elfo soltó una risita divertida. Se enderezó su casaca larga y caminó en dirección a la calle frente a ellos. — ¿Que le ha parecido "Ciudad Perdida"?
—Me ha fascinado, Rufer. Y, sobre todo, la multitud que me ha recibido — contestó Elizabeth con verdadera emoción. El elfo asintió.
—Todos hemos estado mucho tiempo esperándola... — comenzó a andar y Elizabeth lo siguió casi por instinto. Alec se apresuró en devolver la espada que aún tenía en la mano a los elfos herreros y prometió repetir la visita.
Le había dejado encantado aquel arte de la armería sofisticada de los hombrecillos y no desperdiciaría la oportunidad de obtener una de aquellas obras. Se apresuró para alcanzar a los otros dos que ya doblaban una esquina conversando animadamente.
—Aún estoy asustada de todo lo que he descubierto de mi vida Rufer. Y encontrarme de cara con tantas criaturas que albergan una esperanza tan grande en mí me llena de agobio. — comenzó a decir, sin saber muy bien porque hablaba de aquellos sentimientos con el elfo amargado, pero el personaje se había ganado un lugar extraño en su corazón.
—No lo dudo, majestad.
—¿Seguirás llamándome majestad? — se quejó Elizabeth. El elfo a su lado la miró con sus ojos negros brillantes y estiro el labio inferior.
—Así es, ma-jes-tad. Y no cambiará. — dijo tranquilamente. Elizabeth sonrió mientras cambiaba la vista de nuevo al camino. Aquel hombrecito con su arrogante porte desafiante le caía demasiado bien y podría incluso darse el lujo de imaginarlo junto a ella en el Salón de las Mil Tierras dando su opinión certera, aunque fuese en contra de ella misma. Aquel atrevido pensamiento era lejos de molesto, halagador.
—Le puedo decir... — hizo una pausa —... Majestad, que, como bien dice, se ha encontrado con todas estas criaturas, y muchas otras que faltan todavía, mortales inclusive, congéneres de sus dones, pero todo esto no debe provocarle agobio. Al contrario, majestad. Demuestra que, en esta lucha predestinada en su futuro, no está sola, está acompañada por cada uno de nosotros. ¿Qué hacer si no? Usted es nuestra esperanza prometida. Y otra vez nos sentimos libres. — la miró con firmeza y Elizabeth suspiró.
Alec se acercó silenciosamente a ella y entrelazó sus dedos con los suyos manteniendo las manos unidas en su costado. La reina agradeció con una sonrisa llena de ternura que resplandeció en los enamorados ojos felinos. El elfo seguía contando historias en aquel paseo trivial, y la sensación le parecía maravillosa a Elizabeth que lo disfrutaba como el mayor de los obsequios.
Caminar así, sintiendo aquella energía libre, contemplando parte de un Reino que le fue prometido y que le hacía sentir tan llena y tan importante era sin dudas un regalo muy agradecido, sobre todo con la estupenda compañía. Definitivamente aquella percepción de magia y altivez real iba en su sangre y la acrecentaban cada cosa nueva que descubría, estaba ya convencida de que la recuperaría fuese como fuese que estuviera escrito en las estrellas.
Llegaron a la plaza de la ciudad subterránea riendo aún del último chiste de Alec y el elfo. Se detuvieron cuando descubrieron a Lady Margara junto a dos elegantes altos fae que los esperaban sonriendo enigmáticamente. Elizabeth aún no se adaptaba a la conmoción que emanaba de aquellos seres casi celestiales.
Ataviados con trajes blancos y dorados, las puntiagudas orejas adornadas en oro y la piel y el rostro tan blancos y hermosamente perfectos, irradiaban una magia que se metía a través de las pupilas como un elixir invisible. No dejaban de verse radiante ni en la más íntima ceremonia y eso era raro y extraordinario.
—Elizabeth, veo que estás maravillosamente acompañada. ¿Cómo te encuentras, Rufer? — lady Margara saludó con una leve inclinación de cabeza y el elfo le contestó con una media reverencia.
—La verdad he estado en mejor situación, Lady Margara. Como ha de saber mi prodigioso barco ha sido destrozado por una... digamos... metida de pata colosal. — alzó sus cejas pobladas. Los dos altos faes que acompañaban a Lady Margara se llevaron la mano a sus labios para disimular su risa. Elizabeth sintió la cara arder roja de vergüenza.
—Eres un maldito enano... — Alec se quejó. Y el elfo le rebatió cerrando los puños y desafiándolo para una pelea.
— ¡Como te atreves bastardo a llamarme como esos apestosos condenados! — se quejó indignado.
—Esa, si que ha estado muy buena — soltó uno de los altos faes, a la vista el más joven, y comenzó a reír a carcajadas. Su compañero disimuló y le regaño con la mirada. — Vale, perdón... — Elizabeth se fijó entonces en el alto fae jovial, y por primera vez los dos pares de ojos se miraron directamente. Aquel fuego violáceo en los ojos del ser le descolocó haciendo que un estremecimiento que no pudo comprender le recorriera todo el cuerpo. Desvió la vista, observarlo demasiado era como embriagarse de una desconocida y peligrosa ambrosía.
Lady Margara miró a Elizabeth y estiro el labio en una media sonrisa cómplice. Los ojos de la hermosa fae le hicieron saber que debía dejarse llevar por la tranquila diversión de aquel momento y le avisó de que no lo tomara más allá de la broma que era. Elizabeth sintió la corriente recorrerle dentro y soltó el aire que había retenido. Era extraño describir la comunicación entre ellas.
—Bueno chicos, basta ya. Creo que ha sido suficiente de bromas. — ante el llamado de atención de Lady Margara todos se callaron y Rufer volvió a estirar su larga chaqueta, altivo y aún enfadado. — Rufer no está aquí de casualidad, y yo necesito hablar contigo Elizabeth sobre ese asunto. — Elizabeth se tensó.
— Con el favor que ya ostento de nuestra majestad, un día solicitaré vengarme de vosotros — sentenció el elfo sin mucho esfuerzo y los demás contuvieron la risa —. Pero todo a su debido tiempo. Lo que dice Lady Margara es cierto. Solo falta ajustar algunos detalles sobre nuestro acuerdo, por eso estoy aquí, cumpliendo mi palabra... — Rufer miró a Elizabeth con su rostro arrugado pero sereno.
Elizabeth se puso aún más nerviosa. Sabía que Rufer se refería al viaje hacia Tierras Bajas que habían planeado a la ventura en aquella posada. Pero que los demás lo conocieran sin que ella lo hubiese comunicado antes le hacía sentir una especie de vergüenza tremenda, sobre todo con Lady Margara.
Todas las expectativas puestas sobre ella, parecía traicionarlas con su idea de irse al otro lado del Mediodor, y eso le hacía sentirse de una forma rara y avergonzada. Pero tampoco había pedido todo aquel remolino de profecías y destinos que abruptamente voltearon su mundo del revés. Tenía derecho a sentir miedo, « ¿Tenía derecho a negarse, o era solo demasiado cobarde?» Se preguntó a sí misma y tragó saliva para no responderse.
—«No eres cobarde, Eli » — la voz de Alec dentro de su mente la hizo voltear el rostro y mirarle con una tímida sonrisa asomada en sus comisuras. Su extraño ya no desconocido le guiño el ojo. — « Eres solo una chica que necesita encontrarse, encontrar la Reina que es y que le fue negada. Es normal sentir miedo de ello. Yo estaré siempre aquí, tomando tu mano, acompañando el camino hasta que lo logres. No lo olvides mi Reina. Recuerda que valiente no es aquel que no siente miedo, sino quien sabe vencerlos... » — ella suspiró y entrelazó sutilmente sus dedos otra vez entre los de él. Nunca podría expresarle lo agradecida que se sentía de poder tener aquella conexión y la sensación de alivio que provocaba.
— ¿Me acompañas, Elizabeth? — volvió a hablar la alta fae y los sustrajo de su momentáneo escape con un sobresalto. Era fácil que ambos se perdieran uno en el otro.
— Lo siento... me distraje. — se disculpó. Lady Margara estiró sus labios rojos de forma condescendiente. Elizabeth opto por ignorar los rostros serios.
—Antes permíteme presentarte a mis compañeros. — miró rápidamente a cada uno de los altos fae, que aguardaban de pie en silencio con las manos sujetas al frente.
Uno de ellos parecía el mayor, pero desprendía tal atractivo que no se notaba llevar más años que su compañero. Su rostro de pómulos anchos y piel tan blanca resaltaba su cabello cobre y sus ojos muy azules. Lo completaba una boca fina que parecía siempre esconder una sonrisa. Era alto y delgado, el traje lujoso se ceñía muy bien a sus fibrosos brazos. A Elizabeth no dejaba de causarle sorpresa aquellos seres que transmitían demasiada divinidad incluso viviendo a escondidas.
El más joven, a diferencia de los que poco conocía, era de tez más oscura, como si el sol le moteara la piel. Sonreía abiertamente y se formaban dos hoyuelos demasiado atrayentes en su rostro ancho y fuerte. El traje que vestía, igual de brillante, dejaba al descubierto los anchos brazos denotando su atractiva y viril fortaleza física. Los ojos violetas la miraban profundo y con una insólita energía que transmitía un calor silencioso.
Elizabeth escapó nuevamente del extraño brío y fijó su vista en la poderosísima espada que relampagueaba colgada a su cintura. No le cupo duda de que representaba a una estirpe guerrera.
Ambos dieron un paso hacia delante e hicieron una reverencia. El primero estiró su mano y la brindó a Elizabeth. Estaba adornada con anillos de piedras, «A pesar de su derrota se negaban a desprenderse de sus lujos y riquezas, era el arraigo de una estirpe aún con superioridad. No dejaba de resultar curioso». Pensó a la vez que le entregaba la suya contestando el saludo. El alto fae la tomó y la besó cortésmente.
— Permítame decirle, alteza, que es un enorme honor poder confirmar nuestra esperanza de su presencia. No podría describir en palabras la emoción que produce su aparición al fin en El Círculo. Mi nombre es Sir Fayay Groop, y estoy a su servicio. — la voz parecía casi melodiosa y aunque Alec le hizo una mueca un poco escéptico a Elizabeth no le pareció falso, solo tan elocuente y refinado como nunca antes habían conocido persona alguna. Todo aquello era muy desconcertante para ambos por eso no podían evitar sentir algo de recelo.
—Mu-muchas gracias... — tartamudeó sin proponérselo y no atinó a nada más. Le causaba demasiado desasosiego.
— Sir Fayay era el antiguo Consejero en la Corte de nuestro querido Valedior. Después de la guerra y destrucción de nuestro reino nos reagrupamos para poder mantener protegidos a los que lograron escapar. Así nació esta ciudad y otros puntos de reunión del Círculo. Y Sir Fayay sigue rigiendo este nuevo concilio para propiciar tu llegada triunfal. — Lady Margara y el alto fae se miraron por un segundo y asintieron con condescendencia.
—Yo, yo no sé qué decir... — contestó apenada.
—Nada tiene que decir, alteza. — habló nuevamente el alto fae y regresó a la pose tranquila con las manos entrelazadas sobre su regazo. — Entiendo perfectamente que está abrumada en estos momentos. Pero estaremos a su lado, de ahora en adelante. — asintió con la cabeza y Elizabeth le contestó imitándolo en silencio.
— No permitiré que me dejen en el olvido de la presentación. — interrumpió el otro y el atrevimiento hizo reír a todos.
— De ninguna manera. El es el Capitán Avay Curtart. Era la mano derecha de nuestro comandante de la Guardia de Valedior. Lamentablemente, el comandante lo perdimos en batalla. Por lo tanto la Guardia reagrupada está en manos en Avay...
— Y dispuesta a su entera gracia, alteza. — hizo una gran reverencia. — No es muy basto ahora nuestro ejército de altos fae, pero el Círculo ha permitido que muchos más, de distintas etnias nos unamos en la lucha. El día que sea necesario alzar otra vez nuestras armas por la libertad de HavensBirds, su ejército será solo uno, enorme y grandioso. — la miró con un brillos en sus ojos violetas.
Elizabeth se cautivó por un momento en la energía poderosa que emanaba sin querer de aquellos seres mágicos, sobre todo de este último, con su cabello oscuro que contrastaba tan bien con el fulgor de sus ojos. En un minuto se sintió tan envuelta en aquella oleada que no sintió el miedo y estuvo dispuesta a levantar una espada como la que colgaba de la cintura del fae.
Era como si le transmitieran alguna especie de hechizo silencioso que conectaba con su energía. Se encendía y recorría como un volcán todo su interior. A veces se volvía violenta, una oscuridad corría también junto a ella, la oscuridad que llenaba el rencor sobre los que tanto le habían negado, el rencor sobre ella: Katherine de Eritrians.
En silencio, la mano firme y segura de Alec volvió a tomar la de ella y la apretó con afecto, como siempre, en el momento preciso. El roce y el calor que le impregnaba le aceleraron el corazón, haciendo que volviera a la realidad. Se aferró a aquel toque y la oscuridad menguo dentro de ella.
— Es un placer conocerles. Y será un honor, ser acompañada por ustedes. — dijo al fin y apretó nuevamente la mano de Alec. Este sonrió.
— Para nosotros será un honor mayor, créame alteza. — el capitán le volvió a sonreír con picardía, marcando sus atractivos hoyuelos. El alto fae desprendía un halo enigmático que unido a su atractivo físico, se fundían en un inevitable poder sensual. Elizabeth sintió los celos tensar los músculos de Alec a través de su mano.
— Muy bien, ya vendrán muchas más oportunidades en las que podamos reunirnos pero en este momento, necesito que me acompañes, Elizabeth. Sé que todo este brusco cambio no deja de hacerte sentir agobiada y puede asustarte cada vez más su intempestivo crecimiento, pero es inminente que nos detengamos en asuntos precisos. — la miró con detenimiento y le sonrió — Ya no está sola, majestad.
— Yo la acompañaré... — se adelantó Alec cuando ella se separó de él dispuesta a seguir a la alto fae.
— No será necesario, Hijo de Shinning. — lo interrumpió. Elizabeth no dijo nada solo lo miró indecisa.
— « Me alejan de ti, Elizabeth. No me están gustando estos seres.» — se internó en su mente mientras la miraba preocupado.
— No te preocupes Alec. — contestó en voz alta y le dio la espalda despacio. Alec se sorprendió que no siguiera su cómplice comunicación la miró con desesperación.
— Tranquilo, Shinning, encontremos algún divertimento entre tanto. — el capitán Avay le posó el brazo sobre su hombro sonriendo jocoso. Alec le dedicó una mirada fulminante que corto su risa y le hizo retirar el brazo confianzudo — Tranquilo, tranquilo... — dijo mientras se alejaba con una burla casi dibujada en el rostro. Alec los contempló alejarse con el rostro ofuscado y una sensación de malestar en su pecho.
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— ¡Con el fuego! — la sacerdotisa lanzó una esfera en llamas contra el muñeco hecho de heno y con el rostro dibujado burlescamente con trazos casi infantiles. El disparo elemental le dejó un boquete chamuscado en medio. Las carcajadas se hicieron un eco.
El grupo de Sacerdotisas Elementales se divertía detrás de la casa naturalista desde muy temprano. La alegría les invadió cuando su reina decidió esa mañana acompañarlas. Prepararon el jardín con un campestre picnic lleno de pequeños manjares para sus antojos gustosos. Colocaron una cortina como techo para cubrirse del sol sobre las mantas dispuestas. Annabella se alegró de haber tomado aquella decisión. Para su sorpresa, su grupo de seguidoras era más entretenido de lo que imaginó. La seriedad y mal humor era apariencia, en soledad, su confianza se explayaba y terminaban resultaban siendo muy buena compañía.
Entre risas constantes se habían confesado secretos, hablado de disímiles temas del Templo, y con el transcurrir, la familiaridad se abrió a otros propios de chicas curiosas y atrevidas. Su reina había roto el protocolo solemne y el espacio compartido así, se había convertido para aquel grupo de doce chicas guerreras en el privilegio más sublime. La reina elemental se dio cuenta que comprendía un poco a su hermana, no era tan difícil dejarse contagiar de la compañía. No estaba tan acostumbrada y le costaba compartir pero tampoco sería imposible. Aunque jamás podría comparar aquella sincera compañía suya con el cortejo falso-adulador detrás de la altanera de Marina.
Desde uno de los cojines bajo la sombra de las cortinas de hilo, Annabella observaba el juego improvisado frente a ella. Con los muñecos de entrenamiento de los naturalistas habían hecho, además de obras pictóricas, dianas que destruían con varias formas de esferas de energía elemental lucidas por su don. Todo aquello resultaba una agradable y graciosa distracción. Mientras su mirada se perdía en las risas de sus congéneres y en la competencia inocente probando sus dones, su mente se iba hasta el amargo recuerdo de los últimos días.
Aunque la principal razón de perderse en aquella mañana acompañada de sus sacerdotisas era encontrar un poco de paz, le era imposible desprenderse de aquel sentimiento de agobio. Allí mismo, dentro de aquella casona señoral de madera y piedra que se levantaba ante ellas, seguramente estaba su desconocida hermana, rodeada de aquellos buitres ansiosos de poder que le envenenaban su débil voluntad.
Todavía le inyectaba de ira que no la escuchara, que prefiriera olvidar su sangre y su cariño ante aquellos desconocidos llenos de máscaras. Pero también se convencía de que aquella ira no tenía sentido, ya se había dado por vencida. Marina solo se daría cuanta de su estupidez ella sola, cuando le doliera dentro su ignorante soberbia.
Suspiró, escapando con el sonido de sus propias cavilaciones. Miró a su lado donde Gianna sentada junto a ella aplaudía alegre ante una alardeante demostración de una de sus discípulas más jóvenes. Sonrió de tenerla allí. La sacerdotisa se había ganado su afecto demostrándole sin duda alguna su devoción, lealtad y valentía. Bajo la sombra su piel oscura contrastaba con la brillantez de su túnica oficial de bordados de plata. Se veía hermosa, pensó Annabella, y no pudo evitar que aquella idea la transportara al recuerdo de otra hermosa Sacerdotisa de Segundo Orden. El pecho se le hinchó de una emoción inexplicable y le pesó de pronto la distancia y el sentimiento de echar en falta. Agachó la cabeza y volvió a suspirar triste.
— Alteza... ¿se encuentra bien? — dijo Gianna y Annabella volvió a mirarla. Los ojos oscuros se notaban algo preocupados aunque sus comisuras dibujaban una media sonrisa condescendiente.
— No te preocupes, Gianna. — contestó resignada y retornó a su ensimismamiento. La sacerdotisa no insistió pero la sombra de preocupación no se borró.
Volvió la vista al juego y entonces notó a varios naturalistas que se habían acercado a un extremo del espacio y contemplaban a las sacerdotisas, hablando entre ellos y sonriendo con lascivia. Algunas chicas también los habían notado, y haciéndose las desentendidas se lucían y dejaban escapar a la vez su sensualidad más o menos provocativa.
Gianna sonrió, no debía culparlas, los visitantes, sentados sobre los bloques de heno con demasiada desfachatez, dejaban escapar el mas delicioso morbo. La casta naturalista desprendía mucha fuerza sensual y salvaje, tanto desde sus hermosuras femeninas como desde sus recios varones, era un hecho, y aquellos, demasiado atractivos y viriles, no se quedaban atrás.
—Observe, alteza... tenemos visitas — dijo por lo bajo. Anna levantó la vista nuevamente y notó como se mojaba su labio inferior, deleitándose. El gesto le sacó una sonrisa.
— Oh, Gianna, has caído en la seducción banal de los naturalistas — dijo en broma. Gianna sonrió con algo de vergüenza, pero Anna sonrió ampliamente ante su cara y esto la hizo relajarse.
— Es que, alteza, no puede negar que son muy apuestos. Además nuestra vida en el Templo nos priva de mucho tiempo, el poco al aire libre se debe aprovechar... — Annabella alzó una ceja asombrada — Que conste que no me estoy quejando, solo... es... estamos aquí extraoficialmente ¿no es así? — la reina volvió a reír sonoramente.
— Oh, Gianna, gracias por hacerme sonreír. Por supuesto, no pienses que por ser tu reina seré una tirana. Además sé de sobra cual es la prioridad que defienden cada una de ustedes, no me molestara darles tiempo libre, por llamarlo de alguna forma.
— Me alegra saberlo, alteza. Quiero hablar por todas al confesarle que desde su llegada al Templo nos ha invadido de una nueva sensación. Sentimos la magia con más naturalidad y poder, y sentimos nuestra alma de la misma forma. Eso fue un regalo inesperado y muy agradecido. — Anna asentó complacida.
Volvieron la vista hacia el jardín para descubrir que el grupo visitante se había acercado mucho más y conversaban entre risas con las elementales.
— Creo que verificaré este intercambio, alteza. Con su permiso... — se puso de pie y se alejó hasta el grupo. Annabella la vio llegar e incorporarse enseguida a la conversación.
Era divertido observar aquel cortejo. A los naturalistas les brillaba el deseo en sus ojos salvajes. Hacían bromas y se lucían sus músculos para impresionar. No era tan desagradable mirarles, no se podía negar que eran atractivos, pero su arrogancia machista les opacaba el encanto. Las sacerdotisas no quedándose atrás jugaban sutilmente con su explosiva sensualidad y dejaban guardado su ego elemental por el puro hecho del divertimento. Annabella se sonrío en silencio de sus propias reflexiones, y luego de un suspiro, decidió unirse al grupo.
Al llegar recibió una gran reverencia, sobre todo de los naturalistas que se esforzaron en exagerarla. Devolvió el saludo cortésmente y dejo espacio para que continuaran sus jocosas conversaciones sin que se sintieran intimidados por ella.
— Que placer tenerla aquí, alteza. — el susurro fue tan cercano que sintió el aliento en su oreja. Un estremecimiento de repugnancia le recorrió la espalda. Sintió la risa triunfal que tanto detestaba sin poder evitarlo ya.
No dijo nada. El Conde pasó por su lado y le rosó su trasero desagradablemente. Annabella respiro hondo y agradeció que el grupo frente a ellos había vuelto a conversar animadamente y los ignoraban. Una idea fugaz cruzó su mente: «Si Giana o sus sacerdotisa sospecharan algún atrevimiento de parte del Conde, estoy segura no dudarían en cortarle el cuello» Desechó rápidamente aquel pensamiento, las consecuencias para alguien más serían terribles y no quería ni pensar en ello. El Conde la tenía contra la pared y sentía rabia de saberse vencida. Los ojos se le llenaron de lágrimas pero las retuvo en un esfuerzo. El Conde seguía contemplándola con deseo repulsivo.
— ¿Ya pensó en nuestro acuerdo, alteza? — preguntó
—No existe ningún acuerdo...
— Yo no estaría tan seguro. Pero descuide alteza, si está usted aún dudando yo le ayudaré a decidirse. Dentro de dos noches habrá baile para adelantar los preparativos del Festival de la Cosecha, será la ocasión perfecta para que yo de un maravilloso anuncio. — dio dos pasos hacia ella. Annabella tembló de ira y temor. Había lujuria y maldad en el rostro del Conde y la aterrorizaba. — No vas a jugar conmigo, alteza. Vamos a reinar y ser muy felices... — rió y la besó rosando sus labios.
Annabella lo empujó e intentó abofetearle pero el Conde agarró con fuerza su muñeca, tanto, que la hizo quejarse.
— No voy a permitir... te juro que te arrepentirás Constantino de Corzo... — gruño por lo bajo y forcejeó para soltarse. El se mantuvo muy cerca de su rostro y sonrió cínico.
— Si, si lo vas a permitir y voy a saciarme. — hundió la cara en el cabello de ella y aspiro haciendo un obsceno gemido. Annabella cerró los ojos y apretó los puños hasta clavarse las uñas.
Sonriendo desagradablemente se alejó de ella sin dejar de mirarla hasta que se unió al grupo de naturalistas que cortejaban descaradamente a las sacerdotisas. Anna lo observó unirse al festín machista entre risa y juerga mientras miraban lascivamente a sus compañeras cuando estas por fin, dejaron salir su orgullo propio y decidieron separarse de ellos regresando altivas a su espacio. La reina elemental sentía tal repulsión al mirarles que un deseo oscuro nubló sus ojos claros de forma fugaz.
Rosó los pliegues dobles de su túnica y sintió la dureza del metal elemental. La daga sagrada de su secta siempre iba adherida a las tradicionales túnicas de sus vestimentas, no importaba el grado de evento para la que fuera hecha. Era un instinto llevar las silenciosas armas de acero élfico fundido con oro en las fundas de cuero bajo la tela. Su mano se había quedado allí, tocando su empuñadura por debajo de la tela y tembló con las ganas de usarla, era un impulso que escapaba casi de su autocontrol, estaba dispuesta.
La ira e impotencia ganaba, el movimiento sutil que la extrajo de su guarda se lo confirmó, solo tendría que abalanzarse sobre él y cortar su cuello. Ni siquiera le causaba remordimientos imaginar la escena y el desconcierto que provocaría. Sus acompañantes la detendrían y la someterían pero nunca a tiempo de impedir que el maldito se ahogara en su propia sangre. ¿Las consecuencias?
Las consecuencias sería otra historia pero con la condena sobre ella al menos Shell estaría a salvo. Dio un paso sin pensar pero alguien la detuvo interponiéndose completamente delante de ella. Frenó y como un acto reflejo aflojó el agarre antes de levantar la vista.
Y allí estaba, con un elegante y pulcro traje negro y verde oscuro. El broche del pañuelo en su cuello resplandeció por un momento sobre su innegable rostro demasiado atractivo. Pierce de Eritrians estaba serio pero sus ojos miel sonreían en silencio. Se acercó a ella que no atinó a moverse.
— Apoyaría con vítores lo que piensa hacer, alteza. Pero no es la mejor manera. — le dijo muy bajo y ambos se miraron por primera vez con una extraña y nueva complicidad.
Annabella olvidó un segundo lo irritable que le era siempre el Eritrians. Indiscutiblemente desde la última vez que lo vio hasta ese momento algo tenía que haberle sucedido, su mirada no era la misma. Los ojos tenían tanto rencor como los de ella y una energía nueva conecto con su interior. El rostro estaba pálido y aunque conservaba sus indiscutibles dones de belleza varonil, la sombra que lo cubría era muy sombría.
No se confiaba, su presencia de envenenador daba todo menos confianza, pero definitivamente este no era el mismo Eritrians que conoció. La mano fría del hombre se posó discretamente sobre la que ella mantenía sobre la daga. Los ojos de Annabella se abrieron mucho pero él hizo una mueca que parecía una sonrisa, o al menos eso intentó.
— ¿Cómo te atreves Pierce? — lo regaño pero en muy baja voz, siguiendo su misma mesura. Él la soltó e hizo un gesto de silencio. Miro un segundo a los demás en el jardín para cerciorarse de que los ignoraban y al confirmarlo la volvió a mirar.
— Sé que usted y yo no empezamos con buen pie, alteza. No sabe como lamento eso, en verdad lo lamento mucho. Estaba completamente equivocado y predispuesto. — ella le dedicó una mirada de incredulidad. — Lo sé, lo sé. No pretendo que me crea pero quiero decirlo. Yo también cargo una maldición que pesa sobre mi espalda. Cargo el peso terrible de mi apellido y el legado de mi familia. Usted y su hermana cargan con el peso de la corona, y en ese camino muchos querrán dañarles y no solo en el sentido literal de la palabra. Hay muchas formas de dañar nuestra alma.
— Te has tomado una de tus pociones y te ha asentado mal. — soltó Anna con cara arrugada y Pierce no pudo evitar sonreír.
— Nunca lo dije pero me encanta su humor mordaz.
— Es un terrible halago, Pierce de Eritrians. — el movió la cabeza
— Trataré de que no se repita... — dijo en tono jocoso y Annabella no entendió porque se sintió aliviada, pero lo agradeció. — Escuche, alteza. No sé que pretende el Conde, pero definitivamente puedo decir que no es nada bueno. Conozco a Constantino desde el ejército, se que calaña es. No pretendo que me cuente que cosa tan desesperante le llevó a imaginar matarlo. Pero créeme, Annabella, si su enemigo es mi enemigo, usted y yo podemos hacer una alianza muy beneficiosa.
Annabella se quedó paralizada. « ¿Que significaba todo aquel giro del Eritrians?» No tenía idea. Tal vez era una trampa de su tía y el volvía a ser su peón. Pero algo en los ojos dolidos de aquel apuesto envenenador no era igual. Se sintió terriblemente confundida, Pierce era un falso, siempre lo supo, pero se negaba a alejarse de aquella vuelta de rosca. Estaba sola contra un monstruo invisible que amenazaba más de una cosa importante en su vida, un vil aliado no sería una descabellada idea al fin de cuentas.
— Sabes que estas loco si pretendes que haga una alianza con un Eritrians.
— Si, la verdad lo dudaba mucho pero nada se pierde con intentarlo. Al menos yo no la manipularé como hace mi tía con su hermana la reina Marina.
— Y como lo haces tú...
— No, mi idea siempre fue la que usted nota. Casarme con su hermana y quizás ser Rey Consorte de la regente. No es algo que negaré.
— ¿Siempre fue? Quiere decir que ya no será.
— No lo sé, sinceramente le digo. Tal vez le cuente más tarde. Esta noche hay una cena de gala. Estoy seguro que coincidiremos escapando del bullicio. A medida que avance nuestra alianza tendremos muchas conversaciones, es mi deber para que usted confié en mí, alteza.
— ¿Escapar del bullicio? — Dijo irónica — Usted no escapa de la falda de mi hermana ni un segundo, Pierce de Eritrians.
— Eso ya no depende de mí, alteza, créame. — hizo una reverencia anunciando su retirada. Annabella no dejaba de observarle, la había dejado muy confundida. — Nos vemos a la noche, alteza.
Pierce se alejó despacio para bordear la casona naturalista. Annabella lo miró de lejos hasta que desapareció de su ángulo. El no se volteó.
Ninguno de los dos se dio cuenta que la ventana en la segunda planta estaba ocupada. Marina los observó desde la lejanía. Ignoraba totalmente el tema que pudieran conversar su hermana y Pierce si se odiaban, pero había notado que él le tocó su mano. La furia se hizo fuego desde sus entrañas y sintió los celos tajantes como un peso en su pecho. Se quedó con la vista fija en Annabella y deseó en silencio que muriese.
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