♣22.Consecuencias ♣
Annabella estaba en silencio, sentada en un banco tallado en madera de abeto. Observaba ensimismada las ondas suaves en el agua clara del estanque. Hacía horas que estaba sola en el jardín trasero de la Gran Casa naturalista. El pequeño oasis creado con magia del don se situaba en una bajada, terminando en la apacible laguna rodeada de setos y arbustos recortados llenos de flores. Era un buen lugar para estar sola y lo necesitaba demasiado. El aroma silvestre inundaba sus fosas nasales y le impregnó tranquilidad. La única interrupción del silencio la provocaba el susurro de las aves.
La hierba delante de ella mostraba la rabia que había descargado una hora antes, desde que salió como un vendaval de la casa, antes de que su indignación, sobre todo con Marina, se fuera de control. Había quemado la mitad del césped cercano a ella con disparos de energía de sus manos, la otra mitad estaba pisoteada por su ir y venir mientras lloraba para expiar su impotencia. Ahora solo observaba todo aquel daño, agotada y derrotada.
Su mente y la energía de su don eran el mismo torbellino. Su querida hermana Elizabeth no salía de su cabeza. Le oprimía el corazón no saber de su suerte. Se mezclaba a aquella angustia el recuerdo de Shell. Le inquietaba esa necesidad latente de su presencia y de su calma, le desgarraba el alma reprimirlo, a pesar de repetirse torturadoramente que jamás podría tenerla cerca otra vez. Tal vez a ninguna de las dos.
Aquella sensación le arrancó un suspiro afligido. Las lágrimas pujaron por volver a ganarle, pero batallaba para detenerlas, respirando sonoramente. «No puedes llorar, ¡maldita sea, Annabella!, no le darás el gusto ni a Katherine ni a la tonta de tu hermana.»
El repentino salto del animalillo sobre el extremo vacío del banco a su lado la sacó de sus pensamientos con un sobresalto. La ardilla la miró con sus ojos saltones sin dejar de mover su naricita y sus orejas. Annabella arrugó la frente extrañada por aquel comportamiento y con un movimiento de su mano intentó espantarla, pero el animal no se inmutó. Movía la cabeza como si escudriñara cada movimiento.
De pronto se restregó con sus patas toda la pequeña cabeza y desapareció velozmente, para reaparecer nuevamente un segundo después como una mancha fugaz. Esta vez traía entre sus patas delanteras una flor y dando dos saltos la depositó junto al regazo de ella. Anna abrió los ojos asombrada y sonrió. La ardilla continuó mirándola mientras movía la cabeza a cada lado.
—Sabía que te agradaría más si ella te la entregaba — la voz varonil la sorprendió y se puso de pie como un resorte. El Conde se acercó sonriendo encantadoramente. Annabella se tensó cuando atrevidamente le tomó la mano y la besó mientras no quitaba los ojos llameantes de azul de su escote.
El tiempo sin verlo no había menguado la tensión que podía provocarle. No podía ser evitable. Su presencia demasiado viril, acompañaba con ese desenfado sensual que no fingía con ella jamás y la inevitable inquietud de conocerse más allá de su piel seguía provocándole esa sensación de molestia y arrepentimiento que la descolocaba.
— ¿Cómo es que logras...? — indagó sin mucha importancia, solo necesitaba distraer su pensamiento. Él se movió hacia ella y cortó la pregunta.
— Es mi denomium. — la ardilla subió juguetona por todo el cuerpo de Constantino hasta sentarse en su hombro. Él le acarició gustoso y le entregó una nuez que el animalillo amasó con sus manos, alegre, quedando toda la atención en ello.
— ¿Tu denomium? — Annabella lo miró entre incrédula y divertida — No puede ser que un hombre tan inmenso y fuerte como tú tenga una pequeña ardilla como denomium. — el Conde le sonrió pícaramente mientras se sentaba confianzudo en el banco sin dejar de devorarla con la mirada.
—Quiere decir...un hombre muy, muy atractivo ¿No, alteza? Entiendo su curiosidad, es más común que tenga un feroz animal como mi denomium— Annabella apretó la boca para ignorar el calor de su piel y ladeó la cabeza para asentir. Volvió a sentarse en el banco lo suficientemente separada para que él no notara su pequeño rubor — Pero le contaré un secreto, porque yo, alteza, no le guardo secreto alguno a usted... — dijo casi dibujando sarcasmo en el tono malévolo con que acompañó las palabras, pero la reina elemental intentó ignorarlo. Algo en el ambiente comenzó a cernirse sobre ella. Tenía la sensación de un mal presagio pero solo se concentró en la gota de sudor que le recorrió la espalda. —En verdad es mi segundo denomium. — explicó él despreocupadamente mientras jugueteaba con el animalillo en su hombro que le respondía amorosamente como si fuese más que familiar.
Annabella se dedicó a observarlo ahora que él la ignoraba y la ternura de la escena la hizo sonreír ligeramente, soltando un poco de tensión al hacerlo. La ventaja de los llamados denomium que poseían los naturalistas gracias a su don siempre le había parecido maravillosa. Cada poseedor del Don Naturalista podía convertir un animal cualquiera en su Mitad de Alma. Era una conexión de por vida que la magia había logrado crear.
Mediante el ritual el animal se ligaba al alma de su humano hasta el final de los tiempos. La conexión comprendía sentimientos, comunicación, protección y lealtad. Se convertía en una unión especial en donde el animal se humanizaba y el humano, se hacía más fuerte con su vitalidad. Por esta última razón era mucho más común que los naturalistas cuando lograban al fin alcanzar el desarrollo de su don a ese alto nivel, escogieran generalmente especies grandes y vigorosas.
—No puedes poseer dos denomium, Constantino. Estas rompiendo la ley. Solo puedes tener un Mitad de Alma.
—Lo sé. Pero usted me guardara el secreto, ¿no es así, alteza? No somos muy partidarios de seguir estrictamente las reglas, ni usted ni yo — los ojos de ambos se encontraron en una mirada demasiado ardiente que ella interrumpió inmediatamente mientras se alisaba la túnica de forma instintiva. — Le confieso Reina Elemental que la extrañe mucho. —cambió el tema no demasiado bien pero Anna lo agradeció.
—Lo siento mucho Conde — contestó irónica.
—Sí, ya sé que no es correspondido. Muy lamentable. Aunque quiero que sepa que podría, por su amor, ser capaz de guardar cualquier secreto. — Annabella lo miró intrigada ante aquellas palabras. Él la ignoraba ensimismado en su ardilla que había bajado hasta el borde del estanque.
— ¿No sé que está tratando de decir, Conde? — Constantino la volvió a mirar directamente. Las llamas azules de sus ojos tenían un matiz diferente que le produjeron un ligero desasosiego.
— ¿No lo sabe? Bueno le contaré una historia, alteza. Una vez había un caballero que quedó prendido por una bella dama, pero esta le había entregado el corazón a una pasión prohibida y destinada al desastre, y por lo tanto... — Annabella se exasperó y se puso de pie violentamente. El tono irónico con que Constantino le contaba aquel absurdo cuento la empezó a incomodar. Él la miró con parsimonia y con algo de cinismo a la vez, y esto la enfureció aún más.
—Qué historia ridícula me está contando, Conde. ¿Le cuesta tanto trabajo hablar directamente? — él se levantó también, mutando su mirada intimidantemente.
—Como desee, alteza. Sé muy bien que usted me rechaza porque tiene sentimientos hacia su Sacerdotisa de Segundo Orden. Una pasión que resulta abominablemente incorrecta sabe usted. Contra todas las normas y que su osada amante sabe perfectamente que puede terminar con su vida por el solo hecho de sentirla. Una total traición. — Annabella lo sorprendió cruzándole la cara con una fuerte bofetada.
Temblaba de indignación y rabia aunque en el fondo de su corazón había un atisbo de miedo. Constantino se acarició lentamente el haz rojizo del golpe sobre su mejilla mientras la volvía a mirar otra vez con esa llama azul desconcertante y peligrosa.
—Voy a ordenar su castigo por semejante falta, Conde. Acaricie por última vez su título, créame, no volverá a verlo nunca más. — el rió cínicamente y la reacción la descolocó un poco. Su don comenzó a acelerarse por sus venas.
—Oh, alteza. No lo hará. Porqué si yo cuento esta historia en el Concilio no tardaran ni dos segundos en tomar acción...
—Le vuelvo a advertir que mida sus palabras, Constantino. Puedo perder la calma y enviarlo directamente a su muerte.
—No lo dudo. Pero a "ella" no podría mandarla a la muerte. Y estoy seguro que la sed del Concilio será ampliamente saciada con semejante jugoso castigo. Por eso, alteza, no hará nada contra mí. — sentenció arrogante. Las manos de Annabella temblaban y se iluminaron con la energía elemental furiosa en su interior. Pero se contuvo. Se contuvo en un esfuerzo enorme. Sabía que pendía de un hilo la estabilidad y sobre todo la salvaguarda de Shell.
—No tiene pruebas... — gimió por lo bajo arrepintiéndose enseguida de semejante error. El Conde río y suspiro con desdén.
—Eso nunca ha sido un problema para el Concilio se lo puedo asegurar... Además solamente hay que observar sus miradas para caer en cuenta —dijo con desagrado. La Reina Elemental se quedó atrapada en la mirada triunfal e insolente.
La impotencia le carcomía, pero a la vez la desarmaba. Escapó de aquellos ojos y se perdió en la pasibilidad del estanque. Sentía el tropel de sus latidos y la punzada de derrota y tristeza apoderándose de su pecho, dolorosamente. La caricia sobre el mechón de su cabello la sorprendió haciéndola saltar disgustada.
— No se preocupe, alteza. Tal vez usted y yo podamos hacer un pacto que beneficie a todos. — lo miró con la rabia reflejándose en las lágrimas que se acumulaban en sus claros ojos. Él sonrió mordaz. — Estoy totalmente seguro de ello Reina Elemental — pegó la nariz para oler desagradablemente el mechón del cabello de la reina, que aun tenía entre sus dedos. Annabella cerró los ojos aborrecida.
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— ¿A dónde me llevas, Julia? — la hija del Prior naturalista se volteó y le sonrió pero no dijo palabra alguna. Siguió andando por aquel camino angosto lleno de musgo y lodo entre la vegetación que se empecinaba en enredarse en las mangas del vestido de Marina.
Esta la seguía obediente, pero con indecisión y molestia, provocada por el raro actuar de su acompañante. No soportaba la idea de creer que se burlaba de ella, la hacía sentirse acomplejada y con ganas de castigarla por ello. Pero tenía que calmar esa paranoia, aunque le costara lograrlo.
Julia caminaba despreocupada por aquel trillo como si fuera vereda, vestía cómodamente, con su pantalón de montar, su camisa de hilo y sus botas de cuero altas. En cambio, la reina ya estaba agotada de andar agarrando el abultado de su traje y evitando que se enmarañara o se manchara. En tal forcejeo se dobló un pie e hizo mil piruetas para no caer enderezándose orgullosa. Bufó muy enojada golpeando las plantas.
—Le sugerí que se cambiara, alteza — dijo Julia, de pie frente a ella, haciendo un esfuerzo para no reír. Marina venció la distancia entre las dos y se estiró el vestido con altivez, controlándose las lágrimas impotentes.
—No me explicaste que vendríamos a este fin del mundo. — se quejó
—Ya hemos llegado — le dijo a modo de disculpa. Julia dio media vuelta y separó unas ramas indicándole que se adelantase. Marina la miró por un segundo, alzando una ceja dubitativa. Luego, decidida, dio los pasos que la separan del estrecho abierto ante ella.
Atravesó la última cortina de ramas y un rayo de luz le cegó haciéndola colocar la mano sobre los ojos. Cuando se adaptó a la claridad descubrió ante sí un hermosísimo claro rodeado de la arboleda húmeda. El sol reinaba sobre el pequeño espacio cubierto de césped mojado por el rocío y rodeado de arbustos pequeños llenos de bayas y moras silvestres. En medio del descampado natural unas piedras ennegrecidas cubiertas de capa vegetal mostraban los rastros de una fortaleza decaída en ruinas. La precaria construcción aun se mostraba imponente ante la mirada, pues la torre se elevaba casi hasta las nubes.
Marina se quedó paralizada observando el monumento, sobre todo a las aves que se posaban en las ventanas carcomidas de los primeros pisos y parecía que la miraban inquisidoras. No entendía porque aquella estructura le causaba un escalofrío gélido a pesar de ser solo roca vieja y oscura. La regresaron a la realidad unos sonidos entre la maleza, por donde momentos antes llegaran Julia y ella. Al voltearse descubrió a los hermanos Glet que la saludaron con una reverencia y se dispersaron enseguida cerca de la base de la gigantesca torre, chequeando el terreno.
Se asombró de que no los notase en todo el trayecto, pero era verdaderamente tranquilizador tenerlos allí, o no, ya no sabía, el miedo comenzó a acrecentar su ansiedad.
La Reina Naturalista sintió un ligero espasmo en su espalda. Todo aquel actuar y el extraño lugar comenzaban a hacerla sentirse incómoda. Miró nuevamente a Julia que la observaba detenidamente sentada en uno de los trozos gigantes de piedra que había desperdigados cerca de la construcción a causa de pasados derrumbes, con una pierna en ángulo y su brazo apoyado sobre esta. Aquella posición indulgente le pareció por un momento algo osada, pero evitó la ida de ponerse altiva por ello, le era suficiente con la asfixiante ansiedad que comenzaba a anudarle la garganta, como para detenerse a regañarla por su actuar poco correcto hacia su soberana.
— ¿Qué es todo esto Julia? — preguntó seria, intentando mantener la serenidad y sobre todo la superioridad real a la que se aferraba siempre que sentía miedo.
— ¿Sabe que es este lugar, alteza? — preguntó con astucia y miró hacia la elevación. Dos cuervos graznaron y salieron volando haciendo que Marina se sobresaltara.
— No, no sé porque tendría que saberlo. Es un lugar desagradable. — Julia rió y miró a los hermanos que sonrieron también.
— No lo es. Al contrario. Es un lugar muy atrayente. Estos muros... — hizo una pausa y se puso de pie — Estos muros encierran mucha energía oscura y mucha magia. Pero sobre todo mucho rencor y mucha rabia.
— Estas empezando a asustarme y esto me está incomodando Julia, no cruces el límite porque puedo olvidar la confianza que nos une. Soy la reina no lo olvides. — advirtió. La hija del Prior volvió a sonreír y se acerco a Marina mirándola con un brillo algo macabro en sus ojos.
— Atáqueme, alteza — soltó y Marina la miró confundida.
— ¿Qué rayos dices? — Julia la tomó por el antebrazo y la jaloneó mirándola muy fríamente. Marina lejos de incomodarse, se aterró.
— ¡Atáqueme! ¡Acabo de faltar a la regla de no tocarla! — gritó y a la vez sonrió insolente.
Marina se exaltó molesta por la acción y en un acto desesperado arrancó la daga que Julia llevaba en el cinturón sobre su cadera derecha. La hija del Prior naturalista se volvió a reír maliciosa y Marina se enojó aún más. Empuñó el pequeño puñal y lo colocó amenazante en el cuello de la chica naturalista. En medio de toda aquella confusión que la perturbaba demasiado, el enfado se creció y la presión de la hoja afilada fue mucho más grande de lo que quiso, provocando que un fino hilo de sangre cubriera el metal brillante.
Solo pasó un segundo fugaz cuando se escuchó el rugido estruendoso entre los arbustos cercanos. Cuando todos los pares de ojos se quedaron fijos en aquel sitio las hojas comenzaron a moverse y apareció despacio la boca de colmillos grandes y filosos que parecieron de pronto brillar con la claridad del sol. Los amarillos ojos felinos relumbraron con una furia que aterrorizaba. Marina tembló visiblemente y se separó de Julia en un acto reflejo, pero la bestia caminó un paso más agazapada, y luego saltó agresivamente hacia ella.
Marina sintió que se desmayaba, el sudor corría por su espalda, la mirada de la bestia se quedo perenne en la suya, hasta que la fugaz silueta de la hija del Prior se posó delante de sus ojos. Julia se colocó frente a ella con los brazos abiertos y miró fijamente a la bestia felina que cayó de su salto justo frente a ella. Cuando Marina reaccionó a toda la escena, aún temblando paralizada, cayó en cuenta del majestuoso animal que estuvo a punto de despedazarla. La idea le doblo las rodillas. Era un puma de pelaje color crema y músculos poderosos que se movía suave de un lado a otro, furioso. Aún observaba detenidamente a Marina por entre las piernas de Julia. Su boca abierta babeaba feroz entre los colmillos dispuestos a destrozar.
— ¡EtnetedYaira!— gritó enérgicamente. El animal la miró y gruñó aún en protesta pero no se movió. Con la lengua se lamió sobre el hocico, resoplando rabioso. Luego caminó en círculo unos segundos, hasta que se fue calmando y se sentó sobre sus patas traseras. Julia se le acercó y la acarició con orgullo y ternura. El felino movió sus orejas y le pegó la cabeza a su muslo.
— Que... que... — Marina no logró articular palabra. Sin poderse sostener sobre sus temblorosas rodillas se dejó caer en la hierba sin importarle nada más. Miró con pavor al animal y con estupefacción a Julia, que se volteó a verle y sonrió. Los hermanos Glet seguían sentados sobre dos bloques de piedra sin inmutarse.
— Lo siento alteza. Creo que me pasé en esta demostración. Solo quería que viera con sus propios ojos lo que significa un Mitad de Alma, poderoso y leal. Creo que lejos de mitigar su miedo, he logrado lo contrario, discúlpeme. Espero que me perdone y no decida castigarme. — la miró con ingenuidad y Marina inhaló profundo.
— ¡Estás completamente loca, Julia! — exclamó escandalizada.
— Solo quería que percibiera el poder que brinda la unión suprema con su denomium. — Se disculpó pero Marina no supo discernir si era real o falsa — El nivel de su don, como nuestra reina heredera, debería haber llegado hasta este ritual. Sinceramente y con todo respeto, alteza, se ha tardado demasiado. — Marina trago saliva que le ardió en la garganta pero no replicó. Aquella idea le causaba pavor. Era más el miedo de no tener el poder suficiente que el de tener cerca un animal como aquel.
— Por tal motivo... — continuó Julia sin mirarle — No nos iremos hoy de esta parte del bosque sin que usted logre ese nivel de poder. Es la Reina, debe tener un poderoso denomium a su par. — acarició nuevamente su gigante puna y este le froto el muslo con su nariz.
— Pero... — Marina hizo una pausa e inhaló profundo para calmar la falta de aire de sus pulmones — Confieso que no sé como poseer un denomium. No sé si podré...
— De ninguna manera esa palabra está permitida — Julia habló con determinación y Marina se sintió pequeña — Tiene que poder, alteza. No puede ser una reina si no tiene uno. Y no puede ser una reina si no tiene el poder para lograrlo. Su don naturalista tiene que ser superior.
— Pero... tú. ¡Por la Diosa!, tienes una bestia enorme. Imaginar igualar eso solo me da escalofríos de terror. — Julia sonrió.
— Si le digo la verdad, no es tan aterrador. Solo tiene que tener confianza. Algunos naturalistas, los más ancianos, dicen que debe ser logrado con imposición de fortaleza y poder, pero yo digo que no. Nada que sea impuesto es una alianza correcta. — dijo seria y Marina observó sus ojos ensombrecerse — El denomium es quien escoge al humano y no al revés como el arrogante ser humano piensa. Solo tiene que mostrarle humildad, lealtad, su alma pura, su coraje y la energía de su don se encargará de darle el toque de conexión que es imprescindible, el apego y el afecto, eso es primordial. La unión se creará sin más. Cuando esa conexión se logré y el animal le reverencie, ya serán el uno del otro. Solo deberá mostrarle el límite de obediencia y el respeto y eso mismo obtendrá de vuelta.
— Lo dices muy fácil — le extendió la mano para que la ayudase a incorporarse. Julia la tomó sonriendo y su denomium gruñó por lo bajo — Y definitivamente tu animal me odia. — se puso de pie y se sacudió el vestido.
— No lo crea, alteza. Solo creyó que usted me haría daño y la unión profiere su feroz protección hasta la muerte. Por cierto su nombre es Yaira y es chica. — la puma ronroneo al escuchar su nombre. Julia le besó la cabeza mientras Marina la miraba con una ceja levantada.
— Es impresionante que poseas un felino tan grande, eres poderosa Julia. — la aludida se encogió de hombros restándole importancia. — No me siento segura de esto Julia, creo que debo prepararme más. — confesó con verdadero temor.
— De ninguna manera alteza, y perdone mi impertinencia. No voy a permitir que se menosprecie así. Usted es la Reina Naturalista, debe tener un denomium poderoso que impresione a todo el reino. Generará respeto y temor. Es un buen aliciente para lograr llegar al trono. — Marina se estremeció con sus palabras pero no replicó. — Venga, acompáñeme... Tú quieta aquí, buena chica. — le dijo a su puma la que gruñó bajo como respuesta y luego se echó sobre el césped mirando aun recelosa a Marina cuando pasó delante de ella.
Julia se adelantó despacio hacia la puerta arqueada que daba entrada a la base de la gigante torre. Marina miró de reojo a los hermanos Glet que las observaban sin interés. Se detuvo al costado de Julia que le dedicó una mirada intrigosa antes de abrir la enorme puerta empujándola con sus dos manos. Los pistones chillaron y el marco oscuro se abrió ante ellas. Una brisa rara y escalofriante pareció gemir cuando escapó del interior.
A Marina se le heló la piel. Julia se adelantó hacia la oscuridad como si nada y ella solo optó por paralizarse. No cabía duda que la hija del Prior estaba acostumbrada a aquel sitio o simplemente era demasiado temeraria o lo fingía muy bien. Marina se debatió esta cuestión para escapar del protagonismo de su ansiedad que le ahogaba dentro. Al final de cuentas, ocultar lo que sentía, también debía ser una lección a aprender muy bien en su vida como monarca.
Después de un minuto notó como la hija del Prior encendía las antorchas apresadas a las paredes del interior por raros candelabros de hierro esculpido. Cuando los haces de luz dieron una precaria pero mejor iluminación a la estancia, Marina inhaló profundo y decidió entrar. Caminó unos pasos hasta llegar junto a Julia que la esperaba en el centro del espacio, con una inmensa antorcha suspendida en su mano.
— ¿Por qué tiene que ser en un lugar tan tétrico? — se quejó mientras tosía. El polvo y el olor a humedad o a algo más pestilente se pego a su garganta. Julia sonrió.
— No lo es, alteza. Esta torre significa mucho más que viejas rocas ruinosas. Es el emblema de una perseverancia y un poder que no se permitió que fuera arrebatado. — alzó la antorcha para iluminar mas allá de los que alcanzaba su vista. — ¿No conoce la historia de la Antigua Torre de Hechicería? — Marina la miró dubitativa y luego tomó un momento para detallar lo más que pudo todo su alrededor.
El espeluznante edificio de forma circular crujía como si se quejara. El primer piso era una enorme sala con tres puertas diseminadas en el costado derecho. Al lado contrario comenzaba a erigirse una escalera de madera en forma de caracol que ya se carcomía a pedazos. Marina la siguió con la vista y sintió mareo al discernir la altura en la que se perdía. Era como algo irreal ver aquella espiral herrumbrosa que subía en un frenesí de locura hacia un infinito.
La hiedra trepadora se enmarañaba en los fríos y altísimos muros y colgaba en algunas partes como una cortina verde. Escasos espacios de luz solar se colaban por los huecos en la piedra derrumbada o los marcos rotos de los ventanales que se repartían por todas las paredes, chocando con los peldaños desdeñados y la fría roca. El faro de luz parecía denso con el polvo que reflejaba. Dos cuervos aletearon en lo alto y su chillido le provocó otro estremecimiento a Marina que regresó la vista de nuevo hacia Julia para apartar aquel insano malestar.
— No, no conozco mucho de este lugar. Pero realmente no me interesa escuchar la historia ahora. — zanjó. Julia se encogió de hombros y se alejó unos pasos hasta una de las puertas en el lado derecho.
Antes de seguirla con la mirada, la reina reparó en los mosaicos del suelo casi opacados por la mugre y el desgaste. Había un dibujo en ellos: Un hombre de traje y capa negra con el rostro pétreo y mirada aterradora. Parecía que saldría del frío mármol como un demonio. A su alrededor habían dibujos alegóricos a los dones y de su mano colgaba un cristal, con una forma triangular que parecía una daga gruesa. Marina la observó en silencio, en algún otro tiempo su color debió ser muy morado, aunque ahora estaba descolorido y chorreado con una mancha que parecía viscosa a pesar de estar ya seca. Esta visión la hizo sentir un estremecimiento.
Desvió la vista al escuchar el chirrido metálico. Notó entonces que Julia la contemplaba junto a una de las tres puertas cerradas. Su mano izquierda posaba sobre la aldaba oxidada. La mirada de la hija del Prior tenía un brillo extraño y casi pérfido, o así le pareció a la Reina. Notó como su propia respiración se agitaba en su pecho. Intentaba mantenerse en pie a pesar del desasosiego que le producía aquella situación. Sentía incluso unas enormes ganas de llorar pero no iba a permitirse una perreta como niña mimada. Era la Reina. Apretó las manos hasta clavarse las uñas en las palmas y se concentró en el dolor que le produjo para ignorar la ansiedad que le mareaba.
— Alteza, permítame presentarle... — Julia movió la aldaba y algo hizo clic — A su futuro denomium — la puerta se abrió unos centímetros. La habitación era una boca de oscuridad total y malsana. Un aliento fétido se expandió de pronto y en medio de la profunda negrura aparecieron dos diabólicos ojos amarillos.
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Katherine miraba a través de los cristales coloridos de una de las alargadas ventanas del Salón de Las Mil Tierras. Se mantenía rígida, de pie, con la mente lejos como aquel mar que observaba rompiendo contra la costa de la Ciudad de la Luz. El bullicio de la multitud a su espalda era solo un eco en sus oídos. La decena de Lores de todas las comarcas y los Priores de las principales regiones vociferaban contradicciones y el ánimo caldeado hacía subir la tensión. A pesar de que otros miembros del Concilio trataban de instaurar la calma era una faena inútil. Los estirados Envenenadores se notaban ofuscados también y se alisaban sus refinados trajes negros con intranquilidad.
Algunos miraban de soslayo la perturbadora quietud que mantenía su líder junto a la ventana y murmuraban para sí, atónitos. Desde el justo momento en que se hizo el llamado intempestivo a la reunión extraordinaria las posturas fueron resentidas. Y para cuando al fin Katherine declaró la situación en que se encontraba el reino y confesó la existencia de Elizabeth, engrosando como quiso la presencia de la "reina traidora" como el más terrible de los males, el Salón de Las Mil Tierras explotó encendido en indignación.
Un leve tintineo logró que la gran Eritrians volteara a mirar a su lado. El hombre parado allí lo supo pero no la miró, siguió la vista a través de la ventana hacia el mismo paisaje. Ella estiro su labio inferior casi con complacencia. El silencioso acompañante acariciaba los adornos dorados que completaban su ataviado traje oscuro y reluciente, elegante como todo buen envenenador. Era alto y apuesto, las canas marcaban su alisada melena cobriza.
— El mar es algo majestuoso, ¿no te parece? — sonrió a pesar del murmullo exasperado a sus espaldas. Katherine volvió la vista hacia afuera y agradeció la complicidad en aquella especie de apartado que mantenían.
— Si lo es.
— Y también muy peligroso, Katherine. Cuando un mar se embravece, es terrible la destrucción que puede expandir. — los ojos se encontraron nuevamente. Los negros del Envenenador brillaron casi deferentes pero con dureza. Katherine no pudo evitar suspirar.
— Oh, Lenand. No sé cómo ha podido pasar esto. — dijo y fue extraño sentir la angustia y la disculpa en una frase de la gran Katherine. Bajó la mirada hasta sus pies. Un gesto discreto que disimuló alisando su vestido de franela con exquisitos tocados de hilos dorados. El hombre respiró hondo y se acarició despacio su cuidada barba.
— Si sabes. Todos sabemos. Pero no bajes tu mirada. Yo no te estoy culpando. — le tomó con delicadeza la barbilla y le hizo mirarle. Los ojos azules refulgieron ante la oscuridad absoluta de los de él. — Te admiro, Katherine. No es por gusto que llevas en liderazgo del Concilio Obscuro. Pero no te permitiré que te olvides de la firmeza que tienes que imponer, cueste lo que cueste. — la miró con fiereza y ella disimuló un estremecimiento.
El hombre se volteó entonces hacia la multitud y dio un paso hasta la circular mesa de reunión.
— ¡Silencio! — alzó tanto su voz grave que retumbó en cada arco del alto techo de mármol. Fue suficiente para que todos los ojos se clavaran en él y volviera el silencio. — Voy a pedir que vuelvan a sus lugares, señores. No llegaremos a ningún final si continuamos comportándonos de esta manera. — la decena de hombres comenzó a sentarse nuevamente pero con protesta.
— Pido una audiencia urgente del Comité Supremo contra Katherine de Eritrians, por la falta grave de traición contra la Reina — uno de los Lores presentes alzo la voz en medio de la quietud y soltó intempestivamente las palabras que sonaron mordaces.
Algunos a su lado asintieron y comentaron por lo bajo. Katherine apretó sus manos, el temblor volvió a apoderarse de ellas. Lo miró directamente. El hombre alto y fuerte representaba la Junta de Woodville. Sus ropas de pana de un color ocre le indicaron su buena posición, y la bestial mirada, el deseo perenne de lograr su fin.
Katherine recorrió con la vista a los presentes y el mismo atroz deseo se compartía en muchos de ellos. Se cruzó un segundo con la mirada gélida de Vlair, que se mantenía callado al final del círculo de sillas, pero no dejaba de contemplarla detenidamente y sin una expresión que pudiera comprender. Esquivó los penetrantes ojos del Embajador de Delfeos, le daba escalofríos sin poder evitarlo.
Huyó del vértigo momentáneo que le causaba aquel ambiente agotador y de los susurros desaprobatorios que le zumbaban en los oídos y miró una de las pinturas dispuestas en un marco en la pared. La última familia real posaba elegante, y la pequeña sonrisa de la Reina Aleene con su primogénita en brazos le hizo estrujar duramente el corazón. Pero la lágrima que casi escapa de sus ojos, fue limpiada con ira y frustración, antes de que el vulgo la notara.
No podía creerse que todo aquello le superara de una forma tan violenta. El orden que había creado por tantos años se desboronaba a su alrededor. Sentía más rabia e impotencia, que temor. Inhaló profundo. Tenía la imperiosa necesidad de sobreponerse como siempre lo hacía.
No era el momento para dejar que las fuerzas se agotaran en su espíritu. Levantó la cabeza al fin, con ímpetu. Cruzó un instante la mirada con los ojos grises de la Suma Sacerdotisa, su rostro blanco estaba carente de expresión, pero la fuerza de la más alta Elemental se metió a través de su mirada. Katherine no tenía la certeza de que la apoyara pero estaba convencida de que tampoco la echaría a tierra, como tampoco lo haría el Embajador, con su pose autómata y fría. Aquellas fuerzas calladas y temibles le dieron un empujón en silencio.
— ¡Basta! — gritó el Portavoz otra vez y ante su voz furiosa el enjambre de murmullos cesó. Katherine lo miró, el rostro de Lenand estaba contraído y ofuscado. Notó que debatía que palabras usar antes de volver abrir su boca. Su compañero de gobierno, a pesar de haber sido siempre el más mordaz y severo que conoció jamás, volvía otra vez a demostrarle que a pesar de tantos años, y de conocerla tan bien, jamás había menguado su incondicional apoyo hacia ella.
Sonrió complacida ante el pensamiento y posó discretamente su mano sobre la manga aterciopelada del traje de él. Sir Lenand la observó un minuto y ella le asintió cómplice. Soltó el aire mientras la gran Eritrians se dirigió a su alta silla a la cabecera de la mesa de negociaciones con una elegante y altanera manera. Contempló arrogante a todos en el salón que la miraron con estupor. Detuvo sus ojos en el Lord que le acusó directamente y lo miró inexorable.
— ¿Cuál es su nombre? — la pregunta fue pausada pero penetrante. El aludido no pudo evitar una leve consternación.
— Lord Robert Brin de Woodville. — dijo y sostuvo su mirada.
— Muy bien, Lord Robert. Dado que usted no cree ninguna de mis palabras dichas aquí. Le convido a que tome temporalmente el control del Concilio Obscuro mientras organiza la moción en mi contra y vela por la protección de las Reinas hasta la coronación y sobre todo después de ella. — soltó intempestuosamente.
Acto seguido abrió la carpeta marrón que descansaba delante de ella y sacó el broche verde oscuro con el emblema del Concilio, una especie de mosaico de esmeralda intrincado de dibujos de todos los dones, que identificaba a su consejero mayor. Lo extendió sobre la mesa y lo ofreció con un gesto.
Lord Robert se reclinó en su asiento algo nervioso repasando lo que acababa de pasar. Se reanudaron algunos susurros sinuosos.
— Yo... eh... — el Lord trató de argumentar mientras disimuladamente miraba a sus compañeros los que evitaban el contacto. "Malditos cobardes, le dejaban solos a pesar de llenarse la boca de insultos a espaldas de la Eritrians" Se dijo en silencio, cavilando y recuperando la compostura que aquel ataque de Katherine le había tambaleado, sin dejar de observarla.
De forma audaz Katherine de Eritrians había logrado debilitar el pequeño intento de desestabilizarla. Su respuesta tan calmada había logrado el acometido de desorientar a sus oponentes. Por dentro hervía de rabia e impotencia y miraba con un fulgor macabro a aquel que aún la examinaba como si la descifrara. No podía negar que el Lord de Woodville se mantenía altivo y que eso significaba un descarado reto hacía ella.
Pasó un minuto donde el tiempo se paralizó dentro del Salón de Las Mil Tierras. Continuaban las conversaciones por lo bajo pero nadie expresó nada más ni dio su opinión en medio de aquel claro desafío. Katherine estiró su labio casi triunfal cuando cruzó sus ojos con el Portavoz y este la miró con satisfacción, asegurándole en silencio que daría por terminada la incómoda reunión.
Pero ese segundo se rompió enseguida cuando el sonido de la silla al arrastrarse los hizo mirar otra vez hacía los participantes.
Lord Robert se había puesto de pie con algo de insolencia. Katherine lo observó tragar saliva antes de pararse más en firme como si se dispusiera a pelear un duelo. Por un instante se asustó pero lo mantuvo oculto. El naturalista contrajo el rostro.
— Tal vez no soy el indicado para lo que demanda Consejera. Pero estoy convencido de que después de lo declarado aquí, y de su catastrófico mal manejo de la gobernación en este largo tiempo sin Regente, la convierte en mucho menos eficaz... — hizo una pausa y algunas cabezas asintieron, otras se miraron preocupadas.
Tal valentía o necedad jamás había tenido lugar en un cónclave del Concilio y que estuviera sucediendo ahora con tal desfachatez era muy arriesgado. Katherine se tensó. La rabia le ardía en el pecho, apretó sus puños temblorosos para contener las ganas de estrangular al naturalista.
— No es mi decisión tomar su puesto, creo que este consejo debe analizar y acatar lo que corresponda y que sea mejor para el reino. Al igual que lo que proceda con su actuar. — continuó confiado.
— Señores en mi opinión... — el Prior Rafack interrumpió sutilmente pero se detuvo cuando Katherine se puso de pie impetuosa, demostrando visiblemente su furia.
Lord Robert se puso tenso y en atención, un poco impresionado. También se colocaron en alerta la Suma Sacerdotisa, que trataba de que Katherine la mirase antes de que fuera a cometer una locura, y en Embajador de Delfeos. La cólera en la Eritrians era tan aterradora que miraba ciegamente a su oponente como una fiera a punto de devorarlo. Inna notó el temblor en la barbilla de Katherine e inhaló sonoramente, preocupada del final de todo aquello. Por otra parte, Vlair sonrió casi con orgullo y su mirada se oscureció con aquella maldad insana que desprendía.
— ¿Mi mal manejo dice usted, Lord Robert? — preguntó con molestia e ironía. — ¿Cuántos años de paz ha logrado mi "mal manejo"? Lloré y enterré el cuerpo destrozado de mi más querida protegida... fui engañada como todo mundo aquí. También me siento traicionada con todo lo que hace. Estoy convencida que traidores de esta tierra, que se han mantenido agazapados como cobardes carroñeros todos estos años, pugnando por desestabilizar al gran reino de HavensBirds son los que la utilizan en nuestra contra. Son los que le han destrozado el alma todo este tiempo logrando incluso que odie a sus queridas hermanas... — hizo una pausa y dibujó una sombra de desolación en su rostro mostrando un llanto que disimulaba a la perfección. Inna la observó desconcertada ante semejante falsedad. Pero fue la única que lo notó, y a pesar de consternarse decidió como siempre, callar.
Reinó un silencio extraño donde la zozobra se hizo perdurable. Nadie habló, ni siquiera Lord Robert que se notaba evidentemente indignado. Algunos de sus cercanos lo miraron ordenándole calladamente que usara la prudencia y este, algo enfurecido, volvió a sentarse demostrando su protesta en la forma de hacerlo. Cuando la quietud comenzó a hacerse más pesada, el Prior Rafack se puso de pie. Lord Robert lo miró tajante y golpeó el brazo de su silla. Ignorándolo, el Prior Naturalista se dirigió a Katherine y el Portavoz.
— Creo que nuestra misión primordial aquí es cuidar a nuestras Reinas. Y me parece que no tenemos dudas que la posición del Concilio, con Katherine al frente, es precisamente eso lo que ha hecho todo estos años... — hizo una pausa y Katherine lo miró alzando una ceja. Él sonrió audaz — Está de más provocar una ruptura interna que favorezca a los traidores para lograr una sublevación. Así que considero que usted Lord Robert, debe tener cuidado como se expresa, o pediré su retiro de estas filas. No voy a permitir que un noble de mi región se mezcle en habladurías para causar un malentendido.
— ¡¿Cómo se atreve!? — saltó de la silla alzando la voz encrespado. — Esto es el colmo. Me retiraré del cónclave, no permitiré que se falte el respeto de esta manera... — arrancó bruscamente su emblema de miembro del concilio y lo lanzó a la mesa. — Lo único que deseo con gran fervor es que una de las herederas llegue al trono lo antes posible, y ¡oh! Me hace tan feliz que al fin, no sea de la estirpe de Envenenadores. Con permiso. — arrastró la silla hacia atrás violentamente y se dirigió a la salida con todos los pares de ojos clavados en él, algunos con asombro, otros con dudas, otros más discretos con orgullo.
Katherine lo contempló salir por la puerta que los guardias abrieron y cerraron enseguida tras de él. Su rostro estaba irascible y los puños apretados. Sir Lenand la observó en silencio y cuando por fin las miradas se cruzaron, el brillo malévolo se compartió en ambos.
— Inconcebible. Pido disculpas en nombre de la Junta de Woodville... — pronunció el Prior e hizo un gesto con la mano captando la atención de los presentes. Algunos de los lores a su alrededor asintieron y por primera vez, se notó ligeramente como iba menguando la tensión.
— No se preocupe, Prior Rafack. Nuestro Concilio es fuerte en sus convicciones. Y ahora más que nunca lo será, por el futuro y bienestar de nuestras Reinas legítimas... — pronunció el discurso con determinación y luego miró a Katherine por un segundo. — Creo señores que daremos por concluida esta sesión. Creo que las prioridades están dichas y nuestra misión es organizarnos y mantenernos unidos y firmes para defender la magia de HavensBirds y a nuestras herederas. Estaremos al tanto de cualquier novedad que surja. — hizo una pausa y luego elevó las manos con las palmas hacia arriba para dar la señal de culminación.
Los presentes se levantaron haciendo sonar sus sillas entre murmullos. Saludaron con una inclinación de cabeza a las que Katherine respondió levemente. El Portavoz se quedo de pie observándolos salir por las anchas puertas que los soldados abrieron de par en par. Cuando el último de ellos abandonó la sala y las hojas pesadas volvieron a sellarse, Sir Lenand se masajeo las manos una con otra y se sentó respirando hondamente. Katherine permanecía en silencio enajenada a la realidad.
— Y bien, Katherine... — la voz grave en medio del frió silencio que volvió a inundar el Salón de las Mil Tierras la sacó de su abstracción con un ligero sobresalto. Lo miró con el azul de sus ojos empañado por una lágrima. Sir Lenand alzó una ceja preocupado y en desacuerdo con la expresión de su rostro. — No sé qué cruce en este instante por tu mente. Pero sé que es lo que amerita prioridad inmediata. Tienes que encontrar a la "reina traidora" y ponerla en la losa de ejecución con extrema prontitud.
— No es tan fácil. — el portavoz del Concilio se levantó visiblemente molesto. Lo observó mutar su condescendencia a indignación.
— No me interesa en que basas semejante conclusión. No te estoy consultando. Como presidenta de este Concilio y veladora del orden, sabes que tienes que hacer. Una Reina debe ser coronada sin contratiempos y sobre todo se debe mantener la integridad y la continuidad del Concilio en los menesteres de gobierno. Si este "error" se convierte en una sublevación y se va de nuestras manos, haré lo posible porque sea tu cabeza la que ruede en la losa de mármol. — Katherine le dedicó una mirada fulminante no más fría que la de los recios ojos oscuros del envenenador pero no dijo nada más. Sir Lenand se dirigió a la salida y se arreglo el traje con arrogancia. — Ah, por cierto... acudiré al Torneo del Bosque dentro de dos días y luego creo que debe ser inmediata la partida de las herederas hacia esta ciudad. No se puede dilatar más el advenimiento de las reinas en capital y permitir que esto cree malos comentarios entre el vulgo. Que tengas una buena noche, Katherine. — sonrió con una maldad irónica y salió del salón.
Katherine suspiro sonoramente y golpeó fuertemente el brazo de la silla. Hizo un ademan a los guardias que cuidaban la puerta y estos chocaron los talones en saludo y se retiraron también sonando sus armaduras metálicas. Antes de cerrarse la puerta el Comandante de la Guardia Real apareció en ellas.
— En serio quiero estar sola Antuan. — dijo secamente. El guardia se adentro y cerró tras él. Se quitó el yelmo y bajo la cabeza.
— Entiendo mi señora. Ojalá pudiera quitar el peso de sus hombros... — confesó con un sentimiento extraño mezclado en sus palabras. Katherine lo miró y por primera vez notó los ojos grises de Antuan sosteniéndole la mirada con fervor.
—Encuéntrala... Cueste lo que cueste. — dijo con fuerza y Antuan arrugó su frente contagiándose de esa pasión silenciosa y casi oscura. — Necesito que lo hagas... — se incorporó y se acercó a él.
El corpulento hombre tembló cuando ella tomó su rostro entre sus manos. Fue un momento sin explicación donde no tuvieron que decir nada más. El Comandante cerró los ojos y acaricio con su mejilla aquellas manos que aunque frías, llenaron de calidez extremadamente deseada cada poro de su piel. Era una especie de regalo divino el roce y el rudo guerrero sonrió casi inocente. Katherine rindió sus defensas sin siquiera percatarse de ello. Un instante fugaz sintió paz.
— La traeré hasta usted mi lady, lo juró por la fuerza de mi devoción. — dijo con emoción y abrió los ojos para volverse a encontrar con la furia azul que tanto amaba. Estiró su labio inferior al notar los ojos empañados. La gran Eritrians notó el gesto, lo más parecido a una sonrisa que jamás pudiera venir de él, y le devolvió una llena de verdadero agradecimiento. Selló el callado y extraño acuerdo apoyando su frente en la de él, haciendo que otro espasmo sacudiera los músculos del poderoso guerrero, consciente de su poder sobre su voluntad.
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