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♣15.En el camino♣

Annabella atravesó el salón central del Templo Mayor con paso suave y aire elegante. De tanto preparar mentalmente a su "reina interior"ya se reflejaba en su porte. La seguían dos de las sacerdotisas que la acompañaron en el trayecto. Necesitaron llegar lo más pronto posible así que Anna optó por pactar con sus seguidoras y hacer el ritual de la nube azul permitiéndoles llegar volando en unas horas. Fue atrevido realizar sin el debido consentimiento superior un hechizo de los catalogados como magia restringida por ser directamente consecuente como excedente de poder, pero fue necesario.

Anna admitió no dominarlo aun con demasiada habilidad y pidió a las demás unir sus dones para lograrlo. Este gesto humilde causó alegría y complicidad entre sus acompañantes como si hubiesen sido bendecidas solo con el hecho de unirse a su Reina y ayudarla a realizar un conjuro superior, lo que a Annabella le resultó muy fructuoso para fortalecer lazos futuros de confianza.

Dentro del Templo había un silencio sepulcral. Una solitaria Sacerdotisa de Segundo Orden le dio la bienvenida con una reverencia solemne.

—Es un honor inmenso tenerla aquí, alteza. — sonrió sinceramente agradecida. — Enseguida avisaré a la Gran Sacerdotisa y haré que el Templo la reciba como es merecido... solo disculpe que no haya una mejor bienvenida, es que nos ha tomado por sorpresa.

—No, no... — contestó demasiado rápido y sonrió para mantenerse calmada. — Quiero decir, no la moleste ahora. Cuando avance la mañana podrán darme la bienvenida. Ahora me gustaría que me indicaran una habitación para descansar, ha sido un trayecto que me ha fatigado.

—Pero... alteza, no podemos dejar pasar con tan poca efervescencia su llegada sorpresa. No sabe cuánto ansiábamos todas en el Templo que nos acompañara... — insistió amablemente.

Annabella le tomó la mano sonriente y su subordinada tembló ligeramente con gran emoción. La reina elemental entendió en el pequeño gesto, al igual que un momento antes, en las sonrisas de sus acompañantes, cuan valiosa y sagrada era su presencia para todas, cuan sumisas a su gracia estaban felices de ser. Todo aquello era agasajante y a la vez inquietante.

—Lo sé perfectamente. Pero harás un gran bien a tu Reina si por favor la dejas dormir ahora. A penas a salido el sol, en unas horas más serán encargadas de hacer una fiesta espléndida para mí, porque he decidido quedarme unos días, ¿qué les parece? — Annabella sonrió, decidió contagiarse de un poco de la alegría y a la vez aprovecharse para no encontrarse ninguna objeción. La emoción en las tres sacerdotisas fue tan grande que Anna por un instante creyó que saltarían.

—Eso es tan poco habitual... — dijo dubitativa pero enseguida sonrió abiertamente — ¡Pero por supuesto como usted desee! En el Templo su habitación real esta lista siempre, alteza. — ya se había separado y la reverenció ampliamente.

—Muy bien. Entonces Giana me acompañará. Ustedes dos pueden retirarse. En el desayuno tendrán la responsabilidad de anunciar y agasajar mi llegada. Así que descansen ahora. — ni siquiera replicaron. Annabella había logrado manipular su entusiasmo.Se retiraron con una acalorada reverencia. Ya solas, Anna se volteó hacia Giana que la miró expectante. — Llévame con Shell, inmediatamente. — le ordenó al fin.

—Por supuesto alteza. Sígame por favor. — se movió despacio. Annabella la siguió admirando con asombro y curiosidad cada rincón del Templo que se descubría a su paso.

Era una construcción majestuosa y el lujo refinado no faltó en el lugar donde se honraba la magia pura, algo paradójico que no la extrañó. Los largos pasillos todos de un mármol extremadamente brillante se perdían entre columnas y fresnos con cincelados de oro. Daba una sensación de solemnidad y extremada divinidad.

Ambas caminaban en silencio, sus túnicas susurraban entre las semi iluminadas estadías. Giana se había convertido ahora en su lugarteniente por lo menos hasta que pudiera tener a Shell a su lado otra vez. Annabella le había impuesto la lealtad y el honor que significaba ser aceptada entre sus más allegados.

Después de sortear varios corredores se detuvieron por fin ante una puerta arqueada con remaches de hierro. Annabella se quedó en silencio por un instante y sintió que un espasmo le recorrió toda la espalda. Ahora ella era la que sin explicarse el porqué tenía una rara emoción en sus entrañas.

—Puedes irte Giana. Y recuerda todo lo que te he indicado.

—Por supuesto alteza, es un honor servirla — reverenció con la cabeza sin replicar y se retiró. Annabella respiró despacio mientras acariciaba el picaporte. Después de un instante, se decidió a girarlo.

Shell estaba recostada al respaldo de su cama, adolorida, pero no era aquello la causa de no haber podido dormir. Era la extraña sensación de desasosiego, expectación y emoción a la vez que no podía explicar y que la dominaba desde que envió el mensaje. Miraba de vez en vez a través de la ventana que no había querido cerrar, esperando al menos la paloma de vuelta.

Las tímidas primeras luces del sol de esa mañana empezaban alcanzar la montaña del Templo. Se colaban en la habitación alumbrando junto a la llama de la única vela en la mesita de noche, que se movía cada vez que la brisa la asustaba. Suspiró mientras acariciaba con el pulgar un extraño medallón que sostenía con su mano. Cerró el puño para ocultarlo cuando sintió el ruido del picaporte al girar.

Aguantó su respiración mientras deslizaba la mano libre bajo la almohada y rosó la fría empuñadura de su daga. La puerta se abrió de una vez, acabando con la incertidumbre y Shell no logró evitar incorporarse alerta en un gesto de dolor, quedando arrodillada sobre la cama. Annabella apareció sonriendo alegremente y la sacerdotisa ahogó un suspiro sonoro.

—No puedo creer Sacerdotisa de Segundo Orden que te asustes así de fácil... — dijo divertida y atrevida. Shell sintió que el corazón le palpitaba a mil y se quedó paralizada ante la amplia sonrisa luminosa que su reina mantenía en los labios.

—Al-al-alteza... — se trabaron sus palabras en la garganta.

Annabella no la dejó terminar. Se arrojó sobre ella, abrazándola fuertemente. Shell aprovechó y hundió el rostro en el aroma del cuello de la reina elemental jactándose de la felicidad que le provocó el inesperado e inaudito gesto. Annabella acarició tímidamente su cabello y por primera vez respiró con tranquilidad. El miedo que la agobiaba, al no saber exactamente que se encontraría al llegar allí, comenzó a liberar su pecho.

El abrazo duró más de lo normal y al separarse ambas quedaron sentadas una frente a la otra en un embarazoso silencio. Anna notó el sudor en las palmas de las manos y a Shell no podía mirarle sin que le provocara reír. Era un manojo de nervios que temblaba delante de ella y la conmovió ver como intentó disimular una lágrima restregando su mano libre por su rostro rápidamente, mientras regresaba la daga elemental bajo la almohada. Inhalo sonoramente y Shell pareció soltar el aire que retenía al mismo tiempo.

—Que horrible vendaje. — Shell sonrió tímida mientras se miraba su hombro herido.

Luego de que Katherine se marchara sus compañeras la habían curado la magullada herida, lo cual justifico por golpearse distraída, pero la piel estaba tan lastimada que tuvieron que untar ungüentos más preparados que manchaban las vendas de un color marrón.

—Es más horrible la herida, se lo aseguro alteza. — Anna se cruzó de brazos y la miró como con escrutinio. Shell suspiró aceptando el regaño implícito —Estoy bien no hay de qué preocuparse ya.

—Tenías que informármelo. ¿Cómo es posible que pasara todo esto y yo sin saber nada...? Tenían que habérmelo comunicado enseguida. ¿Acaso no soy la Reina Elemental? Se lo reclamaré en la mañana a la Gran Sacerdotisa.

—Y le dirá que era una misión sagrada del Templo, y por consiguiente clandestina y secreta.

—¿Que hizo perder a cuatro de nuestras compañeras y a ti te puso al borde de la muerte? Tiene que darme mucho más que la justificación de una misión sagrada.

—El Bien Mayor bastará para justificarlo todo... Siempre es así.

—Siempre sería así antes de que existiera una Reina. — Shell la miró con admiración

—Yo intenté hacerlo pero usted estaba muy entretenida en la fiesta naturalista. Ni siquiera le importo venir a la puerta cuando mande avisarle, antes de partir... — el tono de la sacerdotisa mutó a reproche.

—Bueno en verdad... — admitió y resopló.

—Estaba feliz ¿no? — la interrumpió pero no se dio cuenta de la imprudencia. El reproche se mezcló con tristeza y enojo y no se frenó — La vi por una de las grandes ventanas. Toda rodeada de súbditos, con tantas atenciones... sobre todo del conde naturalista ¿verdad? No se separaba de usted ni un instante. Muy interesado en complacerla hasta en el más mínimo detalle, ¿no es verdad, alteza? Y usted más que cautivada, no fue capaz de salir de su encantamiento ni siquiera para escucharme un minuto... ¿Ese conde la hace feliz no es así? ¿Es... él se ha adueñado de su...? — Anna observó como apretaba los puños instintivamente hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

Alzó una ceja pero permaneció en silencio. Aunque debería estar exigiendo el respeto que merecía, decidió dejarla desahogar todo aquello que era indiscutiblemente un reproche. Le llamó mucho la atención que fuera así. Estaba segura que Shell no razonaba ni una de sus palabras y también estaba segura que tampoco ella la enviaría al cepo.

—¿Perdona...? — la interrumpió haciendo una mueca con ironía. — ¿Qué significa todo esto? ¿Acaso estas reprochándome? — la Sacerdotisa de Segundo Orden se puso pálida de la vergüenza.

—No-no... yo-yo... — balbuceó nerviosa. Anna soltó una carcajada estruendosa y Shell se pasó una mano por la frente para secar dos gotas de sudor.

—¡Oh por la Diosa! Shell, nunca dejaras de hacerme reír...

—Al parecer es para lo único que le he servido. Para hacerla reír... — sonó despechada.

—Shell basta. ¿Qué es todo este drama?

—Disculpe alteza, solo estoy divagando. Olvide mis estúpidas palabras... Pero no puede negarme que fue más importante seguir siendo cortejada por el Conde que venir a mi encuentro... — había ironía en su voz y Annabella ladeó la cabeza como señal de alarma, estaba pasándose — Tenía un mal presentimiento y usted ni siquiera quiso escucharme — respiró con algo de decepción — Iba a contarle todo aunque incurriera en la terrible desobediencia de exponer la misión porque pensé que tal vez moriría y no... y no la vería más... Pero nada de eso le importó — la reina se angustió tan solo con dejar esa idea pasar por su mente. Intentó entonces explicar, pero su Sacerdotisa de Segundo Orden se lo impidió. Continuó descargando lo que le pesaba en su pecho ignorando todo lo demás. — Pero usted ni se inmutó. ¡No que va, el "maravilloso Conde" estaba a su lado, haciéndola olvidar todo lo demás! Seguía bailando indiferente. ¡Oh si! El atractivo Conde Constantino de Corzo. ¿Sabe que toda la vida ha sido un vividor, verdad? Un charlatán, y usted esta... la ha hechizado con su galantería... Y ha caído en sus mañas como una tonta — profirió y Annabella se puso de pie molesta.

— ¡Basta ya Shell!, ¿qué haces...? — la miró intrigada y bastante molesta — ¿Acaso estás celosa? — soltó incluso sintiendo un espasmo al decirlo. Shell la miró directamente y hubo un raro brillo en su mirada. Annabella resopló.

—Mejor hago silencio... — protestó mientras bajaba la cabeza y Annabella la sintió respirar profundo. Regreso y se sentó delante de ella ladeando la cabeza un segundo antes de hablar.

—No, no te vas a callar ahora. ¿Me quieres explicar que está ocurriendo, aquí? ¿Qué significa esta actitud que estás teniendo hacia mí, completamente fuera de lugar...? — Shell la volvió a interrumpir antes de que formulara otra pregunta que no estaba preparada para contestar.

—Perdóneme alteza, soy una estúpida... — le habló sin alzar la cabeza como señal de sumisión.

—No eres una estúpida. Y deja de interrumpirme... Contéstame con la verdad. — le levantó la barbilla y se miraron directamente. Los ojos claros de Annabella parecían refulgir con esa energía propia de ella y Shell no atinó a nada más que a esquivar su mirada aunque inútilmente regresaba una y otra vez a ella.

—Usted es la Reina. Tiene miles de responsabilidades. Es una tontería mía osar interrumpirla... pretender que dejaría su reunión oficial para acudir a mi llamado. Usted tiene sus prioridades... solo... me dio tanto miedo de pensar que tal vez me enfrentaría a la muerte y ni siquiera podía haberme despedido de su alteza... que me aterro la idea y me llenó de coraje.

—¡Calla! Ni menciones semejante cosa. Tú no eres una tontería para mí Shell. No lo eres. Y lo lamento mucho. Tu recado no me fue entregado a tiempo... — Shell hizo un ademán para replicar pero Annabella la detuvo con un gesto. — No vuelvas a interrumpirme — la regañó. — Lo sé. Fue un atrevimiento de parte del Conde que le reclamé porque me molesto mucho, sé que lo hizo de forma intencional. No soy tonta Shell. Aunque creas que todas mis responsabilidades como Reina me distraen, se perfectamente donde estoy. Debía informarme inmediatamente que tú me solicitabas.

— Él no es confiar, alteza... Además es naturalista. — Annabella sonrió ante la mueca de desprecio casi cómica.

—Es un estúpido créeme... Pero jamás volverá a pasar algo así nuevamente, porque rodaran cabezas si no soy avisada de alguna solicitud de tu parte...

—Lo siento alteza. No se... perdóneme se lo suplico. Toda esta escena es intolerable. Usted no tiene que justificarme nada...

—Eso también es verdad. Pero lo hice porque... porque quise hacerlo.

—Agradezco inmensamente que haya accedido a venir...

—Ahora estoy aquí... tú no moriste. Así que... Basta de todo esto ¿sí? Compórtate.

—No sabía si el mensaje le llegaría, estaba tan ansiosa. Y verla aparecer por esa puerta hace un momento. ¡Oh por la Diosa! Pensé que era un espejismo producto de los remedios que me han dado para mi herida... Me dio tanta alegría. No creí jamás que vendría... que no la dejarían tal vez...

—Nadie, absolutamente nadie, me lo iba a impedir. Vine volando, literalmente. — Shell alzó una ceja.

—¿Realizó el hechizo de la nube azul?

—Bueno tuve un poco de ayuda para ser honesta. — los ojos de Shell brillaron llenos de fascinación a punto de dar una gran exclamación. — No hagas un estruendo de ello, no es gran cosa...

—Es algo espléndido que pueda hacerlo, y usted lo sabe alteza...

— Tú me miras con buenos ojos. No soy tan perfecta como crees. Como creen todas aquí... aun mi Don se me escapa...

—Es eso lo que la hace especial, alteza... su humildad... — volvió un silencio incómodo. Ambas se quedaron mirándose por un instante, intensamente, para luego desviar las miradas con desconcierto.

—Bueno... en fin. Tenemos solo unas horas para poder hablar a solas. Cuando el sol este bien asomado y cuando todo el Templo conozca de mi presencia aquí, será mucho más difícil poder tener un momento. Así que quiero que me cuentes, sin que me repliques... absolutamente todo lo que sucedió. Con lujo de detalles. No me interesa si es una misión sagrada o si es una maldita orden del Concilio. Me lo cuentas todo.

—Lo haré. Hay muchas cosas que usted debe saber. Además creo que desde que ha llegado he incurrido en más faltas de las que se podrían pensar, otra más no se echará a ver...

—En eso tienes razón — contó con los dedos — Me has interrumpido, me has reprochado, me has reclamado... me has ¡tocado! Ufff, podría fácilmente contar unos cien o doscientos azotes de castigo o algo peor — ambas sonrieron más relajadas.

—Lo siento, alteza — se disculpó calmada.

—Estás perdonada si me cuentas todo lo que ha ocurrido.

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El paso de Elizabeth era ágil y apresurado. Sentía arder la herida pero no se paraba a pensar en ello. Necesitaba acercarse lo más pronto posible al sitio que le indicó Alia. Al menos esto, porque la otra petición le fue imposible. No lograba zafarse de él. Alec la seguía, como si fuera un tonto juego. Ella lo esquivaba, él le salía al paso, sonreían y volvían a alejarse.

— Alec, detente ya. — le habló en su mente y él salió de su escondite sonriendo. Se paró delante de ella con ese porte encantador.

— Elizabeth no te dejare sola. — sentenció

— Hablo en serio. Harás que me enoje. Ya te dije que no irás conmigo. Este camino tengo que hacerlo sola — repitió ella.

— Que obstinada eres. Pues este "camino" es libre y puedo ir por él si quiero. — se cruzó de brazos.

— Por la Diosa, obstinado eres tú. — replicó.

Lo vio con intención de contradecirle pero en ese instante, un zumbido cruzó el aire y Elizabeth notó una mueca en el atractivo rostro. Él alzó su ceja rota... Auch! La expresión sonó en la cabeza de ella.

— Que suce... — no terminó la frase.

Él se volteó y Elizabeth se quedó paralizada al ver la flecha clavada en el poderoso hombro. Detrás de él se desplegó una pequeña compañía de la Guardia Real con aparatosa formación militar.

— Alto.... ¡Entréguense...! — gritó enérgico el capitán mientras desenfundaba su espada plateada. Elizabeth y Alec se miraron un instante, ella preocupada, él le guiñó un ojo. Dio dos pasos sobre ella y se aferro a sus manos.

— Sácala... — pidió en un gruñido.

— Pero...

— ¡Hazlo! —le ordenó. Ella hizo una mueca mientras retiraba lo más rápido que pudo la flecha de su clavícula dejando un rastro de sangre que manchaba su camisa. Alec tenía el rostro contraído de dolor pero le regaló otra media sonrisa tonta.

Sin decir palabra se colocó frente a ella protegiéndola con su cuerpo imponente. Miró directamente a los hombres frente a él, apretó sus puños, y como una fuerza invisible sus músculos se tensaron, poderosos. Los brazos comenzaron a notarse muy lisos, como esculpidos en acero, un acero dorado como su piel. Su rostro se transformó en salvaje, felino, sin perder ese excitante atractivo, la sonrisa maliciosa y los ojos amarillos y brillantes, la barbilla poderosa y los pómulos afilados.

Elizabeth se estremeció entre asustada y fascinada. Aquello era un Shinning, como en los libros. Un poseedor del don de la guerra, supuestamente extinguidos, supuestamente bestias sin escrúpulos. Otra mentira del Concilio. Alec no era nada de eso, era poderoso, valiente y temible, y con un maravilloso corazón.

Elizabeth no replicó, se colocó tras de él bien oculta por su ancha espalda y puso las manos sobre esta. Notó la fuerza de su don, parecía convertirse en acero su piel y el calor traspasaba la tela de su camisa, ni siquiera sentía la herida sangrar.

— ¡Ataquen! —la orden gritada en la cuadrilla fue seguida por un alarido de sus hombres que se lanzaron a la desbandada girando, sobre sus cabezas, las espadas medianas de filosa hoja y empuñadura dorada.

Elizabeth sintió un escalofrío pero Alec se volteó para mirarla y le regaló una descarada media sonrisa como alivio, que la hizo ladear la cabeza y relajar el latido acelerado de su corazón. Luego lo observó darle la espalda otra vez y recibir a sus dos avanzados atacantes con un rugido demasiado aterrador para ser normal. Estiró los poderosos brazos y los golpeó haciéndolos caer de bruces aprovechando su propia velocidad. Pudo sentir el crujir de sus cuellos al romperse.

Los otros aminoran el paso, asustados ante aquel ataque, pero ya Alec estaba sobre ellos, la piel le brillaba extrañamente con un halo dorado que salía de ella. Los Guardas Reales le miraron con los ojos desorbitados. Uno más valiente se atrevió a lanzarle una estocada que no le alcanzó, porque en un movimiento veloz le agarró el brazo y se lo torció hasta hacerlo desgarrarse en un grito de dolor. Elizabeth lo vio caer, y a otro y a otro. Le impresionó un poco advertir toda aquella fiereza pero en su interior, aquel hombre bárbaro no le asustaba, estaba protegiéndola.

Entre giros y estocadas fueron cayendo la decena de soldados que se empeñaban en doblegar a Alec y este parecía llenarse de más brío con el fragor de la pelea. Las espadas chocaban tronando en el aire y sacando destellos de poder. Los gruñidos se mezclaron con los quejidos de dolor en cada golpe seco. Los ojos de Elizabeth se llenaron de fascinación que crecía contemplando tan maravilloso ser mágico. La presencia de su "extraño desconocido" brillaba como la arena del desierto de donde provenía su linaje y su melena al viento parecía la de un león. Así eran los Shinning, su poder era feroz pero noble, eran una quimera, una perfecta mezcla de bestial atractivo.

Definitivamente no eran los bárbaros asesinos sin remordimiento que el Concilio había desplazado a las Tierras Bajas. Eran, sin dudas poderosos, muy poderosos guerreros y como guerreros podían ser violentos y terribles en batalla, precisamente esto enardecía su don. Elizabeth se quedó pensando en esta idea.

Estaba totalmente desprevenida cuando uno de los guardias se abalanzó contra ella haciéndola caer. Enseguida reaccionó en el suelo y empezó a forcejear pero no logró librase, la tenía aprisionada contra la hierba mojada. Percibió como el soldado rebuscaba en la bolsa sujeta a su cinturón y descubrió otro de aquellos collares diabólicos en su mano cuando este la volvió a mirar. Tembló ante el recuerdo y como si encendiera su energía interior, se prendió, iluminando sus manos. La luz elemental lo asustó y las soltó, pero aun la aprisionaba entre sus rodillas apoyadas en la tierra.

Alec desvió la vista al darse cuenta que Elizabeth estaba en el suelo. Se tensó, preocupado y a la vez muy enojado. Con un gruñido de ira terminó cortando ferozmente a los dos oponentes con los que luchaba, luego se volteó y dio dos pasos hacia ella con una expresión de inquietud y apremiado por salvarla. Mostró su rostro feroz contra aquel que sometía a su diosa y levantó su espada, dispuesto a destrozarle sin miramiento. Pero en aquel mínimo instante el característico zumbido de la filosa hoja de una Daga Elemental cruzó el murmullo de golpes y se clavó en la espalda de Alec haciendo un sonido seco y frenándolo bruscamente. Contrajo el rostro en una mueca de dolor.

Elizabeth lo miró aterrada, sin entender muy bien en medio de aquella confusión que le causaba aquella imagen en los confundidos ojos felinos. Lo vio tambalearse como adormilado, como un gigante golpeado.Cayó primero de rodillas y luego sin perder la imagen de fiereza se desplomó completamente, boca abajo, dejándole al ángulo de su vista la empuñadura tallada en marfil de la Daga Elemental, enterrada completamente en su omóplato.

Elizabeth siguió la mirada en línea recta y a los pocos metros divisó a las dos sacerdotisas que observaban la escena, impasibles desde su montura. También alcanzó a ver como algunos de los soldados menos heridos o que Alec no dejara muertos se incorporaban, reconfortándose un poco. Arrugó la frente agobiada, estaban muy cerca de atraparlos.

— ¡No, Alec! — gritó con impotencia. Una punzada de dolor la atravesó cuando regreso la vista a él. Verlo sangrar le impidió retener una lágrima. Ver como las causantes los miraban sin empatía le hizo arder de furia.

Trató de entrar en su mente pero estaba oscura.«No puede estar muerto,¡no!». Gruñó enfurecida en el preciso momento en que su oponente trató de colocarle el collar y este la miró con pavor, aun apresándola con una llave de lucha contra el suelo. Elizabeth cerró los ojos una milésima de segundo y al volverlos a abrir su color verde relampagueó como fuego. Las manos se iluminaron aún mas, desprendiendo hilos de luz. El soldado observó a su alrededor, el bosque comenzó a rugir espantosamente.

Intempestivamente una enorme y ennegrecida rama del árbol más cercano se movió con vida propia. Agarró al aterrorizado hombre envolviéndolo por la cintura y alzándolo en el aire varios metros. Miró a Elizabeth ya libre bajo él y descubrió como se movían sus manos. Aquel movimiento era repetido por la rama, ella dominaba al árbol a su voluntad. El hombre abrió los ojos como platos y gritó aterrado, golpeando la imperturbable corteza.

Elizabeth no dejaba de mirarlo con rabia. Juntó sus manos iluminadas ante ella y en un gesto rápido las estrujó entre sí haciendo que la tenebrosa rama retorciera, imitándola, su madera áspera alrededor del soldado y lo apretara hasta que el último grito de horror se apagó con una inmensa bocanada de sangre que escapó de su boca y nariz.

Un ave graznó en la lejanía y todo alrededor se tornó espeluznante. Elizabeth se puso de pie y dirigió entonces su mirada enfurecida a las dos sacerdotisas que la observaban sin moverse pero sin parecer aterradas. Al contrario, los dos soldados que se habían incorporado la miraron con los ojos desorbitados. Luego se fijaron en su compañero ya colgando sin vida como un espantapájaros tenebroso. Sin esperar un segundo salieron corriendo lo más rápido que le permitieron sus heridas, pasando de largo por el costado de las sacerdotisas que no se inmutaron ante la desbandada cobarde.

Elizabeth mantuvo una mano en alto controlando la rama y movió la otra, despacio, hacia su costado, creando alrededor de los dedos otro extraño humo azul. Por un instante todo se quedó en una quietud perversa. Las elementales la miraban, escudriñándola, aunque sus rostros severos no lo demostraron, estaban sorprendidas de que aquella a quien debían apresar, cambiaba y dominaba la magia en su interior con tanta facilidad.

— Entrégate... Debemos llevarte al Templo... — ordenó una de ellas, al fin. La Sacerdotisa de Primer Orden la miró muy seria mientras meditaba las palabras que diría a continuación. Elizabeth observó los tocados de oro que señalan su rango y recordó a su ejecutora con más rabia — Y tenemos que llevarte... con vida, lamentablemente. Eres una traidora, y has asesinado a nuestras hermanas... deberías pedir clemencia. — concluyó y se movió sobre la montura algo inquieta ante la mirada penetrante de Elizabeth.

— No deberías escuchar solo la versión de tu templo. — expresó y le temblaron los labios de ira, miedo y dolor.

— Basta de injurias. ¡Vendrás con nosotras...!

— Entonces ven a por mí. —dijo sarcástica con una mueca parecida a una sonrisa y bajó la mano que mantenía viva la rama, al mismo tiempo esta se quedó inmóvil volviendo a su pasmosa normalidad, dejando caer el cuerpo mallugado del soldado Real.

— Es necio de tu parte que quieras enfrentarte a nosotras con algún truco Naturalista. — advirtió la alta sacerdotisa. Su compañera que permanecía en silencio la miró dubitativa. Ambas sabían perfectamente que tal nivel no era un simple truco de los poseedores del don naturalista.

Había dominado el árbol a su antojo, le había dado vida como una marioneta, y solo altos lores lograban hacerlo luego de gran esfuerzo. Pero la Sacerdotisa de Primer Orden continuó imperativa.

—Ahórrate un castigo más severo. — amenazó

— Si es un simple truco naturalista como dices, que te detiene. Yo no tengo nada que perder, acabas de matar a alguien muy importante para mí... te juro que me contengo mucho para no destrozarte...—soltó sin entender como habían salido esas palabras de su boca pero en su interior la rabia fue latente. Una punzada de dolor en su pecho le recordó todo lo sufrido en los últimos días y todo lo negado tan cruelmente durante su vida.

Ahora Alec estaba allí con una maldita daga elemental destrozando su cuerpo poco a poco. El rencor se abrió paso en su espíritu como un ente malévolo, poseyéndola. Una parte de su conciencia se negaba a dejarse dominar, pero toda aquella energía iba más allá. Podía sentir la oscuridad desplazándose en su corazón, pero no temía, el poder era exquisito, disfrutó sentirlo.

— Cuida tus palabras, cada vez te condenan más. Solo nos hemos defendido de un maldito Shinning sanguinario... es nuestro deber por el Bien Mayor — estas palabras hicieron a Elizabeth morder su labio para calmar el temblor que le ocasionaba la furia que sentía. La sacerdotisa la miró y alzó una ceja altiva. La otra pareció más preocupada y Elizabeth pensó que tal vez ni siquiera estaba de acuerdo.

— Mátame entonces... siempre podrás justificarte con el bien mayor. — la provocó. La sacerdotisa sacó su segunda Daga Elemental. La hoja curva del mágico y poderoso metal brilló en su mano.

— No me tientes...

— Estás loca, no puedes actuar así. — interrumpió la otra hablando por vez primera y le dedicó una mirada severa.

—Y tú no puedes replicarme soy tu superior. Esta es una orden sagrada.

— ¡Es una orden de Katherine de Eritrians y lo sabes muy bien! — Elizabeth le gritó. La sacerdotisa acompañante la miró y luego miró a su compañera arrugando la frente.

— ¿Estás traicionando al Templo? — preguntó confundida. La Sacerdotisa de Primer Orden resopló molesta ante la duda de su segunda.

— ¡Cállate y entrégate de una vez! — vociferó indignada desviando la atención.

Elizabeth estiró los labios en una torcida sonrisa. Inhaló profundo y cerró los ojos mientras comenzaba a susurrar extrañas palabras. Las dos sacerdotisas se reacomodaron sobre su montura algo incomodas mientras que sus caballos empezaron a pisar demasiado fuerte la tierra.

En un instante vieron como las manos de Elizabeth se envolvieron de una luz roja parecida al fuego y comenzó a flotarle el cabello. La nube de luz brillante llegó hasta sus muñecas, ni siquiera abrió los ojos. Continuó en su trance y sus labios seguían moviéndose entre los susurros ininteligibles. Susurros que hablaban con su energía interior. Aquella que corría oscura por sus venas.

— ¡Basta, detente...! — ordenó la sacerdotisa y girando su muñeca creó una pequeña llama flotante de color azul que lanzó con otro movimiento hacia la perseguida creando en el trayecto un pequeño silbido y un remolino de hojas.

Pero Elizabeth, sin cambiar siquiera de posición y mucho menos asustarse ante el ataque elemental, movió ligeramente sus dedos y su haz de luz roja llameante salió disparado interceptando la esfera de fuego elemental. Se creó una explosión en medio del espacio entre las dos que levantó hojas y tierra mojada.

Los caballos se encabrestaron ante el estruendo del choque de energías y ambas sacerdotisas tuvieron que hacer un esfuerzo por no caer. Elizabeth las observó al fin, sus verdes ojos parecían refulgir. Colocó las manos con las palmas hacia arriba y sobre estas se formaron dos esferas que fueron cambiando de tonos marrones a verdes una y otra vez. La fuerza que desprendían continuaba moviendo su cabello.

— Anam sum da terram... — gritó de pronto con un gruñido mientras se arrodillaba y enterraba los dedos en la tierra húmeda con una mezcla de rabia y coraje.

Al instante todo comenzó a temblar, los árboles se estremecieron. Las sacerdotisas fueron lanzadas al suelo por sus caballos aterrorizados que se marcharon en estampida. Ninguna de las dos se movió de su lugar de caída, paralizadas por el miedo. La tierra convulsionaba bajo sus cuerpos, cada vez con más fuerza hasta que, a escasos metros de ambas, empezó a separarse en una grieta espantosa que pareció nacer de los infiernos.

Elizabeth continuó de rodillas, sus manos enterradas en el fango traspasaron su energía en forma de luz. Su cabello movido por el viento arremolinado que producía aquella fuerza empezó a brillar, uno, dos mechones cayeron sobre sus hombros completamente coloreados de rubio. La grieta entre ella y sus oponentes creció más y más, las separó más y más, aquel cataclismo abrió la tierra hasta sus entrañas.

La fractura era tan ancha y profunda que los arboles cercanos fueron arrancados y abducidos por el vórtice de poder. Elizabeth gruñó ferozmente, el esfuerzo que estaba haciendo era completamente desconocido para ella. Su energía interior se liberó de forma brutal. Sintió como su cuerpo se agitaba y sus huesos crujían. Las sienes le palpitaban, ya no era dueña de una razón, su poder era supremo y no se detendría.

La rabia contenida, el miedo, el dolor y el rencor, fueron alimento de aquel poder oscuro y superó todo control. Por un instante recordó con pánico su pesadilla, pero la luz en sus manos brilló con más intensidad, estaba dispuesta a levantarse y a dirigir su ataque a sus enemigos, está dispuesta a arrasarlo todo. «No tiene que ser destrucción si tú no lo permites Elizabeth». Una voz grave bien conocida se coló en su mente y un escalofrió le recorrió su espalda volviéndola a la realidad.

Necesitaba aquella voz y al fin había aparecido. Su rabia se alimentaba también del miedo a no volver a tenerla. Aquella voz la calmó, le devolvió la luz, sintió como su alma se aliviaba y regresaba a conectar con su poder, ya no había oscuridad en su mente. La sensación de la sonrisa escondida en aquella voz, que no vio pero imaginó vivida y descarada como siempre. «Estás vivo». Los latidos del corazón le golpearon en los oídos. «Tú eres su dueña, él no es dueño de ti». Repitió en silencio.

Separó las manos de la tierra y esta dejó de temblar instantáneamente. El viento arremolinado cesó de golpe y solo se escuchó el eco de algunas piedras que aun caían por la enorme abertura. Las manos le temblaron aun cubiertas de rastros de humo rojo. Cerró los ojos y contuvo la respiración para que su corazón desbocado comenzara a sosegarse. Apretó los puños y se puso de pie un poco mareada. Había sido extraordinario pero a la vez agotador liberar todo aquel poder.

Descubrió como una gota de sangre caía sobre el dorso de su mano. Limpió inmediatamente el hilo que salía de su nariz, justo antes de que las dos sacerdotisas se volvieran hacia ella con el rostro todavía lleno de estupefacción ante lo que había demostrado del otro lado de aquel abismo creado por su poderosa magia.

— Por la Diosa... ¿Que eres? — la sacerdotisa de mayor rango no dejaba de mirarla asombrada mientras se sacudía su túnica.

— Ve y dile a Katherine de Eritrians que soy tu Reina — la otra chica se arrodilló de pronto en señal de respeto.

— ¡Pero qué haces no seas tonta! — la tomó del brazo y la haló fuertemente para ponerla de pie tratando de opacar el miedo con su respuesta.

— No luchare contra ella... no sin una justificación. — exclamó — Así que ¡Basta! Regresare al Templo y contare todo a la Gran Sacerdotisa, puedes hacer lo que quieras. — se soltó del agarre y la miró desafiante. Su compañera no se movió, tratando aun de comprender. Ignorándola, la chica se giró hacia Elizabeth que las observaba desde la otra orilla en silencio. — No está muerto. Solo esta hechizado con un dormium. Saca la daga y cura la herida. Se recuperará — le dijo casi como una disculpa.

La Sacerdotisa de Primer Orden la miró atónita pero su decidida compañera le dio la espalda y se marchó en busca de los caballos. Un segundo después miró resignada la fosa, luego a Elizabeth que se había movido y ya no les prestaba atención. Suspiró vencida y se marchó tras su compañera sin decir una palabra.

Elizabeth corrió hasta Alec justo cuando la sacerdotisa le indicó el hechizo. Sin pensarlo dos veces se arrodilló a su lado y le extrajo la daga de un tirón. Lo vio estremecerse por un segundo. Sin detenerse a pensar y con la misma daga ensangrentada rompió un trozo de su túnica y lo apoyó sobre la herida logrando un improvisado vendaje que detuvo el sangrado. Se sintió angustiada, por un instante tuvo ganas de llorar y la ansiedad de no poder hacer más le hizo temblar ligeramente. Con un esfuerzo logró voltearlo, estaba completamente inconsciente y le costó esfuerzo apoyar su cabeza en su regazo.

Con ternura limpió la tierra de su barba y su frente. En aquel pequeño momento se dio cuenta de que su "extraño desconocido" significaba mucho más para ella de lo que se había dado cuenta hasta el momento. No podía explicarlo, solo se sentía. «No hay necesidad de explicar el amor su alteza.» La voz potente irrumpió en su mente otra vez, pero en esta ocasión si vio la media sonrisa descarada acompañarla en aquel rostro. Elizabeth sonrió y lo abrazó. El no se movió de lugar pero hundió su rostro en los rubios mechones que se seguían multiplicando despacio. Ella se separó y tomó el poderoso rostro masculino entre sus manos y se quedó mirándolo dulcemente. Él entreabrió sus ojos verdes para mirarle.

— ¿Qué esperas...?— dijo atrevido. Ella sonrió entre lágrimas y se acercó a su rostro. Lo miró dulcemente antes de besarlo.

Las bocas se juntaron en un gesto hambriento y ansioso. El beso fue intensidad, pasión y placer exquisito que recorrió cada uno de sus cuerpos. Fue la explosión que contenían. Ella hundió sus dedos en la melena leónica y se fundió más a él, jadeante. Las lenguas ávidas se entrelazaron en las bocas y la sensación explotó en su interior. Separó un instante sus labios interrumpiendo una sensual mordida donde él se apropiaba de su labio inferior. Se quedaron mirándose mientras calmaban su respiración agitada.

— Decididamente... Te amo Reina Elizabeth.

— Inevitablemente... Te amo Alec, hijo de Shinning.

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