♣12.Última esperanza♣
—¿Me has engañado...? — el hombre de aspecto desagradable continuaba mirando la moneda que tenía en la mano con una ceja levantada, escépticamente. Alec terminó de atar el saco de cuero a la montura de su yegua y respiró para mantener la calma. Se volteó suavemente y dio un paso hacia este. El hombre lo miró asustado. La estatura y la fiereza de la complexión física de Alec lo intimidaron.
—Es la moneda que me pediste por las pieles. ¡Qué más quieres! Te alcanzará de sobra para emborracharte hoy...
—Está bien, hombre, está bien. No te enojes. Pero que conste que no soy ningún borracho — Alec lo miró incrédulo. El hombre se miró a sí mismo y se encogió de hombros. — Bueno, tal vez si me vaya de fiesta... — dijo tontamente.
Alec sonrió mientras se daba la vuelta para montar en su yegua y marcharse. De pronto un pitido ensordecedor lo obligó a doblarse hacia delante tapándose los oídos. El hombre que se había alejado un poco se detuvo y lo miró extrañado.
—¿Qué rayos te pasa? — preguntó extrañado. Alec le hizo un ademán para que no se acercara.
—¡Lárgate de aquí...! — gritó intentando no mostrar su confusión que le debilitaba. La voz profunda y molesta era demasiado temible como para contradecirla. El hombre se marchó a la carrera.
Alec se incorporó todavía desorientado por el molesto zumbido. Respiró profundamente para tratar de calmarse pero volvió a elevarse el ruido dentro de su cabeza tan irritante que no pudo evitar gritar y sentir ganas de golpearse el cráneo para pararlo.
Un viento fuerte sacudió las ramas de los árboles. Varias aves de rapiña cruzaron el cielo graznando espeluznante. Alec miró a su alrededor, no era de mucha superstición pero sintió que se le erizaban los vellos de la nuca.
— ¡Maldito bosque!... — profirió. Se agarró de la montura para dar el salto cuando de pronto se quedó congelado. No estaba loco. La voz llegó débil pero muy clara. «Era ella» Se concentró para abrir su mente. La voz de Elizabeth sonó otra vez, ansiosa y suplicante.
—«¡Por favor... sálvame! ¡Escúchame... solo tú puedes salvarme! ¡Te necesito!» —se repitió el ruego entre sus pensamientos. Alec se inquietó. «¿Que estaba pasando?» Respiró y dejó que su mente le contestara tranquilizadora, aunque por fuera su cuerpo le temblaba en una extraña sensación de angustia.
—¡Oh preciosa!, ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás?... Iré por ti, ¡iré por ti! ¿Muéstrame donde estas...? Por la Diosa que te encontraré... No puedo pensar que te haya ocurrido algo malo. Iré hasta el fin del mundo por ti...» — de pronto el zumbido regresó pero esta vez lo acompañaron un compacto de imágenes que se iban repitiendo en la cabeza de Alec. Como si viese un libro ilustrado en movimiento. Aquellas imágenes le mostraron en un destello, todo lo sucedido en el claro del bosque.
Terminó el trance repentinamente y todo regresó a la calma, incluso el bosque. Alec tuvo que apoyarse en el lomo de su yegua para no caer. La carga mental que acababa de experimentar lo había fatigado. Respiró profundo y de un salto se montó sobre la yegua, hincándole en el costado sus botas para hacerla salir a todo galope.
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Annabella se despertó sobresaltada. Se sentó sobre la inmensa y lujosa cama de su aposento y acomodó su despeinado cabello mientras respiraba profundo. Tuvo alguna especie de pesadilla que no pudo describir pero le había dejado una opresión en el pecho y sentía su interior inquieto. La puerta de la habitación se abrió despacio y entró una de sus doncellas que callada colocó sobre un butacón la túnica de montar cuidadosamente preparada.
—¿Qué hora es? — preguntó. La doncella se volteó sobresaltada.
—Oh su alteza, me ha asustado. Pensé que aún dormía. Es muy temprano. Prácticamente nadie en la Gran Casa está despierto aún — contestó después de una reverencia. Anna se tiró hacia atrás y suspiró cansada — Le he dejado aquí la túnica que ha pedido para el paseo de hoy. Es un conjunto precioso de lino y cuero que le han...
—Sí, si... — la interrumpió desganada — ¿Mi hermana ya se ha levantado?
—No, alteza. Ya le digo que nadie ha despertado aún. ¿Quiere algo su alteza?
—No. Está bien. Retírate. Te llamare cuando me levante — la doncella repitió la reverencia y se alejó hacia la puerta. — Espera... — ordenó Anna. Se detuvo — ¿Por casualidad sabrás si la Gran Sacerdotiza se encuentra en la Casa?
—No lo sé, alteza. Desde la cena de ayer no se ha visto. Pero podría averiguar si lo desea. — contestó dispuesta.
—No. No es necesario. Y Shell, la sacerdotisa que siempre me acompaña. ¿Sabes si ha regresado?
—No la he visto tampoco, mi alteza.
—Está bien. Te puedes ir — la doncella repitió nuevamente la reverencia que le parecía tan fastidiosa a Anna y se marchó cerrando tras de sí.
Annabella repitió un suspiro con hastío. Después de un minuto se puso de pie, se cubrió con la larga bata satinada y salió de su cuarto. Atravesó el solitario corredor en punta de pies y llegó a la habitación de Marina. Dudó un segundo si tocar la puerta pero encogiéndose de hombros decidió empujar y entrar. Extrañamente logróhacerlo bastante silenciosa.
El cuarto de Marina era casi similar al de ella en cuanto a decorados y lujos. En el gigante lecho las mantas eran tan gruesas que no distinguió a su hermana. Se acercó más y descubrió un pie fuera de esta.
—Oh que perezosa Marinita — susurró mientras sonreía con malicia.
Tomó una pluma del escritorio junto a la ventana y se acercó como una chiquilla traviesa. Comenzó a acariciar el pie con el extremo de la pluma y alzó una ceja extrañada. Marina tenía una sensibilidad envidiablemente tan grande como su terror a los insectos, a pesar de ser Naturalista. El salto hubiera sido inminente.
Annabella insistió en su travesura con más ahínco. El salto no se hizo esperar esta vez. Las mantas se revolvieron y al instante salió de debajo de ellas un Pierce de torso desnudo, musculoso y demasiado atractivo, con los castaños cabellos revueltos y cara de sueño. Annabella dio un paso atrás con la boca a abierta de asombro.
—Pero que... oh alteza... — protestó Pierce quitándose los flequillos castaños de la cara y desperezándose un poco.
Después miró sonriendo a Anna que continuaba con su gesto de estupefacción, poder impedir que sus ojos continuaran admirando el musculoso torso desnudo. Él se cruzó de brazos y el gesto hizo que Anna reaccionara
— Lo siento Reina Annabella pero creo... — miró hacia el otro lado de la cama —... que su hermana se ha levantado — Anna lo miró a la cara y le hizo una mueca mal humorada. Marina apareció por la puerta con una bandeja de fruta y tarta que colocó presurosa en una pequeña mesa al descubrir la escena.
—¿Qué haces aquí? — exclamó algo molesta. Se acercó a Annabella con una mezcla de vergüenza y nerviosismo. Anna la miró escéptica.
—Mejor... ¿qué hace una Reina como tú trayendo una bandeja para desayunar? — Pierce sonrió y Annabella lo fulminó con la mirada. Pero el Eritrians no se cohibió de seguir mirándola divertido. Más de una vez había meditado observándola, que la hermana Elemental era sumamente atrayente.
—No puedes entrar a mi habitación sin permiso Anna — protestó Marina cruzándose de brazos — Además no es nada malo que yo quiera traer...
—Basta, basta... mejor no me expliques... — la interrumpió y Marina se molestó — Después hablaré contigo, cuando logré que estés a solas. — miró a Pierce con desagrado y este se mordió el labio. Annabella evitó descolocarse y decidió marcharse cerrando ruidosamente la puerta tras de sí.
—Oh, Pierce... lo siento mucho... — Marina se acercó apenada. Él suspiró resignado.
—Pero qué tontería dices... — se arrastró en la cama para alcanzar las manos de ella y estrecharlas entre las suyas, haciendo que se sentara frente a él.
Le acarició un mechón de su cabello con ternura. Pierce tenía la habilidad de hacer que se sintiera amada, segura, importante, y aunque nadie le creyera ella sabía que esa sensación tenía que ser felicidad.
— No te preocupes. Marina. Es solo... tu hermana. Sabemos como es. Yo te amo, te lo digo con todo mi corazón. Tal vez todo el mundo te diga que es mentira, que en tan poco tiempo no es posible. Pero lo es, mi preciosa.
—Lo sé. Y no me importa lo que diga nadie. Lo que siento por ti es real y maravilloso, y lo defenderé — se besaron tiernamente. Al separarse él se demoró mordiendo el labio de ella lo que la hizo arder de deseo.
—Estaré a tu lado en todo momento, te lo juro mi Reina. Puedes contar conmigo. — el discurso parecía mecánico pero ella lo agradecía ciegamente.
—Gracias Pierce... — dijo con languidez. Él la interrumpió abrazándola y apoyando la cabeza de ella sobre su pecho. Le besó el cabello y Marina suspiró hinchada de felicidad.
—No tienes que agradecerme, Marina, te lo digo de verdad... — concluyó.
—Serás mi Rey Consorte, Pierce. Serás mi esposo. Me casaré contigo. Te lo juro... Reinaremos los dos — exclamó mientras se dejaba vencer por el palpitar de su pecho y su entrepierna. Pierce la hacía perder la cabeza tan deliciosamente que no le importaba que los bajos deseos le mojaran la piel. Él sonrió callado y le brillaron sus ojos grises. — ¿Aceptaras? — insistió abrazándolo más fuerte, con ansias, sin mirarle a la cara.
—Claro que sí,mi pequeña. No dudes. Será un honor reinar a tu lado... — le susurro al oído sensual mientras sonreía triunfal.
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Alec cruzó Bosque Sombrío como un rayo. Entre los árboles se alcanzaba a ver solo el destello de la sombra al pasar. Los cascos de la yegua parda arrancaban la tierra a jirones. La imagen de Elizabeth sonriendo la última vez que la vio no se borraba de su mente. El corazón le latía como si fuese a salírsele del pecho. Sentía una mezcla de ira y angustia, pero sobre todo sentía esa extraña ansiedad de cuidarla y protegerla. La yegua frenó en seco de pronto y se encabritó relinchando fuertemente.
—Vamos, que pasa Pajarilla. No me hagas esto ahora — le susurro acariciando su crin. La yegua bufó como si le contestara y dio unas patadas al suelo caminando hacia atrás.
Alec levantó la vista para descubrir que a solo unos metros el Bosque se tornaba totalmente oscuro, diferente a todo el camino que había recorrido hasta el momento, como si se acercara a otra dimensión. Comprendió la desconfianza de su yegua y le acarició nuevamente la crin para calmarla.
—Muy bien, muy bien, pequeña. Vamos más despacio — se apeó y la tomó de las riendas reanudando el camino hacia aquella rara oscuridad. La yegua lo siguió sin dejar de bufar inconforme. Continuó avanzando ahora con más cautela, mirando a cada uno de sus costados.
Distinguía las sombras sinuosas moverse entre los árboles. Había cientos de criaturas que le observaban en silencio. Alec fingió ignorarlas y se mantuvo alerta acariciando sutilmente la empuñadura de la daga que colgaba de su cinturón.
Mantenía la caricia sobre el lomo de su yegua para calmarla, pero el animal se negaba a dejar de protestar. Al doblar una ensenada, Pajarilla relinchó otra vez alterada haciendo que una bandada de aves saliera despavorida chillando desagradablemente. Alec sacó su daga plateada de hoja ancha que centelló al chocar de casualidad con un leve rayo de sol que se colaba en la negrura.
Se acercó cauteloso a los siete caballos que aparecieron frente a él, aun notó sus nerviosos resoplidos. Dejó su yegua junto a ellos bajo protestas de patadas en la tierra y continuó en línea recta con mucha más tensión.
De pronto se quedó paralizado. A unos metros encontró a las dos mujeres sentadas alrededor de lo que parecía el cuerpo inerte de «¿Ella?» Apretó con fuerza el mango envuelto en cuero curado, de su incondicional arma y sintió que una rabia mezclada con impotencia comenzó a recorrerle todo el cuerpo, encendiendo cada uno de sus músculos.
No podía describir aquella energía que hacía mucho tiempo no sentía despertar en él, aquella angustia por ella, aquella rabia de no haber estado a su lado, aquellas ganas de abrazarla encendían su alma con algo feroz.
Pero el ardor en la piel de su pecho, la fuerza que endurecía sus brazos como un hechizo y los latidos desbocados de su corazón, aquello si los reconocía. Era su naturaleza, la que trataba siempre de ocultar y estaba a punto de convertirlo en la peor versión de sí mismo. Con un grito gutural se abalanzó sobre aquellas mujeres que se sorprendieron asustadas, poniéndose de pie inmediatamente.
A pesar de la sorpresa, Shell reaccionó sacando sus dos Dagas Elementales y preparándose para el enfrentamiento cuerpo a cuerpo con aquel salvaje salido de la nada, tratando de ocultar el leve temblor que le produjo su aparición y la ira con que se dirigía a ellas.
Los duendes salieron disparados hacia la maleza chillando aterrados. La misteriosa mujer dio un paso hacia Alec ante la mirada atónita de Shell. Levantó una mano y una fuerza invisible lo detuvo bruscamente, como una barrera invisible, congelándolo. Alec golpeó con rabia el espacio delante de él que le impedía avanzar y gruñó cuando solo se desprendían pequeños destellos de luz verde al contacto de cada golpe.
—¡Maldita bruja! ¿Qué le han hecho...? Te destrozare con mis propias manos... — profirió escupiendo de rabia. Sus dientes parecían afiladas garras.
—Ouh... calma, calma... — dijo la extraña mujer demasiado serena ante él.
Shell permanecía inmóvil mirando a ambos de hito en hito. Al hombre le brillaban los ojos, de una forma que no parecía natural. Cambiaban su color de un verde tan claro, al amarillo felino. Los músculos de los fuertes brazos y del pecho parecían haber sigo esculpidos perfectamente y brillaban como si bajo la piel bronceada fuesen de acero. Era sobrenatural
— No somos el enemigo. Fuimos nosotras quienes hicimos que te llame. Te necesita con urgencia... está escrito... — continuó hablando. La voz y su discurso eran casi hipnóticos.
Alec gruñó al tiempo que miraba a Elizabeth. A la sacerdotisa le pereció notar en aquel rostro atractivo y terriblemente feroz, un rasgo de inmensa congoja.
—¿Qué le han hecho? — repitió. Su voz sonó aún como un rugido enojado. Toda presencia resultaba amenazante, pero la pregunta cargaba dolor.
—Escúchame muy bien Shinning... — dijo la mujer directamente. La Sacerdotisa de Segundo Orden se quedó paralizada al escuchar cómo le había llamado y la miró con los ojos muy abiertos. Hacía mucho tiempo que no escuchaba nombrar a un Shinning. La mujer, aunque no podía verle la cara, sabía que ni siquiera se inmutaba. — Ella es tu destino, tienes que salvarla, cueste lo que cueste. Nosotras no podemos hacer nada más... Eres tú, su única esperanza — concluyó y el silencio volvió solo interrumpido por el rugido bestial de la respiración de Alec, que permanecía inmóvil.
A pesar del ardor de la rabia en su sangre, determinó calmarse. Comenzó hacer que su agitación fuera acompasándose, en un esfuerzo enorme, y la fiereza que lo dominaba desapareció poco a poco.
Igual que a Shell, a él también le había sorprendido que aquella mujer pudiera reconocer su casta. Estaba muy furioso, no podía verse a sí mismo pero seguro que su apariencia había cambiado como solían cambiar los de su estirpe. Esto podía servir para que alguien le reconociera. Era inevitable cuando la ira lo doblegaba y la rabia que le causaba el dolor de ver a su elemental tirada sobre la fría tierra, no podía detenerla.
Cerró los ojos y contrajo todos los músculos de su cuerpo en un visible espasmo. Al volverlos a abrir el brillo sobrenatural había desaparecido de ellos, regresando el color verde cristalino y su piel pareció más natural. Lo había ocultado otra vez.
—¿Quiénes son ustedes? — preguntó, la voz ronca ya no parecía rugir, estaba menos enojado. La mujer bajó su mano y Alec sintió que la barrera que lo detenía desapareció con un golpe de brisa sobre su cara.
—No hay tiempo de explicaciones. Elizabeth es tu prioridad ahora... — dijo firmemente. Alec guardó su daga sin insistir.
Llegó rápidamente hasta el cuerpo de Elizabeth. Se arrodilló a su lado y ahogó un quejido de lástima al verla. Shell dirigió una mirada asombrada hacia la misteriosa mujer y aunque la capucha era lo que encontraba sabía que detrás de ella también había asombro ante la reacción de aquel hombre.
«¿De dónde la conocía? ¿Cómo había podido Elizabeth hacerlo llegar hasta ella? ¿Qué misterioso poder podía conectarlos? Seguro que la extraña mujer sabía estas respuestas pero no se las diría. ¿Quién rayos era ella? » Toda aquella escena solo la confundía más. Darse cuenta del gran poder de Elizabeth y sobre todo del misterio que la rodeaba acrecentaba más aquella confusión.
De lo que no le quedaba duda era que aquel salvaje la adoraba, se veía claramente en su rostro. Y las criaturas, y aquella poderosa y mística mujer... todos a sus pies.«¿Y era un Shinning? ¿Podía ser posible? » Todo resultaba tan desconcertante que se angustió allí parada como una tonta.
De pronto Alec se puso de pie con algo de desespero, como si despertara de su trance angustioso. Tomó a Elizabeth en sus brazos, cargándola y acomodándola cerca de su pecho. Fue como si en su interior despertase una idea o un sentir. Suspiró hondo y lastimosamente al contacto con la húmeda sangre y miró a ambas mujeres. Shell salió de inmovilidad al fin y se le acercó con cautela. Alec notó la angustia dibujada en el rostro de aquella sacerdotisa.
—Escucha. La herida está envenenada... tienes que buscar una sanadora, serían los únicos que pudieran encontrar un remedio. Y por la Diosa... no permitas que el Concilio la encuentre — Alec arrugó la frente dando a entender que coincidían sus ideas. Afirmó con la cabeza. Miró a cada una un segundo y luego se alejó a toda prisa. Las dos mujeres lo vieron acomodar a Elizabeth sobre su caballo y desaparecer veloz poco después.
Un silencio se apoderó del claro. Shell miró de soslayo a la misteriosa mujer que se había quedado inmóvil. Entre susurros sutiles las criaturas que permanecían ocultas empezaron a retirarse a las profundidades del bosque, las podía sentir.
La oscuridad se disipó lentamente dejando entrar tímidos rayos de sol por entre las tupidas ramas. De pronto la mujer se volteó dando un paso amenazante hacia Shell, sobresaltándola. La capucha se detuvo muy cerca de su cara y Shell se puso tensa.
—Lamento que tus compañeras hayan tenido este fin... Créeme, en verdad lo lamento. Era un daño necesario y un castigo merecido no puedes negármelo... — la capucha se dirigió a los cuerpos inertes y luego volvió a fijarse en ella.
La voz era tan desconcertante, entre apenada y amenazante, que hicieron que Shell no se moviera, estaba demasiado tensa. Instintivamente llevó una de sus manos a la zona de su túnica que ocultaba una de sus Dagas, la que había guardado minutos antes.
— Has hecho algo muy grande hoy, Sacerdotisa de Segundo Orden. Has salvado la vida de tu Reina sin pensar en las graves consecuencias de desobedecer a tu orden y al Concilio Obscuro... — parecía que daba un discurso, pausado, profundo, pero lejos de halagarse, Shell se puso más nerviosa.
—Yo... no... — se le atragantaron las palabras. En aquel instante sentía su interior demasiado convulso. — Por favor... necesito saber...
—No hay tiempo ahora de saber, Sacerdotisa de Segundo Orden. Hay algo que hacer todavía. No puedes regresar ilesa al Templo Mayor... — no le dio tiempo si quiera a reaccionar a sus palabras. La mujer extendió una mano y la colocó sobre el cuello y parte del pecho de Shell que se quedó paralizada.
Una luz verde se desprendió de ella nuevamente. El toque hizo a la sacerdotisa doblegarse hasta caer sobre sus rodillas. Shell no pudo moverse, estiro su cabeza hacía atrás, el dolor traspasó su piel como si fuese acero al rojo vivo y lanzó un grito desgarrador en protesta. La mujer la soltó al fin y la sacerdotisa se dobló hacia delante tosiendo fuertemente. La garganta se le llenó de sangre que escupió sobre la tierra. Temblorosa levantó la vista, mareada, la sangre goteaba por las comisuras de su boca.
—Qué... ¡Oh por la Diosa... que me has...! — balbuceó. Otro acceso de tos la interrumpió.
—No puedes llegar ilesa al Templo, sospecharían. Y tú eres importante para nosotros Sacerdotisa de Segundo Orden, lo eres...créeme — dijo aquella presencia con una voz demasiado cargada de fuerza. Shell cerró los ojos para mitigar la fatiga, el dolor se aplacó un poco pero su piel continuaba quemándole. — ¿Nosotros? ¿Quienes son nosotros...? — no sabe cuánto duraron sus párpados cerrados pero cuando volvió a abrir los ojos, estaba completamente sola. Se agitó con un espasmo temeroso.
Con aprensión llevó los dedos a su cuello herido. Hizo una mueca de dolor al contacto con la piel en carne viva, como si hubiera sido quemada directamente sobre el fuego. Respiró profundo para tomar fuerzas fue inevitable que el llanto acumulado en el pecho rompiera en sollozos sonoros. Se sentó sobre la tierra fría y se abrazó a sus rodillas sin parar de llorar. Necesitaba aquel pequeño instante para desahogarse en soledad.
Fue demasiado terrible lo que había pasado en tan poco tiempo. Sobre todo era demasiada la confusión que había dejado. Necesitaba aquel momento y llorar. Luego ya se pondría de pie, recogería todo aquel desastre y regresaría al Templo. Le quedaba mucho por hacer, le quedaba dar explicaciones, poder sostener la mirada de la Gran Sacerdotisa y mentirle, pero sobre todo, enfrentarse a Katherine.
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El viejo cobertizo estaba lleno de trastos y herramientas agrícolas que hacía buen rato no se usaban, pero se encontraba adecuadamente limpio y entre las rendijas de las tablas se colaban los últimos rayos de sol haciéndolo casi acogedor. Alec empujó la puerta que chirreó al abrirse. Detrás de dos enormes bloques de heno había preparado minutos antes un pesebre con pajas y una manta, ahora volvía con Elizabeth en brazos. La colocó con sumo cuidado, como si fuese una muñeca de cristal.
Se quedó de pie por un instante mirándola muy angustiado. Elizabeth no se movía, ni siquiera se quejaba. Durante el trayecto hacía aquel lugar revisó varias veces su respiración. Se aterraba al pensar que ya no estuviera viva.
Apretó los puños, lleno de impotencia. Todavía la adrenalina le ardía tanto en el pecho que no se explicaba cómo surcó veloz todo el camino hasta aquel: su lugar seguro.
Se quitó su chaqueta empapada en sangre y trató de disimular los embarres de su camisa. Al final, salió afuera cerrando el cobertizo para evitar intromisiones de las gallinas que correteaban en el patio donde se encontraba. Secó el sudor de su frente y miró a su alrededor.
El pequeño ranchito estaba despejado. A un lado había un enorme huerto, hermoso, donde las diferentes hortalizas parecían brillar a la luz del ocaso. Cerca del lindero del bosque se encontraban varios corrales de madera con animales y al lado contrario justo frente al camino de grava de la entrada estaba la modesta casa de piedra, con sus ventanas de cristal y su techo cónico. Un pequeño jardín de margaritas azules la rodeaba y le daba ese maravilloso sentimiento de hogar.
De la chimenea flotaba el humo y por la ventana se escapaba un delicioso olor a pastel de carne. Alec se sonrió y se acercó a la casa. Conocía aquel cálido ambiente y sintió nostalgia. La puerta trasera se abrió de pronto. Un chiquillo de unos nueve años, con el cabello ensortijado, salió corriendo descalzo y alegre. Atravesó el césped y sorprendiéndolo se colgó de su cuello. Alec río abiertamente y lo abrazó con cariño.
—Tío...tío... estás aquí — exclamó con mucha emoción. Alec continuó sonriendo mientras lo ponía en el suelo otra vez. Los ojos vivaces lo miraron expectantes. — ¿Qué me has traído? — preguntó. Alec se agachó frente a él y fingió misterio.
—Esto es algo extraordinario... — dijo entonando las palabras como un juglar. Extrajo de su bolsa de cuero una caja similar a un cofre de cristal muy grueso y de color rojo con varias runas extrañas, en dorado, sobre cada una de caras. —... y muy mágico — concluyó.
Los ojos del niño se abrieron asombrados ante tan exquisita artesanía. Alec sonriendo aún deslizó un dedo por el borde inferior de la caja y de pronto esta se abrió.
Salieron de dentro de ella dos muñecos mecánicos, uno simulaba un guerrero con armadura de oro que blandía su espada ante el otro que imitaba un dragón negro que mágicamente desprendía pequeños hilos de fuego. El niño alucinó con la boca abierta del asombro. Lo tomó como si fuese un tesoro esplendido.
—¡Wow! — exclamó, los ojos le resplandecían emocionado. — Es grandioso tío...
—Entra a la casa Ika — la voz de mujer los sorprendió a los dos. Ambos se giraron hacia la puerta de la casa.
La mujer los observaba con cara de pocos amigos y las manos en jarras. El chico miró un momento a Alec y se encogió de hombros, este le guiñó un ojo y le sacudió el cabello con cariño a modo de despedida. El niño corrió hasta la casa y al pasar junto a la mujer sonrió.
—Tío se quedará a comer tu pastel madre — le dijo buscando la complicidad. Ella lo empujó suavemente por el hombro para que terminara de entrar.
—No. De ninguna manera se quedará. — respondió seria pero no molesta.
—Cuidado con el fuego del dragón, Ika — le dijo Alec antes de que el pequeño desapareciera por la puerta.
Ya solos, la mujer se acercó a Alec que le sonreía alegre con los brazos abiertos ante su imperturbable cara seria. Al llegar junto a él le dio una bofetada casi amistosa y Alec se quejó por lo bajo mas como una protesta que por dolor.
—Por los mil duendes, se puede saber... ¿Qué rayos haces aquí? — profirió.
La mujer era tal vez un poco mayor que Alec pero el parecido era muy grande. Tan alta como él, su cuerpo era esbelto y el cabello castaño ensortijado caía sobre sus hombros. Sobre todo tenía esos extraños y clarísimos ojos verdes. Aunque vestía muy humilde se veía hermosa, incluso a pesar de la mueca que en aquel instante le dirigió.
—Yo también te he extrañado, hermanita. — alegó
—Por favor Alec. Como te atreves a venir aquí después de lo que pasó. Tienes que irte inmediatamente, antes de que Ben regrese del campo.
—Ese imbécil de tu marido... — Alec resopló indignado — Pensé que después de este tiempo ya habrías dejado a ese patán.
—Es mi marido y el padre de Ika... — se calló por un instante como si se convenciera ella misma de lo que pasaba por su mente. — Y no es tan malo, solo que... tu eres un busca problemas — Alec le hizo una mueca y se acercó a ella. Le acarició con ternura la barbilla y ella le regaló una sonrisa compungida.
— Por favor... Alec vete ya— rogó — No quiero problemas. Hazlo por Ika... Ben te echó y no quiere que pises esta casa nunca más, lo sabes... — Alec la abrazó con cariño y ella evitó que viera, hundiendo la cara en su pecho, la lágrima que corrió por su mejilla.
—Oh mi Alia. Como extraño a mi antigua hermana, la más valiente de la aldea, mi hermanita presumida como una princesa... la quiero de vuelta, la quiero aquí... no quiero esta sombra de ti.
—Esa ya no está... — se separó de él un poco brusca y se pasó la mano por la mejilla — Ha muerto igual que muere "nuestra aldea" como tú le llamas, apagándose cada día más, del otro lado del Mediodor. Para sobrevivir en esta tierra naturalista, tengo que ser esta que ves y lo sabes perfectamente — declaró.
Un silencio pesado y triste los invadió unos segundos, ambos no dejaban de mirarse con nostalgia. Ella suspiró al fin, rompiéndolo.
— A pesar de todo, me da gran alegría verte otra vez y comprobar que estés bien. Aunque encontrar el pequeño paquete que me dejabas todos los días en el hueco secreto del roble me tranquilizaba. Podía saber que a pesar de los muchos problemas en que me imagino, te has metido, no te había pasado nada malo. Pero por favor, ahora tienes que irte — insistió. Alec suspiró resignado.
—Te juro que no te buscaré problemas. Pero si estoy aquí es porque no tengo otra salida. Y es una cuestión de vida o muerte. Tú eres la única que puedes ayudarme... — se arrodilló ante ella. — Y te lo pido por nuestros antepasados Alia, tienes que ayudarme por favor. — suplicó. Se abrazó a sus rodillas. No evitó quitarse la coraza ante su hermana y lloró.
Alia sintió una punzada de lástima y angustia. Conocía perfectamente a su hermano desde que nació. Aunque pareciera siempre ese busca problemas sin preocupaciones, sabía que su alma estaba llena de dolor.
Lo resguardada muy bien con su fachada de hombre duro. Así que verlo llorar de esa forma, realmente le conmovió y preocupó aún más. Se arrodilló frente a él y le tomó el rostro entre las manos sin poder evitar que el llanto también se asomara a sus ojos.
—Alec que ha pasado... ¿él... él está bien? — preguntó despacio. Alec se restregó la nariz como un niño pequeño mientras los pulgares suaves de su hermana le secaban las lágrimas.
—Sí, él está bien. Por lo menos desde la última vez que lo visité. Es fuerte y lo sabes. ¿A quién crees que hemos salido? — sonrieron nostálgicos — Es algo más grave en lo que necesito que me ayudes — alzó la barbilla un poco para indicarle el cobertizo a unos metros de él. Ella ladeó la cabeza un poco extrañada.
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La noche cubría cada rincón de HavensBirds. Una luna gigante iluminaba el cielo despejado y lleno de estrellas. En la Gran Casa naturalista reinaba un silencio que se notaba raro después de las últimas agitadas celebraciones.
En aquella noche no había invitados, solo acompañaban a las reinas la familia del Prior, algunos allegados y un par de Envenenadores funcionarios del Concilio. La cena transcurrió tranquila y formal.
Ambas reinas conversaron de diversos temas puntuales de gobierno asombrando a todos con el buen desenvolvimiento en esos asuntos, lecciones aprendidas gracia a la insistencia de su hermana en la cabaña. Existieron algunas discrepancias pero al final la velada resulto entretenida y fructífera.
—Bueno, si sus altezas están de acuerdo pudiéramos pasar al salón de té, para tomar un refrigerio y conversar solo entre chicas, de temas de chicas — la señora del Prior le guiñó un ojo a Marina que sonrió complaciente. La señora Beth era hermosa y elegante, pero sobre todo tenía una presencia agradable que resultaba muy cómoda, casi familiar. Además de los mismos ojos suspicaces de su hija Julia.
—Esposa mía, solo hemos intentado incluir a nuestras altezas entemas importantes del reino, ¿no es así...? — defendió el Prior.
Rafack parecía más serio pero no intimidante. Aunque Annabella que los observaba a los dos, supuso que él no era de tanto confiar. Inevitablemente, siempre dudaba de las personas, tal vez era paranoia o tal vez era que tenía bien plantado los pies sobre la tierra. Marina en cambio, seguía en las nubes, ella solo estaba encantada como siempre como si todos fuesen de su completa confianza.
— Pero está bien, nosotros los caballeros nos retiraremos a la biblioteca entonces, a conversar temas de hombres... — continuó el Prior. El comentario jocoso desprendió una risa discreta. — Eso sí, han prometido reunirse con nosotros y los demás funcionarios mañana temprano en la Sala de Juntas, nos gustaría mucho su presencia, así que espero que cumplan su promesa, altezas. Es un honor discutir los asuntos oficiales del reino por primera vez en presencia ya de nuestras soberanas, lo habíamos esperado desde hace mucho.
—Así será, Prior Rafack... — Marina contestó solemne y confirmó en nombre de ambas cuando dirigió una mirada a Annabella. Esta, solo alzó una ceja.
—Pero por la Diosa, Rafack, no las atosigues aún — regañó la señora Beth.
—No se preocupe señora Beth, es nuestro deber y compromiso estar al pendiente del bienestar de nuestro pueblo, en cualquier momento. Será muy conveniente presenciar una asamblea de la Sala de Juntas por nuestros propios ojos. Así podemos desde ya observar como marcha nuestro Reino — la mirada de Annabella era astuta y el Prior sonrió con una mueca apretada.
Todos los hombres se pusieron de pie y después de una reverencia exagerada se fueron retirando despacio tras el Prior. Pierce se quedó atrás para lograr pasar de último cerca de Marina y regalarle un pegajoso beso en la mano ante una mirada empalagosa de ella.
Annabella hizo una mueca al mirarlos y tomó un último sorbo a su vino de manzanas. «Esta cosa es realmente buena.» Se dijo a si misma mientras colocaba la copa sobre la mesa otra vez.
Entonces dirigió la mirada a la esquina de la mesa de donde se sintió observada con una intensidad que la inquietó. Por supuesto, estaba allí, sentado todavía, mirándola descaradamente con esa sonrisa y esos intensos ojos azules. Annabella respiró nerviosa y volvió a desviar la mirada, sin querer, hasta Pierce que ya desaparecía por el umbral de la puerta.
—Constantino ¿Qué haces ahí todavía? — la señora Beth se puso de pie mientras ordenaba a la servidumbre a su alrededor recoger la inmensa mesa y servirlas enseguida en el salón del té.
—Puedo unirme a ustedes en la sala del té, ahora mismo prefiero compartir sus cosas de chicas a estar hablando de caza con todos esos brutos. — exclamó el Conde. Julia se puso de pie también, sonriendo divertida.
—Lo sentimos primo, pero no estás invitado. Altezas, nos adelantamos.
—Sí, claro. — Marina se levantó también, alegremente.
Todas se movieron a la vez, divertidas. Annabella se quedó atrapada en su puesto por el pequeño barullo momentáneo que se creó entre ellas al salir y los sirvientes que la esquivaban apurados en sus quehaceres. No le quedó otro remedio que bordear la mesa para poder alcanzar a Marina que ya salía entretenida junto a Julia, teniendo obligatoriamente que pasar cerca de él.
El Conde sonrió deleitado con el rostro resignado a las malas que se acercaba a él. Disfrutaba verla molesta. Justo al pasar a su lado dejó caer la mano discretamente, que terminó rosando disimuladamente el muslo de Annabella. Para su sorpresa ella no lo ignoró y mucho menos se escandalizó. Se detuvo en seco yel Conde borró su sonrisa. Retiró la mano rápidamente, ante la mirada indescifrable que ella le dedicó. Sabía que era impulsiva y no podía adivinar su siguiente movimiento. La había intentado cohibir y la broma se volteó contra él.
Anna se le acercó repentinamente, tanto que prácticamente se rosaron los labios. La reacción fue tan rápida que el Conde se quedó literalmente asustado y en un descuido se resbaló, cayendo estrepitosamente de la silla ante la mirada y la risa contenida de todos los sirvientes y de su tía que lo miró despectiva. Annabella se rió por lo bajo con gracia y altivez y continuó su camino.
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Alec y su hermana entraron al cobertizo del patio y él cerró las viejas puertas tras de sí con cuidado. Alia aún lo miraba con la frente arrugada.
—¿Qué has hecho? — Alec le hizo un gesto con el dedo sobre la boca para que hiciera silencio.
—Nada — contestó en un susurro. Se adelantó hasta bordear los bloques de heno y se quedó mirando el recodo detrás de ellos volviendo esa sombra lúgubre sobre su rostro. Alia se acercó a él aun extrañada y al colocarse a su lado la vio, acomodada sobre la manta y el colchón de paja.
Se llevó una mano a la boca para ahogar un grito de susto ante aquella chica y su terrible mancha de sangre. Miró a su hermano asustada pero al ver los ojos vidriosos llenos de dolor, entendió que estaba allí para salvarla.
Regresó la vista a la chica que yacía pálida y demacrada, con pequeñas enramadas venosas y oscuras bajo la piel, cruzándole el cuello y acercándose a aquel aún bello rostro, como zarpas del infierno añorando la luz.
Pero el horror más grande era aquella inmensa mancha negruzca sobre su costado y el pequeño charco que comenzaba a crecer a su lado sobre la manta. Su instinto natural la hizo acercarse sin preguntar nada más.
Era una Sanadora, lo llevaba en la sangre de su estirpe y aunque su nueva forma de vida la obligaba a ocultar su don, en ese momento no podía detener la necesidad de usarlo sobre aquella criatura. Alec la observó atento.
Con destreza y mucho cuidado Alia retiró las improvisadas vendas de trapos que el mismo le puso durante el camino y no pudo evitar el quejido de consternación al destapar la herida.
—¿Quien ha hecho esta atrocidad? — articuló con pena
—El Concilio — contestó serio. Alia miró a Elizabeth con una ternura que no pudo disimular y le acarició la frente.
—Está ardiendo. Rápido no podemos perder más tiempo. ¿Cuándo ha pasado? — indagó.
—Muy temprano en la mañana — Alia arrugó la frente preocupada como si organizara sus pensamientos.
Se incorporó decidida y se movió hacia un rincón del cobertizo. Alec no hizo más que mirarla expectante. Su hermana retiró con determinación un viejo baúl para dejar al descubierto una trampilla en el suelo polvoroso.
La abrió y se zambulló en el espacio, levantándose un segundo después y llevando con ella un grande y extraño maletín de cuero negro al parecer muy pesado.
—Coloca todo como estaba, hazme el favor. No puedo dejarlo desorganizado — Alec asintió y obedeció automáticamente. Cuando volvió junto a su hermana esta ya estaba apoyada sobre sus rodillas muy cerca de Elizabeth.
El maletín, desplazado a su lado, se había convertido en una pequeña mesa llena de disímiles e insólitos instrumentos y decenas más de ampollas, redomas y frascos de líquidos indescifrables con viejas etiquetas pegadas afuera.
Alec sonrió. Hacía mucho tiempo que no veía a su hermana enfrascada en sus menesteres curadores. La admiraba, cuando aun estaban en su aldea, era la más hábil y destacada. Extrañaba aquellos tiempos.
Alia estaba encorvada sobre la herida de Elizabeth con un raro gorro de cuero sobre su cabeza que sostenía varias varillas con múltiples lentes de diferente grueso y color.
—Esta envenenada. Qué horror. Quien puede haber fabricado una poción así tan terrible, mucho poder Envenenador veo aquí — hablaba sin levantar la cabeza. De un pequeño estuche también de cuero, abierto más cerca de ella, sacaba y metía varias pinzas y otros instrumentos con pericia a medida que lo necesitaba. Alec suspiró pero ella lo interrumpió antes de que hablara — No me digas, esa arpía ¿verdad?... — levantó la cara un momento y Alec reprimió una sonrisa involuntaria al ver los inmensas ojos verdes desfigurados por los raros y cómicos lentes. — ¿Quién es ella? — sin esperar respuesta, volvió a fijarse en Elizabeth. Movió algunas varillas y los lentes cambiaron, antes de empezar a hurgar en la herida con una pinza y algún brebaje que sacó de un frasco ancho y oscuro.
—Me creerías si te dijera... que no tengo la menor idea. Solo sé que tengo que hacer lo imposible por salvarla. O no lo sé... Simplemente siento que tengo que hacerlo. Siento que tengo que salvarla.
—Oh, tan poético como siempre. ¿Por qué? ¿No te la has llevado a la cama todavía?
—No hermana. Te digo la verdad. Es algo que no puedo explicar aún. Pero las personas que la han rescatado de este ataque me han suplicado que la salve, cueste lo que cueste. Es algo que va más allá de lo que podamos entender. Y es algo que siento en mi corazón que tengo que hacer. Además, piensa que si la mismísima Katherine de Eritrians se molestó en hacerla desaparecer con tanto ahínco, es porque es algo más... no te parece. — Alia hizo un sonido de asentamiento sin distraerse. — Y también... hermana... creo que me ha hechizado. Creo que estoy enamorado — se agachó frente a su hermana y acarició la barbilla de Elizabeth con una ternura tal, que le fue imposible disimular el sentimiento que le nacía. Alia repitió ese raro sonido de incredulidad y lo miró a través de los extravagantes lentes. — Te lo digo de verdad — confirmó él. Ella regresó a su faena.
—Ni en mis más grandes fantasías imaginé verte así. Hermano... es una Elemental, ¿estas consciente de ello? — Alec suspiró — Jamás se fijara en ti. Lo sabes perfectamente. A no ser que hagas lo que siempre me has criticado a mí. Ocultarle tu Don.
—No es una Elemental — replicó Alec. Vio como su hermana levantaba una ceja sin dejar de trabajar. — Si ya sé, lleva una túnica. Pero creo que esta disfrazada para ocultarse. Porque fueron sacerdotisas las que la han atacado. Vi sus cuerpos muertos.
—¿Que...? Eso es... — lo miró un segundo y luego volvió a su tarea. — Eso no tiene sentido. O tal vez sí. Tal vez traicionó a su clan. Sabes que las elementales son demasiado... elementales para decirlo de alguna forma. Son demasiado rigurosas y rencorosas. Eso puede volverlas cruel ante una traición.
—¿Y el Concilio entonces que pinta en todo esto? No tiene sentido que interfiera en algo que el Templo Mayor siempre ha mantenido bajo sus mantos.
—Sí, tienes razón. Bueno esperemos que esta guerrera sea lo suficientemente fuerte para que pueda contártelo. La verdad es que me sorprende que aún este viva. — cogió otro frasco del mejunje frente a ella y lo destapó arrugando la nariz al salir su aroma.
Con sumo cuidado lo vertió de lleno sobre el hueco de la herida. Alec se sorprendió ante el temblor que provocó esto en Elizabeth. Su cuerpo comenzó a convulsionar. Alia se irguió y apoyó una de sus manos sobre la nuca de Elizabeth y la otra en la frente para evitar que se golpeara inconscientemente. Alec la observaba atónito.
— Calma, calma criatura. Muy bien, lo estás haciendo muy bien. — dijo suavemente. Luego de unos segundos, los temblores cesaron y Elizabeth volvió a caer en esa quietud inmensa. Alia se quitó el gorro de anteojos y lo guardó. Seguidamente sacó una fina venda de gasa. — Ayúdame a vendarla.
—¿Ya? Eso es todo. ¿Se salvará? — inquirió él, angustiado.
Alia ya la estaba alzando por la espalda para retirar la túnica y no contestó. Alec se apresuró en ayudarla apartando la vista cuando Alia la desvistió profesionalmente. Ella se sonrió ante el gesto de pudor de su siempre demasiado atrevido hermano. Luego de quitar su ropa hasta la cintura con una mala ayuda del pudoroso de su hermano, comenzó a cubrir su pecho con una fina gasa y en pocos minutos terminó de vendarla completamente casi hasta el cuello. Volvió a recostarla y cubrió el resto de su cuerpo con la propia túnica. Alec la miró con una angustia y un desasosiego casi desesperante.
—No lo sé Alec. Esperemos que sea suficiente. Solo queda esperar y vigilar su fiebre. Y rogarle a la Diosa que la proteja. Ahora buscare algo para cubrirla del frío de la noche. Ayúdame a ocultar todo esto, antes de que Ben regrese. Supongo que te quedarás a su lado. Te traeré algo de pastel y un farol, pero tienes que ocultarlo entre los objetos. No puede descubrirte aquí. Y mucho menos a ella.
—Me da tanta molestia que tengas que vivir a la sombra de este vulgar naturalista. Ocultando tu verdadero ser.
—Basta Alec, no vamos a tener esta conversación otra vez. Ayúdame ya. — Alec resopló mientras se ponía de pie y la ayudó a recoger.
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