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HAUNTED TOWN#36

EMBRUJO
Un profundo estremecimiento tambaleó mi cuerpo. Mamá ocultó su cara en mi espalda. Las exclamaciones tanto de estupefacción como de incredulidad se sucedían en todo el círculo.

Después, el más imponente silencio se impuso. Un silencio grotesco que amedrentó y dominó a la muchedumbre durante largos minutos.

       El único que lo venció fue Jacob.  Se movió lentamente, muy lentamente. Y, se arrodilló junto al cuerpo de su hija tendida en el suelo. Tocó su cara con suavidad. Pasando sus dedos con extrema delicadeza por sus mejillas. Como si temiese despertarla.

Bajó la mano abierta hasta la empuñadura del puñal que ella misma se había clavado en el corazón. La detuvo justo encima, sin tocarlo. Lo miraba con ojos desorbitados. Su expresión denotaba incredulidad, amargura, locura...

Volvió a subir sus manos hasta la cara de la joven. Una cara de tez pálida, blanquecina, inexpresiva. Asió la cabeza por ambos lados, con sus manos. La levantó y la miró fijamente.

Le preguntó que cómo había podido dejarle solo. Que se había ido sin él, igual que un día lo hizo su madre.

   Las lágrimas saltaron de sus ojos, resbalaron por sus mejillas y cayeron en el frío rostro de su hija. Se agachó con movimientos ralentizados. Besó la fría  frente de su adorada pequeña.

La apretó contra su pecho y, mirando  la bóveda estrellada. Emitió un gruñido gutural, casi inhumano. Los corazones de la gran mayoría se encogieron espantados por el sufrimiento de ese padre.

Después, con la delicadeza del que toma a un recién nacido la depositó en el suelo. Se levantó con la mirada perdida en el supuesto horizonte que, a esas horas de la madrugada, se ocultaba en el manto de la oscuridad .

Avanzó con paso firme, decidido. Varios hombres agarraron las antorchas del suelo y anduvieron a su lado. La muchedumbre les siguió ávidos por saber el desenlace.

Cogí los brazos de mamá y la separé de mi lado. Sabiendo lo que iba a ocurrir, corrí hasta alcanzarlo. Intenté hacerle entrar en razón. Le hablé del nieto, del astillero. No me escuchaba.

Jacob salvó los pies que le separaban del acantilado. Viendo lo inminente agarré su brazo y tiré con todas mis fuerzas. Intenté retenerle. No lo conseguí. Me puse delante de él, obstaculizándole el paso. De un manotazo en el hombro me apartó y fui a estrellarme contra el suelo.

      Una decisión desbordante le envolvía, le atraía hacia el vacío. Y, allí se lanzó. Que le esperara, que no se fuera sin él, le escuchamos gritar antes de caer.

Desde el suelo le vi desaparecer. No había cumplido los sesenta años aún. No podía decir que le apreciaba. No  había olvidado las imágenes con mi madre aquella noche. Sin embargo, lamenté el dramático final de esa familia.

          Mi cuerpo se estremece al leer los últimos párrafos. Levanto la mirada de la página y pierdo la vista en el vacío. La secuencia del hombre que se suicidó sin que pudiera evitarlo, ha vuelto a mi mente.

         Cada vez siento más repulsa a continuar con la lectura. A pesar de ello, sé que debo proseguir, el final de esto debe llegar. Tengo que saber la verdad, como indica el título del libro. Presiento que la liberación de esta perpetua repetición está aquí explicada.

        Pero, puede  esperar unas horas. Es justo que me evada un poquito y descanse los ojos y estire las piernas.

Desde el disparo de ayer no he vuelto a salir a la calle. Es medio día y ha cesado de llover. No puedo, ni quiero permanecer encerrada.

Me pongo el impermeable y las botas y salgo a la calle. Lo primero que hago es mirar en todas direcciones. No veo nada. Ni coches, ni personas, nada. Camino sin alejarme de la cabaña.

Sin pretenderlo voy muy pendiente de cualquier ruido o movimiento de los árboles. Llevo miedo y eso es lo último que deseo en mi vida.

Algo toca mi pelo. Se me escapa un grito y pego un respingo. Chiquito vuela hacia lo alto espantado. Al ver que era el pajarito me tranquilizo. Me detengo semidoblada, con la mano en el pecho, esperando que mi corazón vuelva a su ritmo normal.

Me incorporo y elevo un brazo para que se pose en él. Cuando lo hace lo acerco a mis labios y le beso en la cabecita. Hace más de una semana que no le veo y le echaba de menos.

Chiquito se frota con mi boca devolviéndome la caricia. Le hablo como si me entendiera. Le comento lo que me sucede con la lectura, el acontecimiento del día anterior... En pocas palabras, me desahogo con él, como haría con un amigo.

Por momentos, me sacudo de encima la soledad que me posee, que me parasita y me succiona el ánimo y la energía. Me olvido de mi agresor y me sorprendo a mí misma riendo.

Me dejó arrastrar por el buen humor y me cargó de energía andando en compañía de la mejor amistad que he podido disfrutar en este lugar. Y, por qué no decirlo, en mi vida entera.

La llovizna comienza a caer nuevamente. Cobijo a Chiquito bajo mi gorro colocándole en mi hombro y entramos en casa. Bajo la capucha y el pajarillo se eleva y revolotea por el techo.

Entre tanto enciendo la estufa y preparo unos sándwiches. Dejó migajas en la mesa. Chiquito no se hace de rogar. Baja, posa sus patitas sobre la madera y comienza a picotear.

Me agrada no comer sola. Poder conversar con alguien. Aunque no me responde, me mira y parece entenderme.

Después de la comida me dejó caer en el sofá y él se acomoda en mi regazo y cierra los ojitos. Acaricio las plumas de las alas con las yemas de mis dedos. Nos quedamos quietos, en silencio.

La penumbra nos visita, la noche se acerca. Tan solo el resplandor de la estufa ilumina la estancia. La serenidad se cobija en mi pecho. Respiro profundamente. Hace meses que no obtengo esta placentera sensación. Reclino la cabeza en el sofá, me dejo abrazar y disfruto de ella.

Mutismo general, quietud como si nos hubieran convertido en estatuas. La aurora se presentó tímidamente, con miedo.

Una voz  aniquiló el  silencio de la madrugada. Desde el suelo le escuché gritar que solo yo tenía la culpa de todo lo que allí había sucedido esa noche.

Me levanté con rapidez y miré en busca de mamá. Estaba a mi lado. También Ella, quien nos dijo que nos fuéramos a toda prisa. No era la única que vaticinaba algo horrible.

Tomé la mano de mi madre y anduvimos con mucha premura. El viudo continuó vociferando que corriera, que huyera como la asesina que era. Me detuve al escuchar esas palabras pero, mamá tiró de mí. Seguimos avanzando hasta que una barrera humana nos cortó el paso.

Cambiamos la dirección y corrimos hacia la izquierda en donde no había gente. Recorrimos escasos pies de distancia ya que otro grupo de hombres y mujeres se plantaron delante nuestro.

Ella nos llamó por la espalda para que fuésemos hacia dónde se encontraba porque no había nadie a su alrededor. Sin embargo, la masa se acercó rauda a nosotras haciendo un círculo y dejándonos en el centro.

El instigador se adelantó a todos y nos enfrentó. Sus palabras martilleaban mis oídos. Esa sarta de mentiras que su boca enfurecida soltaba a la masa me sobrepasó. Según el hombre de ojos raros, yo había hecho todos los hechizos y embrujos necesarios para sembrar de muertos el pueblo.

Perezoso de iniciar el día, el gran astro aún desde su lecho, nos enviaba su luz. Cuando sus rayos más tempraneros acariciaron la tierra la muchedumbre me había agarrado y me llevaban en volandas de regreso a las hogueras.

Ella guiaba a mi madre y ambas nos seguían. Mi paciencia había llegado al culmen, ya estaba bien. Me concentré en las manos que me sujetaban. Tuve presente cada uno de los puntos de mi cuerpo que era rozado por piel ajena a mí. Y, allí lancé mi furia.

Me soltaron de inmediato. Se sacudían o frotaban las manos del ardor que les produje. Me repuse pronto del golpetazo que me di contra la tierra, cuando me soltaron tan de repente.

Intenté reunirme con mi madre pero otras manos distintas me lo impidieron. Grité iracunda y el veneno que sentía lo esparcí por todo aquel que me rodeaba. Ahora no era solo picazón en la piel. Ahora, caían al suelo retorciéndose por de dolor.

Les miré fuera de sí. Abrí la boca para insultarles y desahogarme. No obstante, no pude pronunciar nada. Un fuerte golpe en la cabeza me dejó sin sentido.

Cuando volví en mí, estaba atada encima de la pila de ramas y troncos. Vi a mamá llorando y suplicando que me soltasen. Juraba y perjuraba que abandonaríamos el pueblo y que nunca más nos volverían a ver o saber de nosotras.

Nadie se molestaba en escucharla, más bien parecían disfrutar de verla así. Incluso se burlaban de ella. Decidí acabar con todo y escapar de allí. Pero...

Una antorcha fue lanzada a la hoguera. Después del humo inicial, las llamas iluminaron los rostros de los asistentes. Los aplausos y gritos de júbilo ensordecían y superaban la música, que, comenzó a sonar de nuevo en el círculo de antorchas junto al acantilado.

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