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CAPÍTULO VEINTIOCHO: JEDIK MARCONE

JEDIK MARCONE

No sabía qué demonios me pasaba con ella. Irene era un caso difícil, su carácter era una batalla constante, y eso, de alguna manera, me resultaba jodidamente excitante. Tenerla debajo de mí, a merced de mis deseos, no era como lo había planeado. Su cuerpo, aunque no era el tipo de figura delicada o suave que normalmente me atraía, tenía algo que me arrastraba hacia ella. Algo en su fuerza, en su terquedad, en la forma en que se negaba a ceder, me tenía atrapado.

El plan original era simple. Confirmar si había algo más. Solo necesitaba verla desnuda y comprobar que no sentía nada, que todo había sido el efecto ciego del celo de la otra noche. Si pudiera mantenerme firme, sabría que no había ninguna maldita conexión real, solo una reacción animal, algo biológico, sin importancia. 

Pero para mi desgracia, mi cuerpo traicionó mis expectativas. Sentí ese deseo volver, esa necesidad de tocarla, de tenerla. Y eso... me frustraba. No debía estar ocurriendo. Ella no era alguien por quien debería sentir algo. No era el tipo de mujer que me dejaba llevar al punto de perder el control, y sin embargo, ahí estaba yo, pensando en su cuerpo, en cómo sonaban sus gemidos la última vez. No había dejado de pensar en eso desde entonces. Cada maldito segundo.

Miré su cuerpo, cada curva marcada, su piel tensa, vulnerable debajo de mí. No estaba preparada para esto, lo sabía. Sus movimientos, aunque decididos, denotaban incomodidad, algo de incertidumbre. Sus labios, ligeramente apretados, me indicaban que estaba tan incómoda como yo, pero no por las mismas razones. Esos labios... Los observé más de la cuenta, deseando sentirlos otra vez, sabiendo que debía apartar ese pensamiento. Pero no lo hice.

Su cuello se tensaba ligeramente cuando tomaba una respiración más profunda. La imagen de ese cuello, expuesto, a centímetros de mi alcance, me tensaba aún más. Mi mano se movió lentamente bajo la almohada, donde el cuchillo de defensa descansaba. La solución estaba ahí. A un simple movimiento de distancia. Podía resolver esto ahora mismo. Podía evitar que esto escalara a algo más peligroso.

Y sin embargo, estaba dudando. ¿Por qué dudaba? No había dudado antes. Había tomado decisiones mucho más difíciles, con personas que no me importaban en absoluto. Ella no debería ser diferente... Pero lo era.

Desde que ella había concebido a mis hijos, no podía dejar de verla de manera diferente. Había algo que me parecía más... femenino, algo más suave, algo que me desarmaba sin darme cuenta. Su mirada, que solía ser dura y desafiante, ahora tenía momentos de delicadeza. Como si por un segundo, cuando pensaba que nadie la observaba, se permitiera ser vulnerable. Maldita sea, eso me hacía sentir cosas que no debía sentir.

Pero, ¿realmente me despreciaba tanto? ¿Lo suficiente como para hacer algo en contra de los hijos que había tenido conmigo, aun cuando fueron en contra de su voluntad y conocimiento? ¿Sería capaz de odiarlos también, solo porque vinieron de mí?

Ella podría ser un problema a largo plazo, y lo sabía. Si dejaba pasar esta oportunidad, si no tomaba una decisión ahora, podría costarme mucho más en el futuro. Podría volverse una amenaza, y yo no podía permitirme ese tipo de riesgos.

Desde que me convertí en padre, desde que vi a esos pequeños por primera vez, había una parte de mí que se sentía en deuda con ella. Me había dado la dicha de ser padre. Tres bebés perfectos, con una genética tan fuerte como la suya. ¿Acaso eso no valía algo?

Mis dedos apretaron el mango del cuchillo, pero no lo saqué de su escondite. No podía. Y eso me jodía aún más. ¿Por qué no podía hacerlo? ¿Qué era lo que ella tenía que me hacía dudar? 

Miré su rostro una vez más, sus labios entreabiertos, su pecho subiendo y bajando lentamente con cada respiración. Era hermosa, jodidamente hermosa. Y no solo físicamente. 

Sabía que tenía que tomar una decisión pronto. Antes de que me involucrara más de la cuenta. Pero cuanto más la miraba, más difícil se volvía ese maldito dilema.

Una vez más. Solo una vez más. Si la tenía esta vez, si me hacía con su cuerpo otra vez, podría finalmente arrancármela de la cabeza. Eso era lo único que quería, ¿verdad? Poner fin a este capricho. Algo pasajero que me estaba jugando una mala pasada, nada más. 

Era casi perverso lo mucho que me excitaba su lucha interna. Verla doblegarse ante mí, aunque fuera solo por un instante, me daba una satisfacción retorcida que no había sentido con nadie más. Pero al mismo tiempo, esa maldita advertencia del doctor se filtraba en mi cabeza. No debía tener contacto con ella. El virus complicaba todo. Pero ¿acaso valía la pena arriesgarse de nuevo? Saciar ese deseo una última vez. Hacerla mía, y luego dejarla ir. Pero… ¿y si luego descubría que no era suficiente? ¿Y si una sola vez más no bastaba? ¿Estaría dispuesto a aceptarlo?

Sin quererlo, sus pensamientos invadieron los míos. Esa conexión que tenía con ella, esa maldita habilidad que nunca controlé del todo. Las veces que sus pensamientos se colaban en mi mente eran siempre en los momentos más inoportunos, y esta vez no fue la excepción. Escuché su dolor. Sus experiencias, los recuerdos que la atormentaban. Ella nunca había querido estar aquí. Nunca había querido estar bajo el control de ningún hombre. Cada vez que había estado con alguien, había sido en contra de su voluntad o bajo los efectos del alcohol, tratando de anestesiar el dolor. El sexo nunca había sido algo placentero para ella. Era un acto mecánico, sucio, algo que prefería que pasara rápido. Y ahora, aquí estaba yo, poniéndola en la misma maldita situación.

Pero lo peor era que no sabía por qué. ¿Por qué me importaba? ¿Por qué me molestaba tanto lo que le habían hecho otros? ¿Por qué la idea de que alguien más la había tocado me hacía hervir de rabia? Nunca me había importado antes. Con ninguna otra mujer. Pero con Irene... con ella era diferente. Quería matar a todos esos cabrones. A cada uno de los que la habían usado, de los que la habían tratado como un objeto. ¿Quiénes habían sido? Quería saber sus nombres, ver sus rostros, y luego borrarlos de la faz de la tierra.

Solté la base del cuchillo. Podría haber terminado todo ahí mismo. El filo estaba a mi alcance, listo para silenciar esa confusión que me desgarraba por dentro. Pero en lugar de eso, levanté la mano y la acaricié. Su mejilla era fría, suave. Un gesto pequeño, insignificante para cualquiera, pero para mí era mucho más. Fue mi manera de ofrecerle consuelo, aunque no lo admitiría ni en un millón de años. Ni siquiera sabía por qué lo hacía. No estaba en mí ofrecer consuelo a nadie.

Ella no sabía que yo podía escucharla. No tenía ni idea de que, a veces, sus pensamientos se colaban en mi cabeza. No siempre, pero lo suficiente como para entenderla mejor de lo que ella pensaba. Entendía su dolor. Entendía por qué era tan cerrada, tan testaruda, por qué tenía esa coraza tan impenetrable. Después de todo lo que había pasado, ¿cómo no iba a serlo? Ella estaba más que justificada. Su carácter difícil, su frialdad, todo eso era una reacción a lo que la vida le había hecho. Era la única forma que había encontrado de protegerse.

Y, de alguna manera, eso me hacía quererla más.

Me odiaba por desearla más sabiendo lo que había pasado. Porque, en el fondo, sabía que no era solo lujuria. No era solo un capricho que podía saciar y olvidar. Era algo más. Algo mucho más profundo. No pensaba admitirlo. Porque admitirlo significaba aceptar que ella me importaba. Que, de algún modo, esta mujer había logrado meterse bajo mi piel.

Caí en mi maldita trampa. Me enredé en mis propios deseos, en mis propios sentimientos. Perdí el control. No era ella quien se estaba doblando ante mí. Era yo quien estaba cediendo. 

Apoyé mi frente en su pecho, sintiendo su calor, su respiración tranquila, ajena a todo lo que se desataba dentro de mí. Esta mujer me estaba volviendo loco. 

Pero lo peor de todo era que sabía que no estaba solo en esto. Ella también lo sentía. Lo vi en sus ojos, lo escuché en sus pensamientos. Esa lucha interna, esa necesidad de alejarse, pero al mismo tiempo, esa desesperación por sentir algo más que dolor y frío. Quería mi calor. Tanto como yo quería el suyo.

Y en ese momento, lo admití, aunque me costara. Había perdido. 

Esta mujer era más que un capricho.

Pero lo peor de todo era que no podía dejarla ir. Porque sabía que si lo hacía, si la dejaba ir ahora, jamás encontraría paz.

Ella era mi tormenta. Y no había escapatoria.

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