Capítulo uno |IRENE MATTHEWS|
El sabor metálico de la sangre en mi boca era casi reconfortante para lo que alguna vez fue extenuante y doloroso. Mis labios hinchados, cortados, apenas respondían cuando intentaba lamer la sangre seca. El dolor se extendía por todo mi cuerpo, como una marea creciente que amenazaba con ahogarme, pero era un mal conocido. Había pasado por esto incontables veces. Sabía cómo bailar con el dolor sin dejar que este me quebrara.
Las cuerdas ásperas que me ataban las muñecas tras la espalda cortaban mi piel, cada movimiento enviaba punzadas ardientes por mis brazos.
Los nudillos del hombre, duros como el concreto, impactaron una vez más contra mi costado, sentí el crujido de algo en mi interior, probablemente una costilla cediendo, pero no emití ningún ruido.
Llevaba años en el bajo mundo, suficiente tiempo como para saber que el silencio era mi mejor aliado cuando me encontrara en esta situación. Y trabajando para Killian Burton, había aprendido que la lealtad se paga con vida o muerte. No importaba cuántos golpes me dieran o cuántas veces me preguntaran, ellos no iban a escuchar lo que querían de mí.
—Dinos lo que queremos saber y esto se acaba—insistió uno de ellos, con voz fría y carente de paciencia, justo antes de que su puño se estrellara contra mi mandíbula.
Un destelló de luz blanca cegadora nubló mi vista, pero la oscuridad no me reclamó, no aún. Los había visto antes, hombres que se quebraban después del tercer golpe, rogando por su vida y la de los suyos, pero a diferencia de todos ellos, mi vida era lo único que me quedaba y no era para nada negociable en este caso, pues mi cabeza no tiene valor alguno para ellos ni para nadie.
Todos mis planes y esta sed de venganza que resguardo en mi alma estaban a punto de venirse abajo si no encontraba una forma de escapar.
La humedad en el aire se mezclaba con el sudor frío que me cubría, la ropa empapada se adhería a mi piel herida.
Otro golpe, esta vez en la cara, mi cabeza se sacudió violentamente hacia un lado, mi cuello crujió bajo la fuerza del impacto. Pero mantuve mis labios cerrados, solo un gruñido bajo escapó de mi garganta. Mis ojos, hinchados y casi cerrados, aún podían ver la frustración en sus rostros. Eso me dio una pequeña satisfacción, una chispa de orgullo en medio de la miseria. Sabía que no podían seguir con esto para siempre. Ellos también tenían sus límites e iba a asegurarme de que lo alcanzaran antes que yo.
Escuché el sonido de la puerta abriéndose y supe que el juego estaba a punto de cambiar. No necesitaba ver para saber quién acababa de entrar a la habitación, el silencio repentino y la tensión me lo dijeron todo.
Había oído historias de Jedik Marcone, y ahora estaba en la misma habitación que él. Los hombres a mi alrededor, quienes me habían estado golpeando sin piedad, se quedaron quietos como perros bien entrenados ante la llegada de su amo.
Lo primero que noté fue su cabello blanco, lacio y perfectamente peinado hacia atrás, cayendo justo en los hombros. La claridad del color contrastaba con la sombra que su presencia proyectaba en el cuarto y, aunque sabía que tenía treinta y seis años, su apariencia lo hacía parecer mucho más joven, como si la vida no le hubiera tocado en lo absoluto.
Sus orejas estaban adornadas con pequeños aretes de plata, y un brillante aro atravesaba su ceja derecha. Alrededor del cuello llevaba una cadena plateada gruesa con su nombre en letras cursivas. El traje de un gris oscuro casi negro estaba hecho a medida, ajustado perfectamente a su cuerpo, y la tela revelaba un lujo que pocos podían permitirse.
Jedik Marcone no era un cualquiera. Él controlaba el otro lado de la ciudad, el lado que todos sabíamos que era una zona de guerra, donde cada paso en falso significaba la muerte. Era un nombre que se susurraba en las calles, no solo por su poder, sino por la manera en que lo ejercía. Frío, calculador, despiadado. No había enemigo al que no pudiera doblegar, no había trato que no pudiera manipular a su favor.
Sus negocios eran variados; tráfico de armas, extorsión, contrabando de drogas, estaba metido en todos y cada uno de esos negocios, tenía su propia red donde sembraba el terror.
Había oído que para Jedik Marcone los problemas no se resolvían con balas, al menos no al principio. No, él prefería el control total y absoluto. Era paciente, como un cazador que estudia bien a su presa, esperando el momento perfecto para dar el golpe final.
Su interés por los Burton no era nuevo. Conocía que Marcone había estado intentando expandir su imperio, y los Burton, con su propia red de influencias y poder, era un obstáculo en su camino.
Los rumores decían que Marcone tenía un don para encontrar las debilidades de sus enemigos, para infiltrarse en sus filas y desmoronarlos desde adentro. Pero los Burton no eran cualquier rival, y Marcone lo sabía. Lo que quería saber era si su interés seguía siendo la cabecilla de los Burton o Killian.
—Así que tú eres el perro fiel de Burton—su tono fue bastante bajo, aunque autoritario.
Podía imaginar su mente trabajando, sopesando cada posibilidad, cada salida. Sabía que para él yo no era más que una herramienta, un medio para un fin.
—Hablas ahora, o te haces un favor y mueres rápido—dijo acercándose más, su voz seguía igual de suave, que era casi peor que los golpes.
Lo sentí inclinarse hacia mí, su aliento frío contra mi piel herida. Pude oler su colonia cara, mezclada con el inconfundible aroma de pólvora y tabaco. Era un depredador, de eso no cabía duda. Todo en él gritaba peligro, pero no el tipo de peligro que estalla sin pensar; era el peligro de alguien que ha calculado cada movimiento, que sabía cómo hacerte sangrar por dentro antes de dejarte caer.
Me agarró del cabello y levantó mi cabeza para que nuestros ojos se encontraran y lo miré directo sin titubear. No me importaba si era la última mirada. Porque si tenía que caer, lo haría sin ceder, sin darle lo que quería. Era una cuestión de orgullo, una cuestión de principios.
Sus ojos grises descendieron hacia mi pecho, donde la camisa azul marino, media desabotonada y empapada de sudor y sangre, apenas ocultaba las vendas que rodeaban mi busto.
No pude evitarlo; mi respiración se aceleró, aunque traté de disimularlo, manteniendo una expresión imperturbable. Por dentro estaba rezando desesperadamente que no se diera cuenta de mi secreto, al menos no mientras estuviera con vida.
Conocía bien el destino que corrían todas las mujeres. Aquí, una mujer no tenía espacio para la piedad ni la protección. Era carne, un objeto, y ellos no dudarían en convertirme en eso si supieran la verdad.
En mi mente, las imágenes de lo que podría suceder si descubrían que no era "uno de los suyos" eran tan vívidas que casi me hicieron temblar. Ya había pasado lo peor en el pasado, lo había sobrevivido, pero no tenía ninguna intención de vivirlo nuevamente.
Sentí el sudor frío que comenzaba a correr por mi espalda. Lo peor no era morir; lo peor era vivir lo suficiente para desear estar muerta.
Prefería morir desangrada en esta silla, cada gota de vida abandonando mi cuerpo con orgullo, o con un tiro limpio en la cabeza que caer en las manos de esos hombres.
La habitación parecía cada vez más pequeña, más sofocante, mientras Marcone permanecía en silencio. Me devolvió la mirada con una intensidad que me heló la sangre. Lentamente, una sonrisa retorcida se dibujó en su rostro mientras se acercaba un poco más.
—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —inclinó la cabeza con curiosidad, como si estuviera observando un espécimen raro.
Sus ojos se fijaron de nuevo en mi pecho vendado y pude ver cómo sus labios se curvaban en una mueca de satisfacción.
—Un corderito fuera de su corral.
Sentí el instinto de defenderme, de hacer algo, cualquier cosa, pero con las manos atadas a la espalda, mis intentos por alcanzar la cuchilla escondida en la manga de mi gabán eran inútiles. Si no estuvieran amarradas, ya habría sacado la hoja afilada, dispuesta a hundirla en su garganta si se atrevía a ponerme un dedo encima.
Sus subordinados, que hasta ahora habían estado observando desde la periferia, intercambiaron miradas de duda, pero ninguno osó cuestionar su autoridad.
Con un movimiento rápido de su mano les indicó que salieran y uno a uno abandonaron la habitación, cerrando la puerta detrás de ellos. El sonido del cerrojo al encajar resonó en la pequeña habitación, quedándonos a solas.
Pasé saliva con dificultad, mi garganta seca como el desierto, mientras él se movía alrededor de mí, como un depredador arrinconando a una presa.
—Es una pena haber llegado a este nivel, ¿no crees? —continuó, su tono afable, como si estuviéramos charlando casualmente—. Aquí estás, jugando a ser uno de los chicos, cuando en realidad... —se detuvo detrás de mí, y sentí sus manos sobre mis hombros, apretando con fuerza—. Eres solo una pequeña oveja en un juego de lobos.
Me estremecí al sentir su contacto, mi piel ardiendo bajo sus manos.
—No tienes que ser un héroe, ya sabes—susurró en mi oído—. Podría salir de esta... intacta. Solo tienes que contarme lo que quiero saber. Un intercambio justo, ¿no te parece? —su voz era seductora, como si intentara convencerme de que su oferta era la única opción sensata.
Mi mandíbula se tensó.
—¿Sabe tu jefe lo que escondes?
No le di el gusto de mostrarle ninguna reacción, pese a que estaba consciente de que era un secreto que, en otras circunstancias, jamás revelaría a nadie, mucho menos a mi jefe, Killian Burton, el único hijo legítimo de Abraham Burton, mi verdadero objetivo. Había llegado muy lejos para que este secreto fuera descubierto por alguien que no tiene velas en este entierro.
Jedik esbozó una sonrisa ladina, como si mis intentos por mantener la calma le divirtiesen. Se inclinó ligeramente y, antes de que pudiera reaccionar, sus manos comenzaron a desabotonar mi camisa. Sentí un frío repentino en la piel, la tela abriéndose lentamente, exponiendo las vendas que mantenían oculto lo que había intentado desesperadamente proteger.
—Parece que mis sospechas eran correctas—comentó en un tono burlón, dejando escapar una risa suave mientras sus dedos rozaban la tela de las vendas—. No sé porqué tanto secreto, no es como que haya mucho que esconder, ¿verdad? —su comentario fue sutil pero hiriente.
Observaba mi rostro con atención, buscando cualquier signo de debilidad, pero lo miré fijamente a los ojos, negándome a parpadear.
—Mira—continuó, con evidente tono juguetón, como si estuviera disfrutando de cada segundo—, no me malinterpretes. No me importa lo que seas o lo que quieras ser, pero me intriga saber si tu querido jefe está al tanto de esta... pequeña particularidad—sus ojos brillaban de malicia.
Observó mi reacción en silencio, su sonrisa desvaneciéndose lentamente. Bajó la mirada a las vendas que cubrían mi pecho y su mano, que antes había sido tan firme y cruel, vaciló ligeramente.
Un pesado silencio llenó la habitación. Por un momento su mirada buscó la mía, como si intentara buscar algo más allá de mi fachada de fortaleza. Pero en lugar de continuar con sus burlas o interrogatorio, se quedó inmóvil, su respiración profunda y lenta, casi como si estuviera reconsiderando sus próximos movimientos.
Finalmente suspiró, para mi sorpresa retrocedió un paso. Se llevó la mano a la frente, masajeando las sienes, como si intentara ahuyentar algún pensamiento incómodo. Sentí que algo había cambiado en la atmósfera, una pequeña grieta en la máscara de frialdad que siempre llevaba.
—Maldición—dijo para sí mismo, su tono cargado de una frustración que no trató de disimular—, no puedo concentrarme. Esto no debería estar pasando.
¿De qué está hablando?
—Escúchame bien, no quiero ser el causante de que las cosas... se pongan peor para ti—habló con desánimo—. No soy un monstruo, no cuando se trata de esto—señaló las vendas, su expresión endureciéndose, como si quisiera mantener esa fachada.
No pude evitar sentirme desconcertada. ¿Qué quiso decir con eso?
—Haré que te revisen—comentó, sin mirarme directamente, como si le costara admitirlo—. No quiero que mueras por algo así... aunque sigas guardando silencio—lo último lo dijo con desgana, como si supiera que mi respuesta seguiría siendo la misma—. Y que te quede claro, esto no cambia nada—salió de la habitación, dejando atrás solo el aroma de su colonia.
Quería entender qué lo había hecho cambiar de actitud, pero no estaba dispuesta a quedarme aquí y averiguarlo.
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