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CAPÍTULO TREINTA Y SIETE: JEDIK MARCONE

Después de guardar las cosas en la despensa, dejé únicamente los ingredientes que usaría sobre la encimera. Verduras frescas, un buen trozo de carne... lo suficiente para hacer una sopa nutritiva. Después de todo lo que había vomitado, algo ligero no le vendría mal.

Noté que seguía ahí, cerca, observándome sin decir nada. No hacía ningún movimiento para acercarse. 

—¿Por qué no te unes y me ayudas? —le dije sin girarme del todo, con una media sonrisa—. Así te aseguras de que no te envenene, si es que esa es tu mayor preocupación.

—Estoy mejor donde estoy. No tengo ningún interés en compartir el mismo espacio contigo.

—Ah, claro, cómo no—repliqué mientras cortaba las zanahorias—. Pero te diré, hace tiempo que no cocino por mi cuenta. Mayormente tengo empleadas que se encargan del mantenimiento y la cocina, aunque... mi mamá siempre se aseguró de que supiera defenderme solo. Me enseñó a ser un hombre independiente y funcional. 

—No me interesa saber nada de tu vida—me cortó con brusquedad—. Esta “convivencia” va a durar muy poco.

La ignoré. Estaba acostumbrado a su actitud desafiante. Lo importante era que la tuviera aquí, y en su estado, eso era un pequeño triunfo.

De repente, se movió hacia la encimera. Noté cómo sus dedos rozaban la superficie mientras caminaba hacia la base de los cuchillos. No dije nada, solo la observé por el rabillo del ojo, intrigado por lo que tenía en mente.

—¿La invitación a colaborar en la cocina sigue vigente? —preguntó con una voz peligrosa, agarrando uno de los cuchillos con una lentitud calculada—. Después de todo, quieres complacer a una mujer embarazada y alimentarla como corresponde, ¿no es así? ¿Por qué no te ofreces como aperitivo?

Me giré justo a tiempo para ver el cuchillo dirigido hacia mí. Rápido, agarré el picador de madera y lo puse frente a mí, dejando que enterrara la hoja en el, en lugar de en mí.

—Qué gesto tan amable de tu parte, fierecilla—le dije, sonriendo con descaro mientras soltaba el picador—, pero creo que prefiero ofrecerme como postre.

No sé qué demonios me impulsó a hacerlo. Tal vez fue la tensión acumulada detrás de su intento fallido de apuñalarme, o el hecho de que, por más que me lo negara, había deseado este momento por más tiempo del que podía admitir. 

Arrojar el picador hacia el fregadero fue instintivo, como si eso me diera luz verde para lo siguiente. En un movimiento rápido, la tomé por la nuca y la cabeza, atrayéndola hacia mí. 

El contacto de sus labios fue todo lo que había fantaseado desde aquella noche, y más. Su suavidad me golpeó como una corriente eléctrica, un contraste perfecto con la fiereza que siempre irradiaba. Y su sabor... Maldición, su rico y dulce sabor era más embriagador de lo que recordaba, como algo prohibido que siempre había estado fuera de mi alcance, pero que ahora tenía entre mis manos.

Ella se quedó quieta, sorprendida, pero no me detuvo. Incluso, después del shock inicial, sus labios comenzaron a seguir el ritmo del beso, respondiendo con la misma pasión que yo había contenido por tanto tiempo. 

La levanté y la subí sobre la encimera, sin apartar mis labios de los suyos. Sentí el calor de su cuerpo a través de la camisa que llevaba puesta, y eso solo aumentaba mi deseo. Crucé mis manos por su espalda, una deslizándose por detrás de su nuca, sosteniéndola con fiereza, mientras la otra se aferraba a su cintura, acercándola más a mí, asegurándome de que no hubiera espacio entre nosotros.

El beso se volvió más intenso, más profundo, más húmedo. Nuestras lenguas juguetonas se entrelazaron, tentándome a morderla. No podía dejar de pensar en cuánto la había deseado, en cómo había imaginado esto tantas veces, sin siquiera darme cuenta de lo fuerte que era esa necesidad de su cuerpo, de su boca, de su cercanía... 

Me saboreé sus labios, de comisura a comisura, dejando una juguetona mordida en su labio inferior y apreciando su expresión, parecía derretirse tanto como yo. 

Mi mano acarició su pierna, atrapándome con la suavidad de su piel aún mojada. Quería descubrir si debajo de la camisa tenía ropa interior realmente, pero me sorprendió no tocar nada a medida que me adentraba a su entrepierna, no había una prenda de por medio, estaba como Dios la trajo al mundo. Mi cerebro se averió por unos instantes. 

¿Si no me ha dado un sartenazo significa que puedo continuar? ¿Vale la pena arriesgarse? Por supuesto que sí. 

Si la abro de piernas aquí podría comerme su exquisito coño otra vez. Esas imágenes mentales me pusieron duro como el acero. 

Necesito ser comprensivo y racional, ella salió de la clínica hace unas horas. Estuvo con un peligroso sangrado. No puedo acostarme con ella, no ahora. Mañana, tal vez. No, mañana no. No se deja para mañana lo que se puede hacer hoy. No, pero es que no puedo. ¡¿Dónde quedó mi autocontrol, carajo?!

Tranquilo, soldado. No puedo tirarte a la guerra sin armaduras hoy, por más preparado y dispuesto que estés. No sé siquiera si es posible, pero con mi suerte, termino engendrando un trío más al que esperamos y el doctor me va a cortar los huevos. 

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