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CAPÍTULO TREINTA Y SEIS: JEDIK MARCONE

Jedik Marcone 

Después de llevarla al apartamento, me aseguré de que Leah la vigilara. Sabía que Irene era capaz de cualquier cosa con tal de escapar de mí, incluso lanzarse del edificio si eso significaba librarse de esta situación. No podía arriesgarme, no con lo que estaba en juego. Leah entendió la gravedad del asunto y accedió sin cuestionarlo. Su papel era vital; si Irene se topaba con Leah, su orgullo la obligaría a enfrentarse a ella, y eso la mantendría ocupada el tiempo suficiente.

Mi madre siempre encuentra la manera de enterarse de las cosas, al menos no fue Leah quien le brindó esa información. Luego tendré una conversación larga y tendida con mi madre, por lo pronto, lo dejaré pendiente. Mi prioridad era Irene. 

Tuve que regresar a la clínica para reunirme nuevamente con el doctor. Me recibió en su despacho, con los brazos cruzados y el ceño fruncido. 

—Esa mujer es un peligro ahí fuera. Necesita cuidados especializados que no tendrá fuera de esta clínica.

Me senté frente a él, sacando mi libreta de notas y el bolígrafo con una calma que sabía que lo sacaría de quicio.

—Por eso estoy aquí—le respondí—. Quiero saber exactamente qué medicamentos debe tomar, qué comidas necesita para mantenerse fuerte. Todo lo que sea esencial para asegurar que tanto ella como los bebés estén saludables.

—Hablar contigo es como hablar con la pared—suspiró—. Va a necesitar suplementos de vitaminas y minerales—empecé a enumerarlas mientras anotaba—. Vitamina D para la absorción de calcio, ácido fólico para el desarrollo adecuado de los fetos, hierro para evitar anemia, y magnesio para reducir el riesgo de calambres y mejorar la función muscular. 

—Bien. 

—Eso es lo básico. Pero ella está en una situación especial. Como bien sabes, el virus que lleva dentro acelera el proceso, lo cual puede ser extremadamente peligroso tanto para ella como para los fetos. Debe estar bien hidratada y comer frecuentemente, porque su metabolismo está trabajando a un ritmo muy elevado. Si no lo hace, podría descompensarse, lo que pondría en riesgo su vida y la de los bebés.

Escribía cada palabra con detenimiento, asegurándome de no dejar pasar ningún detalle.

—En cuanto a la dieta, debe ser rica en proteínas, vegetales verdes, frutos secos, y pescado. Evitar carnes rojas en exceso y alimentos procesados que puedan interferir con su sistema ya comprometido. Las proteínas ayudarán a fortalecer el desarrollo de los fetos, y las grasas saludables, como las del pescado y el aguacate, serán esenciales para el crecimiento de sus cerebros. Sobre los líquidos, necesita mucha agua y bebidas ricas en electrolitos. Debe mantenerse hidratada todo el tiempo. Si se deshidrata, podría causar contracciones prematuras. 

Irene no iba a aceptarlo de buen grado, pero eso no importaba ahora. No se trataba solo de ella, sino también de los bebés. Y estaba decidido a asegurarme de que ambos estuvieran bien.

—Ahora, emocionalmente... —hizo una pausa, como si estuviera eligiendo sus palabras con cuidado—. Ella es extremadamente volátil, y las hormonas del embarazo no ayudarán. Necesita un ambiente estable, lejos de cualquier situación estresante. Debes evitar confrontaciones con ella. La irritabilidad es común, pero en su caso, cualquier crisis emocional podría tener consecuencias catastróficas. El estrés afecta directamente al desarrollo de los fetos.

Era consciente de la naturaleza explosiva de Irene, pero escuchar que sus emociones podían poner en riesgo no solo su vida, sino la de los bebés, me hizo reafirmar mi responsabilidad.

—Entonces, ¿cómo puedo ayudarla emocionalmente?

—Las embarazadas necesitan sentirse apoyadas, pero en su caso será más complicado. No será fácil para ella aceptar afecto o apoyo, especialmente viniendo de ti. Pero debes ser paciente. Las emociones de una mujer embarazada son intensas, y su cuerpo está en constante cambio. Si puedes hacer que se sienta segura, reducirá el riesgo de que algo salga mal.

—Entendido. Haré todo lo que sea necesario.

Me levanté de la silla, dándole un último vistazo a mis notas antes de guardar la libreta. Había mucho por hacer, y tenía que asegurarme de que cada paso fuera perfecto.

—Marcone, ten mucho cuidado con esa mujer. 

—Lo tengo todo bajo control. Esta es una oportunidad que no pienso desperdiciar. Esto me puede ayudar a acercarme un poco más a la madre de mis hijos. Si logro aplacar sus demonios internos, y que acepte a estos bebés que estamos esperando, entonces podré reunirla con los demás. Nuestros hijos la necesitan… la añoran. Me cuesta dejarlos al cuidado de alguien más, pero debo hacerlo si quiero reunirlos con su madre. 

[...]

Me dirigí primero a la farmacia, la lista de medicamentos y vitaminas clara en mi mente. Hierro, ácido fólico, suplementos prenatales… Sabía lo que ella necesitaba, lo que su cuerpo demandaba para mantener fuertes a nuestros bebés.

Después, el supermercado. Me moví por los pasillos seleccionando frutas, verduras, carnes magras. Era extraño estar eligiendo alimentos pensando en alguien más, en lo que ella necesitaría para mantenerse sana.

Recorrer los pasillos del supermercado y llenar el carrito con todo lo que necesitaba era algo completamente nuevo para mí. En su primer embarazo, no tuve que hacer nada de esto. No estuve ahí para cuidarla, para preocuparme por cada pequeño detalle de su salud, para comprar medicinas o asegurarme de que comiera bien. Pero ahora, por primera vez, estaba en ese rol, y aunque sabía que ella me odiaba, había algo en todo esto que me hacía sentir… diferente. Alguien normal.

Era extraño. Por un momento, me sentí como uno de esos hombres que veía a diario, los maridos que salen de casa, compran lo que su esposa necesita, y vuelven a casa con las bolsas llenas, con la seguridad de que alguien les espera. Pensé en cómo sería ser esa persona: tener una vida común, con una esposa que te espera en casa, aunque en mi caso, sabía que ella no lo haría. Pero aun así, había algo emocionante en imaginar su reacción cuando cruzara la puerta.

Me llenaba de un suspenso extraño, saber que, aunque no sería bienvenido con una sonrisa, quería ver esa expresión de fastidio en su rostro. Porque, al menos, eso significaría que no se había ido. Que estaba ahí, a regañadientes, pero presente.

Decidí echar un vistazo a las cámaras del apartamento, queriendo asegurarme de que todo estuviera bien, de que no se hubiera vuelto loca en las horas que llevaba fuera.

Cuando activé la cámara principal, lo primero que vi fue su mano arrancando una de las cámaras del techo. La imagen se distorsionó un poco, pero fue lo suficiente para ver su sonrisa fría y desafiante antes de que la cámara se apagase por completo. 

Sonreí, más de lo que debería, mientras guardaba el teléfono.

—Por lo visto, está muy bien—murmuré para mí mismo. Había fuego en ella, eso era seguro. 

Cuando llegué al apartamento, la fantasía que había construido en mi mente se desmoronó en un segundo. No la encontré esperándome con fastidio como había imaginado, sino en la puerta, vistiendo una de mis camisas que apenas le cubría lo suficiente. Bajo esa camisa, seguramente llevaba uno de los bóxers nuevos que había dejado en la gaveta, y por un momento me pregunté si todavía tenía sentido que siguiera vistiéndose como hombre.

Su cabello aún estaba mojado, goteando, y las gotas caían por sus piernas como lágrimas de agua deslizándose lentamente. En sus manos sostenía un montón de cablerías, las de las cámaras, y la había pillado infraganti, justo en el acto de desaparecerlas. 

Verla ahí, vestida con mi camisa, me resultó jodidamente sexy. Demasiado atractiva, en realidad. Casi me reí de mí mismo por la ironía de la situación. Cerré los ojos por un instante, obligándome a concentrarme. No debía pensar en ella de esa manera. No otra vez. No después de todo lo que había pasado.

Por no saber controlarme la primera vez, la embaracé, y luego una segunda vez. Lo último que necesitaba ahora era perder el control de nuevo. Tenía que recitar mentalmente lo mismo una y otra vez: mínimo contacto físico, mantener la distancia, no dejarme llevar. Necesitaba fuerza de voluntad para no lanzarme sobre ella. Si lo hacía, arruinaría cualquier pequeño avance que hubiera conseguido. 

Tenía que mantener la cabeza fría, aunque verla así, mojada, con mi camisa, hacía que fuera todo lo contrario. 

—¿Qué demonios haces aquí? 

Levanté una ceja, sin responder al principio. Cerré la puerta de un empujón con la pierna, y pasé por su lado, ignorando por completo la molestia en su tono. En realidad, la verdad era que había algo divertido en verla molesta, incluso si me estaba jugando la vida. 

—Aunque quería darte tiempo para que pensaras, también quiero asegurarme de que te alimentes bien—dije, mientras caminaba hacia la cocina con las bolsas en la mano.

Sentí cómo su mirada se clavaba en mi nuca, y cuando llegué a la encimera y comencé a sacar los alimentos, me di cuenta de lo incómoda que se sentía la situación. ¿Qué se suponía que debía decir? ¿Ofrecerle un plato de ensalada como si todo fuera normal mientras ella seguía arrancando las cámaras de vigilancia y llevaba puesta mi ropa? Era ridículo. 

—¿Tienes que vigilar cada cosa que hago ahora? —bufó, acercándose con las cablerías. 

—Te dije que no me metería en tus decisiones—le respondí, mientras sacaba una caja de cereales y la colocaba en la despensa—. Pero alguien tiene que asegurarse de que no te alimentes a base de odio. No tiene tantos nutrientes, me han dicho. 

Sentí su mirada perforándome la espalda, pero no me giré de inmediato. Saqué unas zanahorias, un paquete de pollo, y un frasco de vitaminas que tintineó contra la encimera. No es que fuera lo más romántico del mundo, pero si íbamos a hablar de incomodidad, mejor hacerlo bien.

—¿No te parece incómodo todo esto? —le cuestioné—. Parecemos una pareja de recién casados. 

—¿Qué? 

—¿No te da esa impresión?

—¿A qué estás jugando ahora?

—No estoy jugando a nada—abrí la nevera y guardé las verduras— pero ya sabes, esto de traer comida y cuidar a una mujer embarazada me hace sentir... bueno, algo cercano a la normalidad. Creo que esto es lo que hacen las parejas casadas, ¿no? Aunque—le lancé una mirada rápida—, claro que en mi caso, mi “esposa” no me espera con una sonrisa en la puerta, sino con un puñal de cables que probablemente planeaba usar para estrangularme. 

—No te equivocas—sonrió ladeado, como si le hubiera dado una increíble idea. 

Parecía más tranquila que antes. Al menos ahora podía hablar con ella más calmadamente, sin esperar que me lanzara algo por la cabeza, aunque no descartaba la posibilidad en lo absoluto.

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