CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO: IRENE MATTHEWS
IRENE MATTHEWS
No sé en qué momento todo comenzó a desmoronarse, si fue cuando nací o cuando los que me trajeron a este mundo decidieron abandonarme. Nunca conocí a mis padres biológicos, ni me interesa saber quiénes fueron. En este punto, son solo sombras insignificantes.
Crecí en el orfanato, un lugar al que llamaban "hogar" pero que no tenía nada de eso. Mi hermano y yo éramos lo único que teníamos. Él era débil, enfermizo, siempre más vulnerable que yo. Siempre lo protegí, incluso cuando el director comenzó a fijarse en mí. No olvido esos primeros toques, la manera en que su mano gorda y áspera me apretaba la pierna mientras me susurraba al oído que no le dijera a nadie. Tenía ocho años la primera vez que sucedió, y me quedé helada, sin saber qué hacer. "Si eres buena", me dijo, "no tocaré a tu hermano. Serás solo tú y yo. Juiciosa, ¿entiendes?". Lo entendí. Sabía que si no lo complacía, él iría tras mi hermano, y eso era algo que no podía permitir.
Así que lo soporté. Soporté cada vez que me llamaba a su oficina por cualquier excusa, soporté sus manos en mi cuerpo y su aliento repulsivo en mi oído. Soporté sus chantajes, sus amenazas, sus sonrisas repugnantes. Lo hacía por mi hermano. Por él, siempre por él. Hasta que un día, llegó la pareja que nos adoptó. Pensé que las cosas mejorarían. ¡Qué ilusa fui!
Nos llevaron a una casa grande, bonita, llena de lujos, pero estaba vacía. Los únicos que importaban en esa familia de apariencias eran ellos mismos, y pronto me di cuenta de que yo no encajaba en esa perfección. Mi padre adoptivo siempre tuvo más predilección por mi hermano, y no era un secreto. No me molestaba, porque ver a mi hermano feliz me bastaba. Pero las noches eran largas. Mientras él dormía en la cama de nuestros nuevos padres, a mí me dejaban en el baño, sentada en el suelo frío, como si fuera poco más que un perro al que no querían en la cama.
Aun así, aprendí a convivir con esa situación, porque él estaba feliz. Pero nada bueno dura para siempre. Mi madre adoptiva murió cuando yo tenía dieciséis años, llevada por un cáncer que nadie vio venir. Fue rápido. No hubo tiempo para lágrimas, ni para luto. Apenas unos meses después, mi padre decidió que lo mejor para mí era dejarme en manos del ejército. "Será mejor para ti", me dijo. "Tendrás un mejor futuro". Lo que realmente significaba es que no quería cargar con mi responsabilidad, así que me dejó allí, sola, rodeada de hombres.
En el ejército, los horrores continuaron. Creía que lo peor había pasado en el orfanato, pero no tenía idea de lo que me esperaba. Apenas llegué, los generales y mis superiores decidieron que yo era su entretenimiento. Fui su juguete, su propiedad. Me llevaron al límite, me destrozaron por completo. No fueron pocas las noches en que mi cuerpo fue ultrajado, una y otra vez, sin piedad. Y quedé embarazada dos veces. Dos malditas veces. No sé qué fue peor: llevar dentro de mí a esos monstruos o perderlos por las palizas que me daban. Me golpeaban tanto que, en cada aborto, sentía como si mi cuerpo estuviera siendo arrancado desde el interior. Cuando quedé embarazada por segunda vez, supe que no podía soportar el mismo infierno de nuevo. No podía cargar con el engendro de otro malnacido en mis entrañas, creciendo dentro de mí, robándome lo poco que me quedaba de mí misma. Sabía lo que me esperaba si seguía adelante: más golpes, más abusos, más de lo mismo. No lo permitiría, no otra vez.
Así que lo hice. Pagué a un doctor con el poco dinero que había conseguido a lo largo de los años. Le pagué para que me operara, para que me quitara la matriz. No quería volver a ser víctima de otro embarazo. No quería volver a cargar con el peso de algo que no pedí, que no deseé.
Cuando desperté después de la operación, sentí algo parecido a alivio. Ya no tendría que preocuparme de volver a quedar embarazada, de ser el receptáculo de más sufrimiento. Pero ese alivio venía acompañado de una amargura profunda. Algo en mí había muerto junto con esa operación, algo que jamás podría recuperar. Me volví dura, más dura de lo que ya era. Aprendí a no dejarme joder nunca más, ni por hombres ni por nadie.
Esa decisión fue el inicio de un plan mucho más grande. Sabía que no podía seguir siendo un peón, así que empecé a usar mi conocimiento en explosivos para ganar privilegios, para ganarme la confianza de mis superiores. Sabía que podía ser útil, que podía ser más que una simple soldado. Y lo usé a mi favor. Aproveché cada oportunidad para escalar, para ganar más control sobre mi vida. Y, mientras lo hacía, planeaba mi escape. Cada día era un paso más cerca de la libertad. Cada misión que cumplía me acercaba a la salida.
A mis 25 años, lo logré. Deserté. Me escabullí en medio de una misión, usando los mismos explosivos que me dieron para escapar sin dejar rastro. Finalmente, era libre. Por primera vez en mi vida, pensé que podría tomar las riendas de mi propio destino, que podría encontrar a mi hermano y empezar de nuevo. Pensé que tendríamos una oportunidad de reconstruir lo que nos habían arrebatado. Tenía esa esperanza, una pequeña chispa en medio de toda la oscuridad. Pero nada salió como lo había planeado.
Cuando encontré a mi hermano, ya era demasiado tarde. Su cuerpo estaba frío, inerte, abandonado en un sucio rincón de un pub. La forma en que lo mataron… No puedo olvidarla. Fue sádica, cruel. Se ensañaron con él, lo destruyeron. Lo único que quedaba de mi hermano era un cascarón vacío, y ni siquiera pude despedirme de él. No pude decirle lo mucho que lo amaba, lo mucho que había luchado por llegar a él, lo mucho que había sacrificado para intentar salvarlo.
Todo lo que quedó fue su frío cuerpo, y ese recuerdo que me persigue cada maldita noche. Fue entonces cuando decidí que no quedaba espacio en mi corazón para la debilidad. La Irene que conoció mi hermano murió con él, en ese pub. La mujer que quedó solo tenía un propósito: sobrevivir y vengarse. Porque, después de todo, eso era lo único que me mantenía en pie.
Ahora, otra vez me encontraba en la misma situación. Mi cuerpo, mi vida, otra vez convertido en un recipiente para algo que nunca pedí, algo que nunca deseé. Tres engendros más en mi vientre, creciendo sin que yo lo supiera. No podía entender cómo había pasado, no podía creerlo. No quería creerlo.
No entendía en qué momento mi cuerpo había traicionado todo lo que soy, todo lo que me prometí. Porque, aunque me había despojado de mi capacidad de tener hijos años atrás, aquí estaban, tres malditas vidas creciendo en mi interior.
Me quemaba por dentro pensar que llevaba en mis entrañas algo de él. Él, que debió haber muerto en la explosión aquella noche, en ese club maldito. Pero no, de alguna manera, Marcone seguía aquí, y ahora me encontraba conectada a él de una forma que me repugnaba. No lo podía soportar. Me revolvía el estómago cada vez que pensaba en ello. Era como si todo lo que había hecho para protegerme, para liberarme de esta maldición, hubiera sido en vano.
Negaba con todas mis fuerzas la posibilidad de llevar esos bebés. No podía, no quería. No iba a permitir que mi cuerpo, una vez más, fuera usado como un simple recipiente para traer al mundo algo que no era mío, algo que no quería. No iba a volver a ser la mujer débil que había sido antes, la mujer que permitía que la vida le fuera arrebatada sin luchar.
El pasillo de la clínica estaba lleno de guardaespaldas, bloqueando mi salida. Uno de ellos no estaba del todo atento, al estar de espaldas, decidí tomar el control. Vi mi oportunidad. Me acerqué de forma sigilosa y, en un rápido movimiento, lo tomé por sorpresa, haciéndole una llave y arrebatándole el arma antes de que pudiera reaccionar.
El metal frío en mi mano me dio una sensación de poder momentáneo. Me giré, lista para enfrentar a quien fuera necesario. Pero entonces escuché su voz.
—Irene...
Jedik estaba justo detrás de mí. No esperaba ser descubierta tan rápido. Lo vi avanzar, sin miedo, como si no le importara que le estuviera apuntando directamente.
—Dispara. Hazlo. Acaba con todo ahora.
Mi dedo rozó el gatillo. Sabía que si lo apretaba, todos mis problemas se habrían resuelto. Un solo disparo y él dejaría de ser una sombra constante en mi vida, la raíz de todo lo que había salido mal. Sabía que debía hacerlo. Él debía morir…
Pero mi mano tembló.
¿Por qué? ¿Por qué no podía dispararle? Mi brazo se sentía pesado, como si una fuerza invisible me impidiera hacer lo que sabía que debía hacer. ¡Maldita sea!
La rabia creció en mí con tal intensidad que, en un impulso, llevé la boca del arma a mi sien, apretando con fuerza.
—Voy a irme. No te atrevas a irte detrás de mí—le advertí, retrocediendo lentamente.
Podría volarme la cabeza y terminar con todo. Sería rápido, un simple disparo y ya no tendría que soportar más. Solo que volarme la cabeza no sería justo. No puedo hacerlo sin concretar mi venganza. Tampoco era el camino para hacerlo sufrir, no de la manera en la que merecía. Lentamente, bajé el arma hasta mi vientre.
—Si estas son las tres razones por las que querías que estuviéramos juntos, entonces yo me encargaré personalmente de borrarlas de la faz de la tierra.
No se inmutó. Dio un paso hacia adelante, su mirada clavada en la mía. Lentamente, levantó su mano, imitando una pistola con sus dedos y la apuntó hacia su cabeza.
—Apunta bien, fierecilla. El arma debe estar aquí, en tu frente, porque es tu cabeza la que no puede aceptar que esa noche... esa noche, cuando dormimos juntos, me mostraste a la verdadera Irene. A la mujer que está enterrada bajo capas de odio y dolor. A la Irene que, al igual que yo, anhela ser amada.
Mis manos empezaron a temblar más. Lo odiaba. Lo odiaba con cada fibra de mi ser.
—Ahora bien, si vas a matar a alguien—continuó, acercándose un poco más—, que sea a este corazón. Este corazón que, por razones que ni yo puedo entender, se enamoró de esa Irene. De la verdadera Irene, la que se esconde bajo todo ese odio. Porque sé que está ahí.
Su voz, suave y grave, me rompió el equilibrio. ¡No podía permitirme caer en su trampa! Pero cada palabra suya me confundía más, removiendo algo en lo profundo de mi ser.
—No juegues conmigo—le espeté, con un nudo en la garganta.
—¿Me mostrarías a la verdadera Irene que reside en tu interior?
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