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CAPÍTULO TREINTA OCHO: KILLIAN BURTON

Killian Burton 

Cuando abrí los ojos, todo estaba borroso. Me sentía desorientado, como si hubiera estado fuera de mí mismo por horas, o tal vez días. Lo primero que noté fue el dolor en la mano, un dolor sordo y molesto, pero no insoportable. Al levantarla, vi mi dedo envuelto en vendajes. Intenté moverlo, pero solo sentí un leve hormigueo. ¿Cómo llegué aquí? Había un vacío en mi memoria. 

Mi primer pensamiento, en medio de la confusión, fue Ian. O, mejor dicho, esa mujer, cuya identidad desconocía totalmente. Todo lo que me habían dicho sobre ella, todas las advertencias que había ignorado, eran ciertas. Yo, como un idiota, no quise creerlo. Pese a lo que me hizo, no sentía rencor hacia ella. A lo largo de mi vida, había sido víctima de los errores y las cuentas pendientes de mi padre. Siempre pagaba yo los platos rotos. Pero Ian era diferente. Ella no era solo una más en la larga lista de quienes querían cobrarle algo a mi familia.

Estaba verdaderamente decepcionado. No por el daño físico, sino porque ella, la única persona en la que deliberadamente confié, por quien hice tanto, tenía un propósito oculto. Lo había utilizado. Y, aun así, no podía odiarla. Era como si todo lo que sentía por ella, esa atracción que no podía explicar, hubiera tenido sentido finalmente. Me sentía aliviado de saber que me atraía, no un hombre, sino una mujer. Una mujer en todo el sentido de la palabra.

Tantas dudas se aclararon después de aquel beso, después de esa extraña sensación que sentí al estar cerca de ella. No solo me atraía, estaba perdidamente enamorado. Pero mis sentimientos no fueron correspondidos. Fue un golpe duro, uno que seguía doliendo más que el dedo mutilado. Era unilateral, lo sabía, pero no podía evitar pensar qué habría pasado si las cosas hubieran sido diferentes. Si aquella noche Marcone no hubiera aparecido de la nada. ¿Podría haberla tenido? ¿Habría descubierto su verdadera identidad esa misma noche?

Ese hombre, Marcone, era una sombra constante en la vida de ella. Siempre apareciendo en los momentos más inoportunos, como si no pudiera dejarla sola, como si supiera que algo estaba a punto de suceder. ¿Qué papel jugaba él en todo esto? ¿Por qué tenía que interferir justo cuando pensé que había una mínima posibilidad de acercarme a ella?

Cerré los ojos de nuevo, frustrado. No sabía si todo esto había sido planeado entre ellos o si solo fue una maldita coincidencia. Lo único que tenía claro era que, aunque ella me había traicionado, mi corazón no podía dejarla ir. Estaba atrapado en ese sentimiento, en ese amor que me había cegado y que ahora, más que nunca, dolía aceptar.

El sonido de la puerta al abrirse me sacó de mis pensamientos. Una extraña mujer entró. Había algo en su rostro que me resultaba vagamente familiar, pero no lograba ubicarla. 

—Qué bueno que has despertado—dijo, como si me conociera desde hace años—. Te he estado esperando.

Me reincorporé un poco en la cama, aún aturdido, tratando de darle sentido a lo que estaba pasando. 

—¿Quién eres tú? 

—Beatrice—respondió con una sonrisa tranquila—. Probablemente no me recuerdes, pero dormiste en mi pecho varias veces.

Mis músculos se tensaron de inmediato y me incorporé por completo, como si su sola presencia fuera una amenaza oculta que no había previsto. ¿Qué demonios quería decir con eso?

—¿De qué estás hablando? 

—Dime algo—continuó ella, ignorando mi confusión—, ¿desde cuándo estás infectado?

Su pregunta me dejó congelado. Infectado. No tenía ni la más mínima idea de qué diablos estaba hablando. 

—¿Qué...? —empecé, pero ella ya había sacado sus propias conclusiones.

—Ah, ya veo. No lo sabes —dijo, con un tono casi maternal, como si hablara con un niño perdido—. Entonces deberías tratarte lo antes posible.

—Espera, ¿tratarme de qué? —exigí, levantando la voz, sintiendo que el control de la situación se me escapaba entre los dedos—. ¡Necesito una explicación!

—Solo tu padre podría darte esa respuesta—me interrumpió, y su mirada parecía atravesarme. 

No estaba en posición de jugar a los acertijos, pero algo me decía que no era alguien con quien podía discutir fácilmente.

—Anda con cuidado, Killian Burton—continuó, volviendo a su tono tranquilizador, pero con una advertencia que me heló la sangre—. Pude interceder por ti y salvarte la vida esta vez, pero no habrá una segunda.

Mi respiración se detuvo un segundo. Salvado... ¿Por ella? ¿De qué me estaba salvando exactamente? ¿De Ian? ¿Realmente Ian habría sido capaz de matarme? ¿Estos años juntos no habrían sido suficientes para considerarlo al menos? 

—Soy la madre de Jedik Marcone—declaró de pronto, dejando caer la bomba como si fuera algo insignificante. 

Mis manos se apretaron en los bordes de la sábana. La madre de Marcone. Claro, su cabello blanco. ¿Cómo no pude asociarlo?

—Sé que hay mucha rivalidad entre tú y mi hijo—dijo, su sonrisa tomando un cariz frío—. Pero más allá de esa rivalidad, ambos tienen un interés mutuo. Un interés que tiene nombre y apellido.

Su sonrisa se amplió, pero sus ojos se oscurecieron de manera escalofriante. 

—No intentes meterte entre mi hijo y mi nuera.

La forma en que pronunció esa palabra, “nuera”, me revolvió el estómago. ¿Estaba hablando de Ian? ¿Estaba diciendo que ella era suya, que pertenecía a Marcone? Entonces, no me equivoqué. Entre ellos dos hay algo. 

—Yo he sido amable y bondadosa contigo. Pero mi hijo no es como yo. No querrás conocerlo cuando intentan quitarle lo que le pertenece. Espero tomes mi consejo y no intervengas. Nadie sale ileso siendo la tercera rueda en una historia donde ya están escritos los protagonistas. 

Sus advertencias solo surtieron el efecto contrario. 

—Tus advertencias solo despiertan más mi interés. Si tu hijo está tan seguro de que ella le pertenece, entonces no debería preocuparse por un “tercero” que interfiera, ¿no crees?

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