CAPÍTULO SETENTA Y DOS: JEDIK MARCONE
Me levanté lentamente de la cama, saliendo de la habitación en compañía del doctor.
—Envié muestras del cordón umbilical y del tejido amniótico a analizar. Necesitamos entender más sobre lo que está pasando a nivel celular con el bebé. No ha querido separarse de su madre.
—¿Tú crees que me odia? —le pregunté sin poder evitarlo.
—No creo que sea odio. Lo más probable es que sea una respuesta defensiva. Está protegiendo a su madre y a sí mismo... no quiere que lo apartemos de ella. Es instintivo.
Eso tenía sentido, pero no me hacía sentir mejor. Ese bebé... mi hijo... ya estaba mostrándose territorial, protector, como si yo fuera un extraño. La forma en que me miraba, con esa intensidad, me hacía sentir que no era bienvenido cerca de ellos dos.
—Genéticamente hablando, también hay algo más—continuó, pasándose una mano por el rostro, visiblemente cansado—. Es complicado decir si es una niña o un niño. Esa masa negra que simula un órgano masculino no nos permite confirmar nada con certeza. Podría haber algo más bajo esa coraza, pero no lo sabremos hasta poder examinarlo detalladamente.
—¿Y cuándo podremos hacerlo?
—Eso dependerá de Irene. Cuando ella esté consciente y pueda ayudar, tal vez entonces podamos examinarlo de manera segura. Por ahora, él no nos dejará acercarnos más. Está claro que no quiere que lo separemos de ella.
Mi pecho se contrajo de nuevo. El doctor tenía razón. Esa criatura... mi hijo... no permitiría que me acercara, mucho menos a ella. Una extraña sensación se instaló en mí. ¿Celos? ¿Era posible que estuviera sintiendo celos de mi propio hijo? ¿Celos de cómo se aferraba a Irene, de cómo ella, de manera inconsciente, lo mantenía junto a su pecho mientras yo me mantenía a distancia?
—Debes descansar. No has dormido casi nada, Jedik.
Después de lo que había soñado... después de cómo el bebé me había apartado incluso en mi propia mente... no podía.
—No, no puedo dormir ahora.
¿Por qué sentía que ya había sido relegado, apartado de lo que más me importaba?
♣♣♣
Después de obligarme a dormir, me sentí aún más desorientado cuando el doctor me despertó. Habían pasado diez horas, según me dijo, y mi cuerpo lo agradecía, pero algo dentro de mí no estaba en paz. Me avisó que Irene se había despertado y que ya tenía los resultados que había enviado a la clínica. No sabía cómo sentirme al respecto, pero lo seguí sin hacer más preguntas.
Al entrar en la habitación, me detuve en seco. Irene, aunque débil, se veía con más color. Parecía estar mejor, más consciente... pero el bebé...
No pude evitar maldecir en silencio. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Lo que vi no tenía sentido. El bebé... ¿cómo es que se veía más grande? Era casi imposible que eso ocurriera en tan poco tiempo. ¿Cuánto tiempo había dormido realmente? Me pregunté si me había desconectado del mundo por más de lo que creía.
Irene me miró, su mirada más lúcida de lo que había estado en días. Extendió su mano hacia mí, como si pidiera algo. Me quedé inmóvil, dudando. El bebé también me estaba mirando, sus ojos rojos brillando intensamente, tan alerta. Había algo en su expresión, como si esperara que yo cometiera un error, o algo...
Pero al final, cediendo a ella, di un paso adelante. Ella no dijo nada al principio, pero entonces me agarró el borde de la camisa, sin pronunciar una sola palabra. Su silencio, normalmente cargado de dureza e ironía, era diferente. Ella nunca hacía esto. Nunca se permitía mostrarse vulnerable frente a mí, pero a mí parecer, había renunciado a mostrarse de ese modo desde el periodo corto de gestación.
—¿Cómo te sientes?
—Me duele cada partícula de mi cuerpo—murmuró, su voz cargada de agotamiento.
Me estremecí al escucharla así, tan desconsolada, tan fuera de lo que usualmente era.
Seguí haciéndole preguntas, necesitaba saber qué recordaba, si era consciente de todo lo que había pasado. Pero a medida que hablábamos, supe que no tenía idea. No recordaba nada del parto, ni de las contracciones, ni del vómito, ni de la muerte que casi la arrebató de mis manos. Su mirada se vaciaba cuando intentaba recordar.
Lo último que dijo que recordaba fue cuando nos habían dado la noticia de que estaba embarazada.
Entonces, su mirada se desvió hacia el bebé, quien, inquieto como siempre, comenzó a gatear hacia ella. Subió por su costado, y ella lo observó sin apartarlo, aunque con visible muestra de desconfianza y confusión.
—¿Eso salió de mí? ¿Cómo? ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Por qué no puedo recordarlo?
El doctor intervino justo en el momento en que mis pensamientos se embotellaron en la cabeza.
—Sí, es tu bebé, Irene. Lo que ambos están viendo, el crecimiento acelerado del bebé, es algo que anticipaba, teniendo en cuenta varios factores, aunque no lo sabía con exactitud cómo se manifestaría—comenzó a explicar—. A este ritmo, calculo que en las próximas 48 a 72 horas alcanzará la etapa de un niño de cuatro años. Y si sigue como hasta ahora, en aproximadamente una semana podríamos estar lidiando con un adolescente.
¡¿Una semana?! Mi mente intentaba asimilar lo que eso significaba, pero era difícil. El bebé apenas había nacido hacía menos de un día, y ahora nos hablaban de un niño y luego de un adolescente en cuestión de horas y días.
Irene lo miraba, incrédula, pero sin hablar.
—Sin embargo, considero que hay una alta probabilidad de que cuando alcance la etapa adulta, el crecimiento se detenga. El cuerpo parece desarrollarse rápidamente hasta un punto crítico, donde luego se estabiliza.
¿Adulto? Intenté imaginarlo. El bebé... no, nuestro hijo, creciendo a un ritmo vertiginoso hasta convertirse en alguien de mi tamaño o más, en cuestión de días. Y luego, ¿qué?
El doctor se detuvo, esperando alguna reacción, alguna respuesta de nosotros. Pero yo solo podía observar al bebé, aferrado al cuerpo de Irene.
—M-mamá—elevó sus brazos como esperando que ella lo abrazara.
Pero Irene, fiel a su estilo, lo miró con su típico desdén y afecto que solo ella podía manifestar.
—Aléjate de mí, gremlin con alas.
Para mi sorpresa, él retozó, riendo como si le hubiera entendido cada palabra.
¿No es 'papá' una palabra más fácil de decir para un bebé?
Espera, eso es irrelevante, imbécil. ¿Cómo demonios estaba hablando ya? Miré al doctor, esperando alguna respuesta lógica, pero su expresión reflejaba el mismo asombro que el mío.
Abrió y cerró sus manos frente a Irene, a la altura de sus pechos, como si estuviera pidiendo más. Más comida. Otra vez esa sensación de protección casi instintiva hacia ella me recorrió de pies a cabeza.
—Quiere comida—le dijo el doctor, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Lo fulminé con la mirada, frustrado.
—Es un niño... grande, y se ve bien alimentado—solté sin pensar—. Puede conformarse con leche en polvo, ¿verdad? No le vendría mal una dieta.
Esas palabras salieron de mi boca antes de poder detenerme, cargadas con una rabia que ni siquiera sabía que tenía. ¿Celos? ¿De mi propio hijo?
Él me miró, y por un momento, tuve la impresión de que realmente estaba entendiendo todo lo que estaba pasando a su alrededor. Esa sospecha se confirmó cuando de repente comenzó a llorar, soltando un alarido que nos asustó a todos.
Irene, impasible, lo empujó suavemente en la frente con el dedo índice, casi como si estuviera tratando de apagar una alarma molesta.
—Cállate, gremlin.
Sin pensar, lo tomé en mis brazos. Lo levanté por debajo de los brazos, acercándolo hacia mí, cara a cara, y para mi sorpresa, el llanto cesó en el acto. Era como si hubiera estado esperando ese momento.
—Escúchame bien, tu madre es mía. Yo estuve primero. No pienses que por hacer estos teatritos te la vas a quedar.
—Papá—dijo con una vocecita, tan clara y dulce como no me imaginaba que pudiera salir de él. Y luego se rió, esa risa pequeña, tierna, casi musical, como si se estuviera burlando de mi intento de intimidarlo.
Esa risa pequeña y encantadora se abrió paso en mi pecho como una flecha directa al corazón.
Me sentí el hombre más idiota del mundo. ¿Cómo pude haber intentado intimidar a este pequeño ser? Mi propio hijo. Había querido imponerme, marcar territorio… ¿y para qué? Para que él, en un solo instante, con una palabra, me derrotara por completo.
Me rendí, sin reservas. El nudo de mi orgullo se deshizo, y todo lo que sentí fue una oleada de ternura tan fuerte que me dejó aturdido. Escucharle decir “papá” fue como escuchar una melodía que nunca hubiera imaginado que necesitaba.
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