CAPÍTULO SETENTA: JEDIK MARCONE
★★★
Habían pasado 26 horas desde que recibimos la noticia, y ninguno de nosotros había dormido. Irene estaba tumbada de lado en la cama, su figura antes derecha y desafiante se veía frágil, consumida por el dolor. Su barriga, ahora mucho más abultada, crecía con un ritmo inquietante, y cada hora que pasaba, su agonía aumentaba. El sudor bajaba en ríos por su frente y mejillas, y yo, impotente, intentaba refrescarla con un paño húmedo, deseando poder hacer algo, lo que fuera, para aliviar su sufrimiento.
Verla así era como si me arrancaran el alma de cuajo. Aquella mujer indomable, que me enfrentaba con fuego en los ojos, ahora yacía ante mí, casi quebrada. Cada jadeo, cada queja, me atravesaba el corazón. Su piel estaba pálida, su mirada apagada, y su fuerza, aquella que admiraba tanto, se desvanecía poco a poco, como si ese monstruo que llevaba dentro se la estuviera robando.
No podía apreciar la vida que crecía en su vientre, no podía sentir la emoción de que pronto habría un hijo más. Lo único que me consumía era el miedo de perderla. No sabía qué hacer, no tenía las palabras correctas para calmarla, para darle siquiera una chispa de esperanza en medio de este infierno.
El doctor, sentado en la esquina de la habitación, observaba los resultados de las radiografías que le hicieron en la clínica antes de venir. Había intentado tranquilizarme, decirme que estaban monitoreando el crecimiento, pero cada minuto que pasaba era evidente que Irene no aguantaría mucho más. La criatura en su interior se movía de manera violenta, y a través de la piel de su vientre podíamos ver sombras que cambiaban de forma, además de venas oscuras.
Me acomodé detrás de ella en la cama, acercándome como pude. Ya esperaba que me rechazara, como lo había hecho tantas veces antes, pero esta vez no tenía la fuerza para apartarme. Solo la escuchaba jadear y quejarse, susurrando palabras entrecortadas entre el dolor y la agonía.
Acaricié su vientre por ella, mi mano temblando al sentir los bruscos movimientos de esa cosa. Era como si quisiera salir, como si estuviera atrapada y buscara escapar desgarrándola desde dentro.
—Ese monstruo… quiere matarme.
Mis manos temblaban al escucharla, y mis brazos la rodearon con más fuerza.
—P-por f-favor… quítame este dolor.
Sus palabras fueron un golpe directo a mi pecho, y por un momento quise ceder, quise pedirle al doctor que lo hiciera… Pero no podía. No podía ponerla en peligro de esa manera.
La abracé más fuerte, escondiendo mi rostro en su hombro, tratando de no quebrarme frente a ella. Sentí las lágrimas traicioneras deslizarse por mis mejillas.
—No puedo perderte… No podría soportarlo, fierecilla. Solo aguanta un poco más, te lo suplico. Te juro que si logramos salir de esta, no volveré a ponerte un dedo encima. Te dejaré irte si eso es lo que deseas, te daré la libertad que tanto anhelas. Prefiero verte partir y saber que estás en algún lugar del mundo, viva, lejos de todo este tormento, antes que verte partir de mi lado para siempre, llevándote contigo lo único que me importa en esta maldita vida.
La culpa me ahogaba. Esto era mi culpa, yo la arrastré a esto.
★★★
El doctor tenía todo su equipo a mano: intravenosas para mantenerla nutrida, monitoreo constante de sus signos vitales, y el equipo médico que había traído para atender cualquier eventualidad. Varias horas más en vela, pero su condición empeoraba lentamente. Su pulso se había vuelto irregular, su presión bajaba y subía de forma preocupante, y por más que lo intentáramos, no conseguíamos estabilizarla. Era como si cada respiro fuera una lucha para ella, y yo no podía hacer nada más que observar cómo se desvanecía ante mis ojos.
El doctor le conectó el sonograma una vez más, pasando el aparato por su abdomen hinchado. Me mantuve de pie a un lado, observando cada movimiento de su mano con creciente ansiedad. Las imágenes en la pantalla eran confusas, casi irreconocibles, y aunque su equipo era avanzado, no tenía la tecnología necesaria para captar la forma completa de lo que crecía dentro de ella.
Frunció el ceño mientras movía el aparato de un lado a otro, siguiendo lo que parecía una mano con dedos largos. Esa cosa… seguía el movimiento del dispositivo como si estuviera consciente de lo que sucedía afuera. Una parte de mí quería negarlo, decirme que estaba viendo cosas, pero lo que vi en la pantalla me explotó la cabeza.
—¿Qué diablos…?
Yo no podía soportarlo más. Si no hacíamos algo pronto, la perderíamos. Irene apenas respiraba ya, el dolor en su rostro era insoportable de ver.
—¿Podemos extraer su matriz? ¿Cortar lo que sea que lo esté sosteniendo?
—No serviría de nada. ¿Lo olvidas? Irene llegó a la clínica sin matriz. A pesar de todo, su cuerpo creó un sistema alterno, una estructura biológica que cumple la función de la matriz y que, por lo que veo, es mucho más fértil que cualquier sistema reproductivo normal.
Me incliné sobre la cama, mirándola mientras jadeaba, sus labios secos y agrietados, su piel pálida y brillante de sudor.
—Dime, por favor. ¿Qué puedo hacer para que esto termine?
—Debemos esperar.
—¿Esperar a qué? ¿A que acabe con ella?
—Tenemos que ser pacientes y guardar la calma.
—¿Acaso no la ves? Está sufriendo.
—No estás siendo de ayuda. Tu comportamiento solamente está empeorando la situación. Entiendo la posición de ambos, también el dolor que ella está atravesando, pero cada vez estamos más cerca.
—¿Más cerca de qué? ¿Qué ves?
Tardó unos segundos en responder, ajustando el aparato para obtener mejores ángulos. Finalmente, habló, enumerando lo que veía.
—El crecimiento continúa a un ritmo alarmante, aunque parece que se ha desacelerado ligeramente desde la última vez que revisamos. A pesar de ello, el tamaño actual… —hizo una pausa mientras ajustaba la imagen—, es de aproximadamente 42 centímetros de largo y más de dos kilogramos de peso. Esto lo ubica dentro del rango de un feto humano de unas 35 semanas, pero considerando que hace solo unas horas estaba en una etapa mucho más temprana, esto es extremadamente preocupante.
—Joder…
—Sus extremidades son difíciles de distinguir. No mantiene una forma fija por mucho tiempo, lo que complica tomar mediciones precisas. Cada vez que intento capturar una imagen clara, su estructura cambia. Aquí… —señaló en el monitor—. Podemos ver lo que parece ser una pierna, pero más allá de eso, las formas son inestables.
Ajustó la imagen y la pantalla mostró un ángulo distinto.
—El cráneo… está desarrollándose de manera irregular. A veces parece humano, pero en otras tomas adopta formas que no corresponden a ninguna estructura ósea que haya visto. Es como si estuviera… mutando constantemente. Los órganos internos parecen estar en un estado avanzado de desarrollo, aunque tampoco son normales. La forma en que el corazón late no sigue un patrón humano. Es más rápido, errático, como si estuviera trabajando en exceso. No tengo la tecnología adecuada para captar la imagen tridimensional de lo que realmente es.
Se detuvo un momento, tomando aire.
—El tamaño general sugiere que, si esto continúa a este ritmo, podría alcanzar el tamaño de un bebé de 40 semanas en menos de 6 horas—continuó—. Estamos hablando de un crecimiento exponencial. Y al parecer, el cuerpo de Irene está empezando a tener dificultades para soportar esta carga. Sus órganos internos están siendo presionados, sobre todo las costillas y los pulmones. Eso explica la dificultad que tiene para respirar.
Mientras él hablaba, no pude evitar mirar a Irene. Cada palabra del doctor me clavaba más hondo la impotencia. Ella estaba atrapada en una agonía interminable, con su vida colgando de un hilo. Sentí que me faltaba el aire.
—¿No hay nada que podamos hacer para ralentizar este proceso?
—Lo único que podemos hacer es intentar mantenerla estable, aunque a este paso… no sé cuánto más podrá resistir.
Mientras hablaba con él, escuché un gemido bajo por parte de ella. Volteé hacia Irene y vi cómo se retorcía en la cama, sujetándose la barriga con ambas manos, su rostro desfigurado por el dolor. De repente, comenzó a gritar, un grito desgarrador que reverberaba en toda la habitación.
—¡Algo me está cortando por dentro! ¡Me está destrozando! —gritaba entre lágrimas negras que rodaban por sus mejillas, mientras su cuerpo se sacudía.
Se abrió de piernas, como si instintivamente supiera lo que estaba por suceder. El terror me inundó al ver cómo las sábanas bajo ella comenzaban a mancharse con una sangre oscura, espesa, mezclada con esa sustancia viscosa.
El doctor reaccionó rápidamente, acercándose a ella, pero fue inútil. Irene gritaba con más fuerza, su voz apenas un eco de la persona fuerte que alguna vez fue.
—¡Me está matando! ¡Por favor, sáquenlo! —sollozaba, jadeando, con los ojos desorbitados de miedo y dolor.
Yo quería acercarme a ella, abrazarla, pero mis piernas no respondían. Mi mente no procesaba lo que estaba viendo. La cama se agitaba como si algo estuviera moviéndose debajo de las sábanas, algo vivo, algo monstruoso. Podía ver los bultos desplazarse rápidamente, como si esa cosa estuviera buscando una salida.
En medio de sus gritos desgarradores, empezó a convulsionar. Vi cómo su rostro se contraía en una mueca de dolor indescriptible, y de repente, tosiendo con fuerza, expulsó un torrente de sangre negra desde su boca. La sangre se desparramaba por su mentón, empapando la cama en un charco viscoso y oscuro. Cada tos parecía drenar lo poco que quedaba de vida en ella. Su pecho subía y bajaba frenéticamente, hasta que todo se detuvo.
De pronto, su cuerpo se quedó inmóvil.
—¡Irene! —grité desesperado, pero no hubo respuesta.
Sus ojos, abiertos y vidriosos, ya no me miraban, su expresión se congeló. La vida se apagó de sus pupilas en un segundo. El aire quedó suspendido en la habitación, y el silencio que siguió fue peor que cualquier grito que ella hubiera soltado.
Mi corazón se detuvo al no ver su pecho moverse. No respiraba. Su piel, ya pálida, comenzó a tomar un tono grisáceo, y sus labios, antes tan llenos de rabia y fuerza, se tornaron de un azul profundo. Parecía una muñeca rota, un cascarón vacío.
—No... no, por favor… —balbuceé mientras mis manos temblorosas se movían hacia su cuello, buscando un pulso, cualquier signo de vida. Nada. Mi respiración se cortó.
El doctor, ya pálido de por sí, se acercó con urgencia, apartándome bruscamente. La máquina que monitoreaba sus signos vitales lanzó un pitido largo, ensordecedor. Lo conocía bien: el sonido inconfundible de la muerte.
—Irene, por favor... no… —murmuré, incapaz de aceptarlo.
El tiempo parecía haberse detenido. Era como si hubiera perdido más que una vida, era como si el mundo se estuviera desplomando ante mí. No podía soportarlo.
El doctor reaccionó al instante, como si ya hubiera anticipado lo peor. Sin perder un segundo, empujó mi cuerpo congelado hacia un lado y se abalanzó sobre ella. Su rostro estaba tensado por la urgencia mientras abría rápidamente un maletín metálico que había traído consigo. En cuestión de segundos, sacó una jeringa con una aguja gruesa y larga, ya cargada con una sustancia que no alcancé a distinguir.
—¡Aparta! —gritó, empujando su mano bajo el costado de Irene para girarla ligeramente, dejando su pecho al descubierto. Sin detenerse, rompió la bata que llevaba puesta y, sin dudarlo un instante, hundió la jeringa directamente en su corazón.
El líquido entró en su cuerpo con rapidez, y apretó el émbolo con una fuerza controlada pero desesperada. Era una lucha contra el tiempo.
—Vamos, Irene… ¡No nos hagas esto! —gruñó.
Miré sus manos mientras masajeaba el pecho de Irene, intentando estimular su corazón. Cada segundo que pasaba sin que ella reaccionara era como una cuchillada en mi pecho. No podía apartar la vista de su cuerpo inmóvil, su piel fría y sin vida. Había desaparecido todo rastro de lo que ella era.
—¡Otra dosis! —gritó el doctor, sacando otra jeringa. Sus movimientos eran frenéticos, como si luchara no solo contra la muerte, sino contra la culpa que pesaba sobre todos nosotros. Esta vez, clavó la aguja con más fuerza, inyectando lo que quedaba del medicamento en el corazón de Irene.
Me incliné hacia ella, sintiendo el mundo colapsar sobre mí. Cada segundo sin respuesta se estiraba como una eternidad.
Entonces, en un instante tan fugaz que casi pensé haberlo imaginado, su pecho se contrajo, tuvo un espasmo.
El doctor, que aún sostenía la jeringa en su mano, dejó escapar un gruñido de alivio y pánico al mismo tiempo.
—¡Vamos! —gritó mientras seguía masajeando su corazón con más fuerza.
Su cuerpo tembló de nuevo. Su garganta dejó escapar un ruido ahogado, un jadeo profundo, como si sus pulmones estuvieran desesperados por aire después de haber estado vacíos demasiado tiempo. Su cabeza se inclinó hacia un lado, y de su boca brotó un vómito espeso, oscuro, una mezcla de sangre y esa sustancia negra que parecía marcar cada aspecto de su agonía.
Ella tomó una bocanada de aire profundo, pero sus ojos permanecían cerrados, como si estuviera en algún lugar muy lejano, luchando por regresar. Su pecho se elevaba y caía con dificultad, pero lo hacía. Estaba respirando otra vez.
—¡Irene! —solté, arrodillándome a su lado, incapaz de contener el torrente de emociones. Las lágrimas se me acumulaban en los ojos, pero apenas podía distinguir entre la esperanza y el miedo.
Sin embargo, su cuerpo seguía temblando, y yo la tomé de la mano, notando lo fría que estaba todavía. Era como si hubiera regresado de la muerte misma, pero aún estaba lejos de estar a salvo. No obstante, verla respirar de nuevo era una señal de que no la había perdido.
El doctor, respirando con dificultad, seguía ajustando los cables y dispositivos para monitorear sus signos vitales, pero su mirada no se apartaba de Irene, como si no pudiera confiar en que seguiría estable.
De repente, ambos escuchamos un sonido que no tenía lugar en esa habitación. Un llanto. Un llanto de un bebé. Mis manos se tensaron alrededor de las de Irene, y la miré, pero ella aún no reaccionaba por completo. Su respiración se había estabilizado, pero bajo las sábanas... algo seguía moviéndose.
El doctor se quedó inmóvil, con el rostro pálido, mirando las sábanas como si temiera lo que podría encontrar debajo. Yo no podía apartar la vista de ese bulto inquieto, que parecía arrastrarse en la tela, haciendo que se ondulara de forma extraña, como si algo vivo intentara salir.
—¿Qué... qué está pasando?
Él tragó saliva, sus manos temblaban visiblemente cuando, con un gesto lento y cauteloso, levantó la sábana. Mis ojos siguieron cada movimiento, mi cuerpo completamente congelado en su sitio.
Sus ojos se abrieron con incredulidad y sorpresa, mientras su respiración se cortaba por unos segundos eternos. Mis nervios se dispararon, incapaz de imaginar qué podría haber bajo esa tela.
—Es... es... —temblaba, sus ojos vidriosos—. Es... hermoso.
¿Hermoso? ¿Cómo podía algo que causó tanto sufrimiento, tanto terror, ser considerado de esa manera? Mi corazón martillaba en mi pecho, esperando desesperadamente ver lo que había asombrado tanto al doctor. Pero no me atreví a moverme. No podía.
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