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CAPÍTULO SESENTA Y DOS: LEAH ROSWELL

Leah Roswell

Quería destrozarla, hacerle pagar por cada insolente palabra que había escupido sobre Beatrice. Pero en ese instante, justo cuando estaba a punto de dar el paso y terminar con esto de una buena vez, la voz de Beatrice se coló en mi cabeza.

“Si algún día falto, solo tú podrás cuidar de mi hijo, de mis nietos, y de su madre... aunque no estés de acuerdo conmigo, ellos merecen ser felices, tener una vida plena. Prométeme que cumplirás mi mayor deseo. Eres la única a quien podría confiarle esta tarea”. 

Esa promesa. Maldita promesa que le hice. Apretaba los puños, sintiendo mis uñas clavarse en la piel, como si ese dolor físico pudiera distraerme de lo que sentía por dentro. Pero tenía que cumplirla, tenía que respetar lo que me pidió. Aun cuando todo en mi ser quería destrozar y callar a esa perra.

—Tomaré el resto de la noche libre, tal y como lo ordenó—le informé a Jedik.

Me di la vuelta y caminé por el pasillo, alejándome de ellos. Mis pasos eran pesados, como si cada uno me arrancara un pedazo del alma. Abrí la puerta del garaje y subí al auto, conduje sin rumbo fijo hasta que me encontré en el estacionamiento de la clínica. No sé qué esperaba encontrar ahí. Quizás una respuesta, quizás algo de consuelo. Tal vez una razón para seguir aguantando

—Quiero entrar a verla—le dije al doctor, con el poco control que me quedaba.

—No es posible. Sabes que tenemos que mantener su cuerpo en bajas temperaturas extremas. Cualquier alteración podría complicar las cosas. Lo máximo que puedo permitirte es verla a través del cristal.

Me condujo hacia la sala. Y ahí estaba. O lo que quedaba de ella.

Mi Beatrice, en ese frío cuarto, congelada en el tiempo, como si la muerte fuera una burla cruel, dejándola a la vista, pero fuera de mi alcance.

Su cuerpo, que antes irradiaba vida, poder, ese cabello que me volvía loca con solo rozarlo, ahora era un simple recuerdo. Sin brillo, sin alma. Solo un cascarón vacío. ¿Cómo pudo acabar así? ¿Por qué el destino me la arrebató?

No era justo. Nada de esto era justo.

Me quedé mirándola a través de esa barrera, queriendo destrozar el cristal, abrazarla, hacer que volviera a la vida. Pero sabía que no importaba cuánto lo deseara, nada cambiaría. Ella ya no estaba. Y yo... ¿qué se suponía que hiciera ahora? ¿Cómo se supone que viviera sin ella?  

Cada vez que cerraba los ojos, podía verla sonreír. Pero incluso esa sonrisa, que había sido mi única luz en este miserable mundo, comenzaba a desvanecerse de mi memoria. Era como si el tiempo estuviera arrancándome pedazo a pedazo, dejándome vacía. 

La amé como nadie más en este maldito mundo, la amé como se ama lo inalcanzable, lo imposible.

Nunca le pedí nada a cambio, solo estar a su lado, ser la roca en la que pudiera apoyarse, aunque nunca me mirara de la misma manera. Lo acepté, lo llevé dentro de mí como una cruz, porque era suficiente. O, al menos, así lo pensé durante años. Porque amarla, aun en silencio, era más de lo que cualquier otra persona merecía.

No sé cuánto tiempo podré seguir fingiendo que este vacío no me consume, que su ausencia no me está matando desde adentro.

Le advertí. Le dije que deshacerse de esa perra lo antes posible era lo mejor. Pero no. Beatrice, en su infinita compasión, en su maldito sentido del deber y en su intento de devolverle una pequeña parte de lo que me arrebató a esa mujer, decidió que ella, su hijo y sus nietos merecían la felicidad. ¿Y yo qué? Todos en este maldito mundo tienen el privilegio de ser felices... excepto yo.

Ahora solo me quedaba con esta soledad infinita, esta agonía que ni la muerte podría apagar. 

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