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CAPÍTULO SESENTA Y CUATRO: LEAH ROSWELL

Las horas pasaban lentas, cada minuto parecía eterno mientras permanecía arrodillada junto a la bañera. El calor del agua desaparecía rápido, pero cada vez que sucedía, vaciaba la tina y la volvía a llenar con agua hirviendo. No iba a permitir que Beatrice volviera al frío, no después de todo lo que había pasado. 

Su cuerpo helado y rígido ya comenzaba a cambiar ante mis ojos, volviendo poco a poco a una apariencia de vida.

Los labios que antes se habían vuelto morados, habían recobrado un ligero tono rosado. Su piel, tan frágil y quebradiza como el cristal cuando la sostuve por primera vez, ahora sentía algo de vida. Mis dedos pasaban sobre la frente donde el agujero, ese maldito agujero que odiaba con todo mi ser, comenzaba a cerrarse. Apenas quedaba un rastro, algo que solo se notaba si me acercaba lo suficiente, y yo me acerqué, incapaz de apartar la mirada. Su cabello, aún opaco y sin brillo, mostraba una ligera mejora, como si el cambio estuviera ocurriendo, lento pero seguro.

Estaba funcionando. Tenía que estar funcionando.

Hubo un movimiento, apenas perceptible, bajo su piel. Algo se agitaba en su cabeza, también debajo de la frente. 

Intenté ignorarlo. Me dije a mí misma que eran espasmos, que su cuerpo se estaba reanimando, adaptándose al calor, a la vida que intentaba devolverle. Era un movimiento extraño, casi reptante, como si algo estuviera vivo bajo la superficie, esperando su momento para liberarse.

Mi mente fue arrastrada de golpe a los recuerdos de las bitácoras, aquellas malditas grabaciones que había escuchado años atrás, escondida, en el sótano de esa clínica. Esas voces frías y científicas que describían, con una precisión desalmada, lo que el virus había hecho durante la epidemia que azotó hace tantos años atrás. El virus, decían, era un parásito perfecto. 

“El virus se materializa y se aloja en el cerebro de su anfitrión. Allí, una vez ha tomado el control del sistema nervioso, comienza a alterar la actividad cerebral para asegurarse la supervivencia, incluso si el cuerpo del huésped está muerto o debilitado”. 

El doctor hablaba de experimentos, de autopsias, de cómo los infectados parecían recuperar funciones motoras aún después de haber sido declarados clínicamente muertos.

"El cerebro es su fortaleza", había dicho en esas bitácoras. "Cuando el cuerpo se apaga y ya no hay señales vitales, el virus activa un mecanismo de defensa. Envía ondas eléctricas, impulsa las neuronas, hace que el cerebro vuelva a funcionar. Pero no como antes. No como cuando el cuerpo estaba vivo. Lo que queda es un cascarón, una sombra controlada por algo más.”

El virus manipulaba el cerebro como si fuera un titiritero tirando de las cuerdas, reactivando las conexiones neuronales, haciéndolas suyas.

Recordaba esos detalles con una claridad aterradora, como si los estuviera escuchando de nuevo. El virus no se detenía. Si encontraba una forma de sobrevivir, lo hacía. Incluso en condiciones extremas, como un cuerpo congelado, debilitado, sin señales de vida. El doctor había descrito casos donde los cuerpos parecían muertos, y entonces, de la nada, comenzaban a moverse otra vez, como si una chispa de vida artificial los trajera de vuelta. Pero no eran ellos. No era el anfitrión original el que regresaba. Era el virus, el que se estaba despertando. 

Algo seguía agitándose, como si quisiera salir de su cráneo, como una criatura encerrada en el capullo de su mente. Me repetí una y otra vez que eran solo espasmos. Ella estaba volviendo a la vida, eso era todo. Era Beatrice, mi Beatrice, la que estaba despertando, no esa cosa. 

Pero entonces lo escuché. Un sonido bajo, húmedo, casi como si algo pegajoso se deslizara dentro de su cabeza. Al principio fue suave, apenas perceptible, pero cuanto más me acerqué, más claro se hizo. Era un sonido horrible, como algo viscoso que se arrastraba y frotaba contra su cráneo desde el interior.

—Beatrice… —susurré, rogando—. Por favor, despierta. Dime que sigues ahí.

Los movimientos debajo de su piel se intensificaron justo antes de que sus ojos se abrieran de golpe. Rojos, como el fuego del mismísimo infierno o lava hirviendo, un color que jamás había visto reflejado en ella.

—Tengo sed. Mucha sed.

Todavía recuerdo que ella tenía que encargar litros y litros de sangre a través de un banco para alimentarse. Esa sed que jamás parecía saciarse por completo. Pero ahora… no tenía nada para darle.

No había litros de sangre esperándola, no había reservas. Y lo que es peor, las dos estábamos infectadas. Mi sangre podrida no sería suficiente para saciar su sed.

Apenas iba a abrir la boca, a decir algo, cuando su mano se aferró a mi cuello con fuerza bruta. Sentí el aire escapar de mis pulmones mientras me atraía hacia ella, sus dedos clavándose en mi piel como garras. Antes de darme cuenta, me vi arrastrada dentro de la tina, el agua salpicando a nuestro alrededor, mojándome por completo.

—¡Beatrice!

Pero la risa que salió de su garganta fue algo que me heló la sangre. No era su risa. Era una carcajada burlona, vacía, como si el mismísimo demonio se hubiera apoderado de su cuerpo.

—Beatrice… no está entre nosotras, idiota. 

Una línea de colmillos afilados se formó en la parte superior de su boca, y mientras su sonrisa se ensanchaba, vi que sus dientes estaban ensangrentados. Había atravesado su propia encía inferior con esos colmillos recién formados, como si ni siquiera sintiera el dolor.

—¿En serio, Leah? ¿Siempre tan patética? —su risa, seca y cruel—. Todo este tiempo, arrastrándote por ella, como una perra faldera, esperando una migaja de atención. Esperando que te diera algo más que lástima—rio—. Todo lo que hizo fue usar tu lealtad ciega a su favor, manipularte para que estuvieras siempre a sus pies, dispuesta a todo. Y le funcionó, claro que le funcionó. Siempre fuiste su maldita perra. Siempre dispuesta a mover la cola, a seguirla sin importar a dónde te llevara. Y lo peor de todo es que lo sabías... Sabías que no significabas nada para ella, pero igual te quedaste, como una estúpida.

Cada palabra era un puñal que me destrozaba más y más. Había soportado tanto por ella, esperando, siempre esperando que algún día me viera, me apreciara, que me amara como yo lo hacía. Y ahora me lo arrojaba todo a la cara sin piedad, disfrutando de cómo mis ilusiones se hacían añicos frente a ella.

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