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CAPÍTULO OCHENTA Y NUEVE: JEDIK MARCONE

Jedik Marcone

Estaba apoyado contra la pared, con la puerta entreabierta, escuchando cada palabra que intercambiaban Melanie y Cassian. Podía ver la sombra de mi hijo recostado en la cama, intentando repeler a esa mujer como si fuera una plaga, pero ella no se dejaba amedrentar. Para mi sorpresa, Melanie había logrado imponerse. Había adoptado una postura de autoridad sobre él, y Cassian, aunque fastidiado, no tuvo más remedio que soportarlo. Sonreí levemente; parecía que quizá había tomado una buena decisión con esa muchacha. 

Sabía que, en secreto, a muchos hombres nos resultaba tentador vernos enfrentados a una figura fuerte que nos mantuviera a raya. Y, a veces, lo que comienza como rechazo o molestia puede transformarse en un respeto incómodo... o en algo más peligroso, si no se manejaba con cautela. El desprecio inicial tenía una extraña manera de mutar cuando la otra persona resistía y se mantenía en pie, como un muro inquebrantable. Cassian tenía que aprender a lidiar con eso, y Melanie parecía la indicada para darle esa lección. Así como lo experimenté con su madre.

Me alejé de la puerta y caminé con pasos cautelosos hasta la habitación de los niños. Al acercarme, la voz de Irene llegó a mis oídos, baja pero clara. Estaba hablando con ellos como si fueran pequeños adultos, como si tuvieran la capacidad de comprender las dudas y frustraciones que la atormentaban. Aunque eran solo niños, parecía buscar algún consuelo en su presencia, intentando desahogar ese peso que la estaba aplastando. Su voz temblaba, pero suficiente para entender que estaba rota, perdida, y sin saber qué dirección tomar. 

Escucharla así me hizo detenerme en seco. Sabía lo mucho que todo esto la estaba afectando. Había visto su mirada aquella noche, cuando encontramos el cuerpo destrozado de Leah. En sus ojos, vi la sombra de su propio pasado, de los demonios que la habían moldeado con base de dolor y violencia. Era como si, en ese momento, ella misma hubiera estado frente a ese cadáver, enfrentándose a sus propios fantasmas. Y ahora, yo había añadido más peso a esa carga, presionándola hasta el límite, casi al borde de romperla.

Estábamos atrapados en este ciclo de conflicto, viviendo bajo el mismo techo como enemigos. No podía soportarlo más. Tal vez había llegado el momento de enfrentar esta situación y decirle, sin reservas, todo lo que había guardado. Sabía que no sería fácil, y que cualquier intento de sinceridad podría terminar en un nuevo enfrentamiento, pero no podía seguir así. Si ella quería gritar, dejar salir todo el odio y la frustración, lo aceptaría. Pero debía intentar salvar lo que quedaba de nosotros.

Respiré hondo, reuniendo el valor, y tomé la manilla de la puerta. Era ahora o nunca.

Abrí la puerta, sabiendo que lo que estaba a punto de hacer podría ser un desastre... o la única oportunidad de salvar lo que quedaba entre nosotros. La vi allí, rígida, con la mirada fija en el suelo, como si estar en esa habitación la quemara. Intentó dar un paso hacia la salida, pero me adelanté y la detuve, arrastrándola suavemente hacia una esquina, lejos de los niños. Ella levantó la cabeza con esa expresión dura que parecía decirme que no soportaba un segundo más de mi presencia.

—¿Hasta cuándo, Irene? —solté, cansado, sintiendo como si cada palabra me desgarrara un poco más por dentro—. ¿Hasta cuándo vamos a seguir así? 

Su mandíbula se tensó, pero no dijo nada. Sabía que esperaba que la dejara en paz, que me marchara sin decir nada. Pero no podía. No esta vez.

—Ya sé que odias todo de mí—continué, mi voz temblando de la rabia y el dolor que tanto tiempo había guardado—. Odias mis decisiones, mi forma de ser… piensas que soy una basura. No es ningún secreto. Pero ¿sabes? Yo también tengo sentimientos. Y, aunque quieras pintarme como un monstruo, como un ser sin corazón, eso no me hace inmune.

Sentí que trataba de girarse, de escapar, pero no la dejé moverse. 

—Te sientes como una mierda por lo que pasó, y créeme, entiendo perfectamente cómo te sientes—tomé una pausa, tragando el nudo que se formaba en mi garganta—. Pero, a mí también me duele escuchar que dices odiar a nuestro hijo por algo que no estuvo bajo su control. A mí nada más oírlo me desgarra… pero ¿alguna vez has pensado en cómo se siente él? ¿Cómo se sentirá sabiendo que su propia madre lo rechaza?

Me miró sorprendida por unos instantes. 

—Tú sabes lo que es eso —dije, mi voz bajando mientras la miraba directo a los ojos—. Sabes lo que es ser rechazada, echada a un lado. ¿Realmente quieres repetir ese patrón? ¿Quieres arruinarlo, dejarle las mismas heridas que llevas en el alma, todo por tus propios demonios?

Se quedó en silencio, pero podía ver que mis palabras la alcanzaban, aunque intentara disimularlo. Le temblaban las manos.

—Fierecilla… esto no puede seguir así—mi voz se quebró, y di un paso más cerca—. Ahora, más que nunca, necesitamos estar unidos. Y si alguna vez he sentido que éramos un equipo, algo más que dos extraños que compartían una cama, ha sido en los momentos en los que hemos luchado por lo mismo. 

—Jedik… —murmuró, como si quisiera callarme antes de que siguiera.

—No, escúchame—insistí—. Más allá de cualquier pelea o cualquier amargura que hayamos compartido, quiero estar contigo. No solo en la cama, no solo en lo físico. Y sí, es cierto que te arrastré a esta vida… no puedo negarlo. Pero no hay manera de devolver el tiempo. Solo nos queda seguir adelante, vivir con lo que tenemos. Unirnos para guiar a nuestros hijos por el buen camino. 

Me acerqué aún más, y nuestras miradas se encontraron. La suya estaba llena de dudas, como si buscara algo en mí que le diera una razón para quedarse.

—No puedo con esto solo—admití, bajando la voz, dejando que ella viera todo lo que estaba cargando—. Ni tú tampoco. Te necesito de mi lado. Solo por una vez en tu vida, deja el orgullo a un lado. Razonemos. Nuestros hijos te necesitan… yo te necesito. No como una enemiga bajo el mismo techo. Te necesito como mi compañera de vida, como mi apoyo, como mi fuerza, como mi mujer. 

La miré en silencio, sintiendo cómo cada palabra que había dicho me había dejado expuesto, con el corazón al descubierto, pero sabiendo que aún faltaba lo más importante.

—Hay algo que tengo que decirte. Algo que tal vez ya sospeches, pero que… nunca he tenido el valor de decirte como ahora.

Desvió la mirada, como si no quisiera escuchar, como si fuera demasiado. Pero no iba a detenerme. 

—Te amo—las palabras salieron de mis labios con una certeza tan profunda que no hubo espacio para la duda—. Y lo he sabido desde el primer momento, desde mucho antes de que tú siquiera te dieras cuenta. Cada vez que te veo, reafirmo lo que siento. Y cada vez que estás lejos, siento cómo algo me falta, como si me arrancaran una parte de mí. 

Ella abrió la boca para decir algo, pero la detuve, con una mirada que le rogaba que me escuchara hasta el final.

—Sé que una vez dudé en responder, y recuerdo bien cómo te dolió—respiré hondo, tratando de encontrar las palabras adecuadas para explicarle lo que había sido tan difícil de decir antes—. No fue porque no estuviera seguro de lo que siento por ti… nada podría ser más claro para mí que eso. Dudé porque sabía que tú no me creerías. Dudé porque sabía que, por más que te dijera lo que siento, tú lo rechazarías, lo verías como una mentira, algo imposible. Y, aun así, aquí estoy, porque no puedo seguir fingiendo que solo estamos juntos por nuestros hijos o por alguna obligación. Estoy contigo porque te amo.

Sentí cómo mis propias palabras me ahogaban, revelando una verdad que había guardado tanto tiempo, escondida tras mis propios miedos y su desconfianza.

—Te amo por cómo eres, con todo lo que llevas dentro, con tus heridas y tu orgullo—levanté una mano y la acerqué a su rostro, atreviéndome a rozar su mejilla con mis dedos—. Amo cada ironía tuya, cada risa, cada mirada que me lanzas con ese supuesto desprecio. Me haces desear ser mejor, me haces anhelar lo imposible. Y eso… eso es lo que me da la fuerza para seguir aquí, para intentarlo una y otra vez, aunque me apartes en cada oportunidad que tienes. 

Sentí que ese momento, ese instante de conexión, era todo lo que había estado esperando.

—Quiero que me ames como yo te amo, que me dejes amarte sin miedo, sin orgullo. Solo tú y yo, sin nada que nos separe. 

La miré a los ojos, esperando el rechazo, preparándome para la pared de orgullo que ella solía interponer. Vi sus ojos brillar, su respiración acelerada, y por un instante pensé que tal vez había logrado algo, pero no estaba seguro. 

—Yo… no puedo… —su voz tembló, y su barbilla comenzó a temblar también. 

Bajé la mirada, resignado, convencido de que su orgullo una vez más se había interpuesto entre nosotros. Pero entonces sentí su mano en mi mejilla, cálida, cercana. Cuando volví a mirarla, sus labios estaban a centímetros de los míos, y había algo en sus ojos, algo real esta vez, algo que nunca antes había visto.

—No puedo disfrazarlo más—susurró, su voz tan baja que apenas la escuché—. Es más fuerte que yo… Yo también te amo…

Fue como si me hubieran quitado el suelo bajo los pies. Mis pensamientos se desvanecieron, y lo único que existió en ese instante fue ella. Las palabras resonaron en mi mente, una y otra vez, haciéndome sentir como si mi corazón fuera a estallar. Había esperado tanto tiempo escuchar eso, pero jamás pensé que lo haría. Sentí que esa era la verdadera Irene, la que había estado enterrada bajo tantas capas de orgullo y dolor. Por fin, ella se había dejado ver.

—Te amo… —repitió, y en ese instante supe que lo decía en serio, que no había dudas. 

Antes de que pudiera procesarlo, tomó la iniciativa y me besó. Fue un beso suave al principio, lleno de una ternura que apenas creía posible, pero que luego se volvió más profundo, más intenso. La sujeté, sintiendo su cercanía como nunca antes, y dejé que todos esos sentimientos fluyeran en ese beso, sin nada que lo interrumpiera.

Ese beso lo fue todo. Cada duda, cada miedo, cada barrera se desvaneció. En ese instante, todo lo que había entre nosotros desapareció, y solo quedamos ella y yo, conectados de una forma que jamás había experimentado. Era una sensación tan poderosa, tan abrumadora, que apenas podía respirar. 

No quería que terminara. No quería volver a la realidad donde nuestras inseguridades nos separaban. Quería quedarme en ese momento, en ese amor que al fin había encontrado la manera de expresarse.

Cuando nos separamos, la miré a los ojos, sintiendo que esa era la mujer a la que siempre había amado y a la que, por fin, tenía conmigo, completa.

—Gracias… —murmuré, acariciando su rostro, sin querer soltarla—. Gracias por darme esto. Por darme a ti misma.

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