CAPÍTULO OCHENTA Y CUATRO: LEAH ROSWELL & JEDIK MARCONE
LEAH ROSWELL
Sentía como si mi cuerpo hubiera sido desgarrado desde el interior, cada músculo, cada articulación pulsando con un dolor insoportable que apenas me dejaba respirar. No podía moverme; incluso el simple acto de intentar levantar la mano hacía que mi estómago se retorciera. El agua caía en la tina, llevándose restos de sangre y suciedad, pero por más que intentara, no podía sentirme limpia. Era como si ese hedor de suciedad y humillación se hubiera impregnado en mí, manchando hasta lo más profundo de mi piel y de mi alma.
Me habían abandonado. Me usaron, me ofrecieron como algo desechable, como un sacrificio para ese demonio. Recordar esos tentáculos, la forma en que me inmovilizaron y me lastimaron, me hacía querer gritar, pero ni siquiera eso podía hacer; había perdido la voz de tanto suplicar que parara, que alguien me ayudara. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a revivirlo: el dolor atravesándome, un dolor frío y devastador que dejaba mi cuerpo temblando y quebrado. Sentí que esos tentáculos se movían hasta mis órganos. Todavía ahora tenía esa sensación, de que buscaba destrozarme desde dentro.
No importaba cuánto tiempo pasara, el recuerdo no desaparecía. Mis heridas tampoco sanaban; sentía el calor de la sangre brotando aún dentro de mí, como si cada segundo reviviera una y otra vez el momento de mi ruptura. El agua fría recorría mi piel, pero no había alivio, no podía borrar el ardor, ni la quemazón que sentía por dentro. Era como si mi propio cuerpo me traicionara, como si supiera que no merecía nada más que esta miseria.
Siempre había estado sola, lo sabía. Una parte de mí siempre lo había entendido, pero esta vez el peso de esa verdad era demasiado para soportarlo. Nadie vino a rescatarme.
La tina seguía fría, pero apenas podía percibirlo. La vista se me nublaba mientras el agua seguía tiñéndose de rojo a una velocidad insólita. No busqué al doctor, me resigné.
Mi garganta ardía, tragaba alfileres, escupía sangre. El dolor seguía latente, incrustado en cada fibra de mi cuerpo. Una y otra vez me repetí que debía ser fuerte, que debía levantarme… pero era imposible. Todo lo que quedaba en mí era el eco de un cuerpo y un corazón roto, sin un solo motivo para seguir aferrándome a esta miserable vida.
¿Qué esperaba? No era más que un objeto para todos. Cassian, Jedik, Irene... hasta Beatrice. Todo lo que significaba algo en mi vida se había esfumado, y con ello, cualquier fuerza que me había quedado. Pasé años deseando más que esto, soñando con tener un papel diferente, algo de significado. Pero la realidad siempre me golpeaba, recordándome que en el fondo, yo solo era la herramienta que todos podían usar, desechar y olvidar.
Intenté convencerme de que todo lo soporté por ella… por Beatrice. Ella era la única chispa que iluminaba mi vida, el único ser que me hizo sentir algo más que este vacío y resentimiento que llevo dentro. Pero hasta eso me fue arrebatado, como si el mundo se empeñara en castigarme hasta el final. Ya ni siquiera recordaba cómo sonreír, cómo confiar. Cada día desde que la perdí era una repetición de mi miseria, y por más que intentara huir de esos recuerdos, ellos siempre regresaban, aferrándose a mi mente como fantasmas que no me dejaban en paz.
Cerré los ojos y, en el dolor, me vi a su lado. Mi mente me traicionaba, susurrándome la dulce mentira de que Beatrice estaba aquí, llamándome. La veía tan clara, como si realmente estuviera allí, extendiendo su mano hacia mí, esperando que la tomara. Deseé que fuera verdad. Anhelé que, en algún rincón de este mundo cruel, pudiera descansar, ser libre… y verla de nuevo.
No sé cuánto tiempo pasó, pero ese delirio me trajo paz. Por primera vez en años, no sentí odio, ni rencor, solo una quietud que me hacía olvidar cada herida. Al final, todo se desvanecía lentamente…
Jedik Marcone
Desde aquel intercambio de palabras, había notado que Irene actuaba de una manera diferente. La tensión entre nosotros parecía crecer, y aunque quise encontrar una forma de romperla, no hubo oportunidad. Decidimos regresar a casa. Los niños necesitaban atención, y ambos sabíamos que no podíamos dejarlos solos por mucho tiempo. Apenas cruzamos la puerta, un murmullo proveniente de la sala llamó nuestra atención.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Irene, adelantándose a la voz del doctor que discutía con Cassian en la sala. Noté que Cassian tenía una expresión en el rostro que, por más que intenté, no logré descifrar.
El doctor, cabizbajo, negó con la cabeza. Se le veía derrotado, como si algo verdaderamente grave estuviera sucediendo.
—Cometimos un grave error—dijo en voz baja, incluyéndose en esa culpa. Mi pecho se tensó al oír sus palabras, y no pude evitar dar un paso hacia adelante.
—¿Qué pasó? —pregunté con urgencia.
—Es Leah... —respondió, sin atreverse a mirarme directamente.
Nos hizo una señal para que lo siguiéramos. Empezamos a subir las escaleras, y cada paso parecía pesar el doble que el anterior.
Mientras subíamos, el doctor, con un susurro casi inaudible, dijo que Cassian estaba inquieto porque ella le había pedido que la dejara sola. Fue él quien la encontró, según explicó. No dijo más, y un mal presentimiento empezó a recorrerme.
Finalmente, llegamos al cuarto de Leah. El doctor abrió la puerta y, sobre la cama, vi una figura tapada con una sábana blanca. El horror me recorrió al notar las manchas rojas que cubrían ciertas partes de la tela. Irene y yo nos miramos, sin saber cómo reaccionar.
El doctor se acercó, con las manos temblorosas, y levantó la sábana para mostrarnos el cuerpo de Leah. Su piel estaba pálida, inerte. Había marcas en su cuello y en sus brazos. El doctor nos dijo que la había encontrado sin signos vitales en la bañera, pero mi mente apenas podía procesarlo. Irene, en cambio, no pudo contenerse.
—¿Qué le hiciste, Cassian? —espetó, lanzándose contra él, su voz cargada de una furia desatada. Sus manos temblaban mientras lo miraba con rabia, buscando respuestas, exigiendo una explicación para lo que veíamos frente a nosotros.
Cassian retrocedió un paso, sin responder, pero algo en su mirada, en su vacilación, delataba que no era inocente en todo esto. No sabía cómo detener a Irene, ni siquiera estaba seguro de querer hacerlo. Porque, en el fondo, yo también necesitaba respuestas. Y ver a Leah ahí, destrozada, con esas marcas, quedaba claro de quién había sido el culpable.
—Yo… yo no quise—dijo con un hilo de voz, sus ojos llorosos.
—¿La forzaste?
—No me acosté con ella. Al menos, no la penetré yo. Yo solo… quería experimentar, pero… no me pude controlar.
—¿Así te justificas? Maldito violador.
—Irene, vamos a calmarnos, no le llames así a nuestro hijo.
—¿Nuestro? No, ese monstruo lo creaste tú y yo lo traje a este mundo, pero no para que se convirtiera en esto. Si yo te di la vida, entonces es mi deber y mi responsabilidad quitartela.
—¡Irene! —me detuve frente de Cassian, evitando que Irene cometiera una estupidez bajo un arranque.
—¿Estás de su lado? ¿Vas a patrocinar lo que hizo? ¿Le vas a aplaudir por haber abusado y matado a una mujer?
—Dudo mucho que haya sido intencional. Más que nadie conoces los efectos del virus.
—Mamá, por favor, debes de creerme…
—Aléjate de mí. Desde este momento hazte la idea de que no tienes madre—salió como alma que lleva el diablo y, aunque Cassian intentó ir tras ella, lo evité, poniéndome en medio.
—No es el momento de que te acerques a ella. Dale tiempo de asimilarlo.
—Mamá me odia. Soy un monstruo… —lágrimas se desbordaron de sus ojos sin cesar.
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