CAPÍTULO NOVENTA Y NUEVE: JEDIK MARCONE
Mi hijo no dudó ni un segundo. Se enjugó las lágrimas y asintió, con una determinación que me sorprendió y, al mismo tiempo, me llenó de orgullo. Lo observé acercarse a uno de sus hermanos, con la mirada concentrada. Acarició el brazo pequeño y frío de Kael como si intentara pedirle disculpas antes de inclinarse y clavar suavemente sus colmillos en el pequeño brazo, justo en un punto que el doctor le había señalado.
Mientras repetía el proceso con cada uno de sus hermanos, el doctor comenzó a extraerle muestras de sangre. Cassian palidecía y, poco a poco, su cabello empezaba a perder color, adoptando un tono grisáceo, hasta quedar tan claro y plateado como el de su abuela. Era como si, con cada gota de sangre que ofrecía, el virus mismo estuviera consumiendo su energía y vitalidad, dejándole una marca visible de la carga que estaba asumiendo.
—La variante dominante que Cassian porta tiene la capacidad de regenerar tejidos dañados. Si las picaduras de araña introdujeron algún tipo de veneno en el sistema de los bebés, esta inyección de su sangre pura podría contrarrestarlo. Al inyectar su sangre directamente, buscamos que la variante del virus se extienda a través de sus sistemas, dándoles una descarga al corazón. Esto podría hacer que sus corazones vuelvan a latir y que el sistema inmunológico combata cualquier amenaza residual. Pero no puedo garantizar que funcione. Tampoco sé qué efectos pueda desencadenar en los bebés o en Cassian.
Esta era nuestra única opción, una medida desesperada para enfrentar lo que parecía un final desgarrador e irreversible.
♠♠♠
Después de todo lo que intentamos, después de cada segundo de agonía en esta lucha por traerlos de vuelta, no hubo reacción. Nuestros tres hijos permanecían inmóviles, sin un solo rastro de vida. No había pulso, no había aliento, y el frío se apoderaba de sus pequeños cuerpos. Una opresión en el pecho me mantenía en un estado de parálisis que solo se rompía con cada dolorosa respiración, cada esfuerzo por entender cómo habíamos llegado a este final.
Con una especie de reverencia, cubrimos sus cuerpecitos con una sábana. No era solo para protegerlos del frío; era casi como un acto de piedad, de negación ante lo irremediable. Quería cubrirlos para que no tuvieran que ver este mundo, el mismo que les arrebató la vida tan pronto, sin permitirles siquiera descubrirlo por completo. Al hacerlo, sentí que el alma se me rompía en pedazos, fragmentos que no podía recomponer, y cada uno dolía más que el anterior.
Irene seguía en el suelo, con la vista fija en el vacío, pero sus manos no soltaban la sábana. La apretaba con una fuerza que temía rompería el tejido, como si al aferrarse a ese pedazo de tela estuviera sujetando sus últimas esperanzas. Se mecía de adelante hacia atrás, inmóvil, atrapada en un movimiento repetitivo que parecía ser lo único que la mantenía anclada a la realidad.
El silencio en la habitación era espeso, sepulcral. Ni siquiera el doctor se atrevía a hacer un sonido, mientras observaba desde una esquina, en un mutismo respetuoso. Cada minuto que pasaba, la devastación se sentía más real, más densa, más opresiva.
Apenas unas horas atrás, habíamos estado con ellos, viéndolos reír y moverse, admirando esos ojos brillantes y llenos de vida. Recordaba el calor de sus cuerpos en mis brazos, sus pequeñas manos aferrándose a mis dedos, sus sonrisas puras e inocentes. Y ahora... todo eso se había desvanecido en una calma implacable y mortal.
Bajé la mirada hacia ellos, al ver que Irene volvió a destaparlos, intentando grabar cada rasgo de sus rostros en mi memoria, pero cada vez que veía el color morado de su piel, el tono apagado de sus labios, una parte de mí moría también. Quería recordar sus caras llenas de vida, de felicidad, no de esta manera, no con el brillo arrebatado de sus ojos y el silencio sofocante en su lugar.
Cerré los ojos, apretándolos con fuerza, esperando que, al abrirlos, todo esto resultara ser una pesadilla; que ellos estuvieran allí, durmiendo plácidamente, esperando despertarse para llamarnos. Pero al abrirlos, la cruda realidad seguía frente a nosotros, con un peso que no podía soportar.
Me arrodillé a su lado y rodeé sus hombros, sintiendo la frialdad de su piel. No había palabras para el dolor que compartíamos, ni para el abismo que se abría en nuestro interior. Solo había ese silencio, esa devastación, y el dolor insoportable de haber perdido lo que más amábamos en este mundo.
Irene se levantó en silencio, tambaleante, como si el peso del mundo hubiera caído sobre sus hombros. La observé mientras se dirigía hacia la puerta, sin una palabra, con la mirada perdida. Parecía estar huyendo, buscando desesperadamente un espacio para estar a solas. Pensé en seguirla, en detenerla, pero antes de poder dar un paso, el doctor colocó una mano en mi hombro, bajando la mirada.
—Lo siento mucho, Jedik—dijo con voz cargada de arrepentimiento—. Pensé que realmente iba a funcionar... pensé que había una posibilidad.
Su disculpa era sincera, pero solo añadía un peso más a la devastación que ya cargábamos. Miré a Cassian, quien se había apartado de Melanie, su rostro empapado de lágrimas, con una expresión de absoluta derrota. En ese instante, era una imagen de dolor puro.
—Perdón, papá... —sollozó—. Perdón por ser un inútil, por no ser capaz de salvarlos... No pude... no pude...
Esas palabras me atravesaron como un cuchillo. Ver a mi hijo destrozado, sintiéndose culpable por algo que estaba fuera de su control, me rompió aún más. Di un paso hacia él, tomando sus hombros con firmeza, obligándolo a levantar la mirada hacia mí.
—No vuelvas a decir eso. Hiciste todo lo que podías. Estuviste dispuesto a darlo todo por ellos, ¿me oyes? No te atrevas a pensar que eres un inútil. Esto... esto no fue tu culpa.
Asintió débilmente, pero la culpa aún brillaba en sus ojos. Antes de que pudiera decir algo más, un sonido seco, distante, retumbó en el aire. Una detonación.
Nos congelamos. El eco del disparo reverberó en el silencio de la casa, y todos, como un solo impulso, nos movimos hacia la planta baja. Corrimos al exterior, cada uno con el miedo en la garganta, temiendo lo peor. A lo lejos, en el jardín, entre el césped húmedo y la neblina de la madrugada, vimos a Irene, rodeada de guardias y el chófer, con una pistola apuntada al suelo. Los guardias la miraban confundidos, temerosos de acercarse más.
—¡Sal, maldita perra! —gritaba con una rabia que nunca le había visto, su expresión transformada y ojos rojos—. ¡Sal de donde estés!
Otro disparo resonó como un trueno, apenas procesamos su acción, cuando de pronto escuchamos un quejido, un sonido seco y ahogado. Me giré instintivamente, con el corazón en el pecho, para ver a Melanie. Una mano monstruosa, de uñas largas y filosas, le atravesaba el abdomen de un lado al otro, como un puñal retorcido hecho de pura maldad. Sangre brotaba de su boca, y sus ojos, llenos de terror y sorpresa, apenas alcanzaron a mirarnos antes de que su cuerpo cayera al suelo convulsionando.
—¡Melanie! —vociferó Cassian.
—¡No, no te acerques! —le prohibí.
Beatrice había respondido al llamado de Irene. Pero ya no era la mujer que recordaba; era algo salido de la peor pesadilla imaginable. Su piel grisácea y translúcida dejaba ver sombras extrañas, pulsantes, como si algo se retorciera bajo su carne, y de su espalda emergían alas deformes, hechas de huesos retorcidos y membranas raídas. Parecían a punto de desmoronarse en polvo, aun así, se extendían imponentes, más grandes de lo que deberían ser.
Su rostro, alargado y cruel, tenía una estructura ósea que se asemejaba al pico de un cuervo, solo que en vez de ser un pico sólido, era una mandíbula huesuda, abierta y cargada de dientes afilados que sobresalían en ángulos imposibles. Sus ojos negros, vacíos y sedientos, destellaban con un ansia que no era humana.
Plumas negras y opacas brotaban en mechones desordenados de su cabeza y cuello, un vestigio maldito de lo que alguna vez fue. Sus manos, delgadas y alargadas, terminaban en garras capaces de desgarrar carne sin esfuerzo, y estaban cubiertas de trozos de piel endurecida, formando un contraste grotesco entre lo animal y lo humano.
Cuando dio un paso hacia adelante, sus sombras parecían moverse con ella, distorsionando el espacio alrededor de su figura, creando un baile de sombras y carne pútrida. Sus ojos me miraban con una ambición que atravesaba cualquier límite entre vida y muerte.
—Cassian… —murmuró, con voz áspera y cavernosa—. Ven aquí.
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