Capítulo dieciocho: JEDIK MARCONE
El ambiente en la sala de operaciones estaba cargado de tensión. Tal vez era la expectativa, la incertidumbre o una mezcla extraña de ambos. A pesar de mi habitual control sobre las emociones, mis manos sudaban ligeramente, y me costaba mantener la compostura que tanto me había caracterizado. No sabía si era por la intervención en sí, por lo que esa mujer representaba en todo esto o por la inminente llegada de mis hijos. La idea de conocerlos, de ver sus rostros, me hacía sentir algo que nunca había experimentado antes, un sentimiento que apenas podía procesar.
La sala estaba equipada con monitores que capturaban cada detalle de su estado, desde los latidos de su corazón, hasta la actividad de los bebés que aún permanecían en su vientre. El doctor revisaba todo meticulosamente, asegurándose de que cada aparato estuviera en su lugar, mientras yo no podía apartar los ojos del monitor que mostraba los latidos de los tres pequeños corazones.
"Tranquilo", me dije a mí mismo, aunque no podía negar lo que sentía. Era algo diferente, una sensación que iba más allá de la mera curiosidad. Un anhelo. Ilusión, tal vez.
Cuando realizó la incisión, todo sucedió de manera sorprendentemente rápida. El primer bebé que salió fue una niña. Tenía la piel pálida, mucho más de lo que habría esperado, pero lo que más me impactó fue su cabello. Blanco. Liso y abundante. Inmediatamente me recordó a las fotos que vi de mí mismo cuando nací, el mismo color, la misma textura. Mi pecho se contrajo al escuchar su primer llanto, un sonido que fue a la vez extraño y maravilloso, como si de alguna manera, su llanto calmara algo que siempre había estado en conflicto dentro de mí.
El doctor la sostuvo unos segundos antes de pasarla a la enfermera, y mis ojos no pudieron despegarse de ella mientras la limpiaban. Pequeña, frágil, pero ya con esos ojos oscuros, idénticos a su madre.
Antes de que pudiera procesar completamente lo que sentía, la segunda niña salió. Era parecida a la primera, pero su cabello, aunque igual de blanco, tenía una ligera tonalidad grisácea. Un rasgo que me recordó a las imágenes de mi madre cuando era joven. Verla me llenó de una emoción que no entendía del todo. Mis hijos. Ellos eran el producto de algo que no planeé ni quise, y sin embargo, sentí un extraño calor en el pecho que nunca había experimentado.
Finalmente, el tercer bebé, mi hijo. El varón. Era más pequeño que sus hermanas, su cabello también blanco, pero con una textura más gruesa, enredada como si estuviera diseñado para resistir lo imposible. Su llanto era más suave, pero igualmente poderoso, como si anunciara con emoción su llegada a este mundo.
Los tres bebés fueron colocados en una cuna especial, con monitores que seguían cada uno de sus signos vitales. Sentí que no podía apartar los ojos de ellos. A pesar de todo lo que había vivido, de todas las decisiones frías y difíciles que había tomado en mi vida, este momento... este momento me desarmó.
El doctor rompió mi trance con una pregunta que golpeó como un balde de agua fría.
—¿Qué harás con Irene? —preguntó, sin siquiera levantar la vista del monitoreo.
Me tomó un segundo procesar la pregunta. Había estado tan concentrado en los bebés que no había vuelto a pensar en ella hasta ese momento. Giré la cabeza hacia Irene, que permanecía inconsciente, conectada a las máquinas que seguían controlando su estado.
Verla ahí, vulnerable y silenciosa, me recordó el proceso entero. Cómo su cuerpo había cambiado durante el embarazo, cómo su vientre había crecido a una velocidad anormal. Recordé la primera vez que noté su piel tensándose, su vientre hinchándose. El instinto de protegerla, aunque no quisiera reconocerlo, había comenzado a aflorar entonces. Las noches en que observaba cómo dormía, cómo sus pechos segregaban esa leche que parecía desafiar toda lógica. Una parte de mí se preguntaba si eso era también parte del virus o si era algo más, algo relacionado con los experimentos que el doctor había mencionado.
Los recuerdos de nuestra intimidad regresaron de golpe. Esa noche... todo cambió. La intensidad, el vínculo que se creó, aunque carnal, fue real. Y ahora, al verla ahí, después de haber dado a luz a mis hijos, sentía que algo dentro de mí se rebelaba contra la idea de simplemente dejarla morir.
—No sería justo—dije, más para mí que para él—. No después de todo esto. Ella me ha dado algo que nunca pensé tener. Mis hijos. No puedo matarla... sería como si, de alguna manera, me estuviera negando a pagar la deuda que tengo con ella.
Asintió, sin decir nada, esperando mi decisión.
—Le contaré sobre el virus cuando despierte—continué—, pero no le diré nada sobre los niños. No por ahora. Son míos... y no pienso permitir que los use en mi contra.
Era la decisión correcta. No podía simplemente eliminarla, no después de lo que había pasado. Pero tampoco podía dejar que se llevara lo único que ahora, sorprendentemente, me importaba: mis hijos.
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