CAPÍTULO CUARENTA Y UNO: IRENE MATTHEWS
Irene Matthews
Odiaba sentirme así, débil, con unas malditas náuseas que no me dejaban en paz. Cada vez que me sentía peor, Jedik aparecía como si tuviera un sexto sentido para mi incomodidad, siempre con alguna de sus estúpidas recetas caseras. Hoy había sido un té de hierbas que, según él, ayudaba con los malestares. Mañana, probablemente, traería alguna sopa que decía haber aprendido de su madre. Impresionarme. Esa parecía ser su misión. Era como un perro que había aprendido un nuevo truco y quería desesperadamente llamar la atención de su dueño. Me hacía gracia cómo intentaba ser útil, casi como si creyera que realmente estaba logrando algo con esos gestos.
Pensaba que yo era tan idiota como para caer en sus cuentos. Cada vez que lo veía entrar con una bandeja, con esa sonrisa de autosuficiencia como si estuviera haciendo algo heroico, no podía evitar rodar los ojos. ¿De verdad creía que me impresionaba con sus atenciones? ¿Que iba a hacerme olvidar lo que realmente estaba ocurriendo?
Lo cierto es que me costaba tomar una decisión respecto al embarazo. Deshacerme de estas cosas que crecían en mi interior parecía la opción correcta, la más lógica y sensata. Después de todo, no quería esto. Sabía lo que debía hacer, y sin embargo, algo me detenía. ¿Por qué no lo había hecho ya?
Lo más ridículo de todo era que, aunque me divertía verlo actuar como un idiota, algo en mí no podía evitar sentirse… ¿tentada? Como si, de alguna manera, su esfuerzo por cuidarme hubiera comenzado a aventarse en mi cabeza, sin que yo me diera cuenta. O tal vez simplemente me había acostumbrado a su presencia. Bajando la guardia, eso era lo que estaba pasando, y no podía permitirlo.
Pero sus comidas, eso sí, no podía negarlo: eran lo único rescatable de él. Por lo menos, sabía cómo cocinar. Sus guisos, sus tés, esas pequeñas cosas que me traía a todas horas, eran lo único que realmente lograban calmar las náuseas. Si me veía obligada a soportar sus intentos de impresionar, por lo menos me quedaba con algo positivo: no moría de hambre.
A pesar de todo, no podía negar que sus atenciones empezaban a sentirse como algo más que una simple molestia. Tal vez, muy en el fondo, comenzaba a ceder, aunque jamás lo admitiría en voz alta. Cada vez me resultaba más difícil ignorar la paciencia que tenía, el empeño que ponía en cada pequeño detalle, como si realmente creyera que me estaba ayudando.
Y lo más irritante era que, aunque me disgustaba la idea, una pequeña parte de mí comenzaba a esperar esos momentos.
Hablando del rey de Roma, justo cuando estaba pensando en lo mucho que me irritaba su presencia, apareció con esa expresión de falsa preocupación que parecía ensayar frente al espejo. Entró con una bandeja, como siempre. No tuve que decir nada, porque ya sabía lo que venía. Lo vi caminar hacia mí, con esa seguridad en sus pasos, como si pensara que con cada gesto suyo lograba ablandarme un poco más.
—Te traje algo que tal vez te ayude —dijo, colocando la bandeja en la mesa junto a mí—. Es una receta que mi madre usa cuando siente acidez.
Rodé los ojos, sin molestarme siquiera en disimular mi fastidio.
—¿De verdad crees que esto va a hacer que me sienta mejor? —le pregunté, con el tono más seco que pude reunir—. Agradezco que te esfuerces, pero no me hace falta tu cuidado.
No respondió de inmediato, pero noté que sus labios se curvaron ligeramente, en esa especie de sonrisa paciente que me fastidiaba. Sabía que iba a decir algo, pero mientras lo hacía, mis ojos, contra mi voluntad, se desviaron hacia sus labios.
Cómo se movían...
—No es solo el té lo que ayuda, sino la intención detrás—respondió, y sus palabras me hicieron sentir un calor en la nuca—. A veces, lo que cura es saber que alguien está pendiente de ti.
No sé por qué, pero en ese momento, no pude evitar mirarle fijamente la boca. Sus labios, carnosos, suaves... ¿Por qué diablos estaba pensando en eso?
Intenté apartar la vista, pero fue inútil. Todo en su manera de hablar, en la forma en que sus labios se movían, me devolvía a esa noche en la cocina.
Los besos. Esos malditos besos. Me encontraba recordándolos, y me dije a mí misma que no tenían nada de especial. No, no era nada. Solo un impulso. Besa delicioso, sí, pero eso no significaba nada más.
—Estás mirándome de una forma rara—comentó, inclinándose ligeramente hacia mí.
Sentí cómo el calor se acumulaba en mis mejillas, pero no iba a dejar que lo notara. Me forcé a rodar los ojos de nuevo, cruzándome de brazos para ocultar mi incomodidad.
—Por favor, no te halagues. Estaba solo pensando en lo ridículo que suenas con esa cháchara de buenas intenciones—le solté, intentando desviar la conversación—. Deberías estar en un programa de cocina, no aquí.
Él sonrió, más para sí mismo que para mí, y sacudió la cabeza con suavidad.
—Quizá lo que necesitas es admitir que a veces disfrutas de mi compañía.
Sus labios de nuevo. Mierda.
Me crucé de piernas, fingiendo indiferencia, pero no podía quitarme de la cabeza esa maldita sensación en mis labios. ¿Por qué no podía dejar de mirarlo?
—¿Qué hay de esa mirada? Me da la impresión de que estás esperando algo de mí.
—¿Qué podría esperar de ti, cretino?
—Un beso, tal vez.
—Es patética tu forma de ligar.
Él dio un paso más cerca, y aunque mi cuerpo quería retroceder, me mantuve quieta, levantando la barbilla. Su proximidad hacía que mi piel reaccionara de maneras que no quería ni mencionar.
—¿Segura?
—No me interesas.
—Eso no es lo que parece.
—Estás jugando con fuego—le advertí.
—Me encanta el fuego.
Por un instante, solo un maldito instante, pensé en cerrar esa distancia. No debía caer en esto. Pero el sabor de ese maldito beso volvía a mi mente como si fuera ayer.
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