CAPÍTULO CUARENTA Y TRES: IRENE MATTHEWS
Presionó su nariz, aspirando profundamente mi zona íntima a través de mi ropa interior.
—Basta.
—No te oyes muy convincente que digamos. La Irene que conozco, ya me habría golpeado, pero le estás dando más larga al asunto, cuando los dos sabemos que quieres lo mismo que yo—bajó mi bóxer por ambos extremos, quitando la única barrera que había de por medio.
Elevó mi pierna nuevamente, dejándola descansar en su hombro y entrelacé mi mano en su cabello, apretándolo en un puño.
—Si te digo que te detengas, tú te detienes, bastardo.
—Si no quieres que tome la iniciativa y quieres ser tú, entonces, siéntate en mi rostro. Apuesto que tienes muchas ganas de desquitarte de este bastardo, pues tu momento ha llegado. Castiga esta boca imprudente.
¿Por qué asumió esa actitud de repente? ¿Por qué verlo arrodillado frente a mí, como un perro obediente, me causó tanta satisfacción?
No pude resistirme. Lo que había comenzado, como debía ser, un simple desquite, se transformó en algo mucho más grande cuando, por mi cuenta, atraje su cabeza hacia mi intimidad y me froté sobre su boca. Una oleada de sensaciones me embarcó ahí abajo. Cerré los ojos, mientras mordía los labios en busca de controlar mi voz. Trataba de retener el gemido que estuvo a punto de aflojarse de mi garganta por culpa de su lengua inmoral.
Recordé esa noche en su auto, la manera en que se adueñaba de mis partes, explorando zonas de mi propio cuerpo que desconocía.
Sus atenciones no eran como las de aquellos infelices que ensuciaron mi cuerpo. Pese a su intensidad, no sentía asco en lo absoluto, sino un placer desmedido que nublaba mis pensamientos y me hacía sentir flotando.
Su lengua exploraba y jugaba con mis pliegues, desviándose intencionalmente hacia la apertura de mi vagina y ascendiendo hacia mi clítoris, donde succionaba de forma lasciva. No sabía cuán empapada estaba, hasta que el sonido de sus chupones alcanzó mis oídos.
Su mirada se cruzó con la mía y la desvié de inmediato. No pude sostenerla. No quería demostrarle lo bien que me sentía o eso solo alimentaría su ego.
Soy débil. Débil de mente y de cuerpo. No soy lo que creí que era. No debería estar disfrutando de esto. Pero maldición, sí lo hacía…
Su lengua caliente y rígida se introdujo dentro de mi orificio, comenzando con movimientos rítmicos y deliberados que alborotaron todos mis sentidos. Apreté su cabeza, con la misma fuerza que mi coño se contrajo clamando más y más.
Se oía, estoy segura que si había alguien ahí fuera, debía escuchar con claridad cómo me comían el coño al otro lado de la cortina. A él no parecía importarle. Y para ser honesta, a mí tampoco.
Apenas sentí que se detuvo, rápidamente lo miré, esperando una razón, un motivo para haberse detenido. Un derechazo, tal vez una puñalada dolía menos que haber tenido ese pensamiento… lo vi; creo que por primera vez, mis ojos lo consideraron como un espécimen raro. Su nariz, sus labios carnosos y la barbilla brillaban ante la presencia de mis jugos. Por un instante, un sentido de pertenencia sucumbió en mi pecho. Lo sentí… era mío.
—Sabes deliciosa.
Mi corazón saltó un latido, y llevé mi mano al pecho. Él lo había provocado, así, sin más, sin el más mínimo puto esfuerzo. Lo odié. Una vez más lo hice.
—Maldito seas, ¿qué me hiciste?
—Según tú, ¿qué te hice? —se puso de pie, acribillándome contra el espejo—. ¿Estás enojada porque me detuve? —levantó mi pierna derecha, dejándola colgando sobre su antebrazo—. Si no me miras mientras lo hago, le quitas lo divertido—con su otra mano frotó despacio mi clítoris, tan suave que me dio escalofríos.
Su mirada era demasiado intensa. Debido a su cercanía y roce de su cuerpo, era imposible mirar a otra parte. Llevó los mismos dedos que me tocaron a su boca y los lamió de abajo hacia arriba.
—Sabes a perdición—bajó la mano hacia la misma zona, rozando sus dedos entre mis pliegues y rechiné los dientes.
—Ya cállate.
—Y si no lo hago, ¿qué harás? —hundió dos de sus dedos en mi interior sin previo aviso y me aferré a sus hombros, sintiendo cómo los agitaba. Aunque quería insultarlo, mis gemidos no me lo permitían.
Plasmó un camino de besos húmedos en mi cuello, ascendiendo hacia mi oreja y cada fibra de mi ser tembló a su contacto. Su aliento caliente chocó con mi oreja y mi coño se contrajo nuevamente.
—¿Así que eres más auditiva? ¿Te vuelve más sensible que te susurre en el oído? Estás apretando mis dedos, de la misma forma que me apretabas aquella noche. Todavía echo de menos esa sensación. Era alucinante cómo lo recibías y te enroscabas como una serpiente a mi cuerpo para que no lo sacara—dejó un chupón en mi cuello mientras movía sus dedos con una precisión que casi olvido hasta mi nombre.
No paraba. Taladraba cada vez más rápido y profundo, como si estuviera recreando las embestidas de aquella noche. Sus dedos se hundían hasta la base, con movimientos circulares y haciendo fricción justamente donde una electricidad corrosiva se situaba.
—Regálame una buena expresión cuando te corras en mis dedos, ¿sí? —mordió el lóbulo de mi oreja, dejando por último varios besos hacia mi mejilla.
Sus palabras tenían la habilidad de debilitarme, de transportarme a otro mundo.
Descansó su frente sobre la mía, respirando el mismo aire y mirándome fijamente.
—Déjame grabarte con detalle. Haz que te recuerde cada maldito segundo que pase lejos de ti. Esa expresión tan lujuriosa y lamentable, quiero que solo sea mía. Quiero ser el único que pueda hacer un desastre de ti.
Me dejé arrastrar por su cercanía, por esa mirada que parecía desnudarme con solo posar sus ojos en mí. Su voz, envolvente y peligrosa, me atrapó. Y entonces, sin quererlo, respondí. Lo besé. Fui yo quien cruzó la línea que me juré nunca traspasar.
Sus labios… malditos sean esos labios, suaves, cargados de todo lo que odio y amo al mismo tiempo. Encontré en ellos mi debilidad, algo que jamás me permití reconocer, algo que me hizo caer de la nube. En ese instante, le revelé mi mayor secreto. Le entregué, sin darme cuenta, el poder para arruinarme.
¿Acaso estaba dispuesta a darle ese poder sobre mí? No lo sé. Lo único que sentí en ese instante fue que todo lo que había construido a mi alrededor para protegerme se desmoronaba.
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