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CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO: IRENE MATTHEWS

Cuando recobré la consciencia, todo parecía suceder en cámara lenta, como si estuviera atrapada en un sueño del que no podía despertar. Sentía el viento frío en mi piel, rozando mis extremidades expuestas, y me di cuenta de que estaba suspendida en el aire. Mi cuerpo flotaba, mientras las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos, brillando a mis pies, como si el mundo estuviera debajo de mí. Intenté moverme, pero la debilidad me invadía; el dolor no había desaparecido, seguía ahí, en cada músculo, cada hueso, como si hasta el último dedo del pie doliera.

Algo me apretaba, algo me sostenía con fuerza, pero no podía verlo. Mis párpados pesaban tanto que apenas lograba mantenerlos abiertos. La oscuridad me envolvía, seduciéndome para que la dejara tomarme por completo. Quería llevárselo todo, y por un instante pensé en rendirme, dejar que esa nada me consumiera. Sin embargo, algo en mi interior luchaba por aferrarse a la vida, a ese pequeño resquicio de consciencia que me quedaba.

Todo se sentía como un sueño. ¿De verdad estaba soñando? No había otra explicación.

Lentamente, con un esfuerzo titánico, giré la cabeza hacia un costado. Ahí, flotando junto a mí, estaba Jedik. Su cuerpo también parecía atrapado, suspendido en el aire como el mío. Estaba inconsciente, su rostro pálido y ensangrentado, pero algo —o alguien— lo arrastraba al igual que a mí, como si ambos estuviéramos siendo llevados al mismo destino. Quise gritar su nombre, estirarle la mano, pero mis labios no emitieron ningún sonido. El sueño —si es que lo era— me estaba ganando. Todo volvía a nublarse, y, con un último esfuerzo de resistencia, cerré los ojos y me dejé ir.

Cuando desperté de golpe, me encontré en una cama. El dolor no había desaparecido del todo, pero era más leve, como si algo o alguien me hubiera tratado mientras yo estaba fuera de combate. El lugar me resultaba desconocido. No era la clínica que había aprendido a reconocer como una segunda casa de todas las veces que terminé allí. Las paredes, el techo, el olor… todo era diferente. Me moví ligeramente, con cuidado, sintiendo la rigidez en mis músculos, pero al menos podía moverme.

Busqué a Jedik con la mirada, pero no estaba por ninguna parte. Al girar la cabeza, vi algo que me llamó la atención. A través de la cortina azul que dividía la habitación, una sombra se movió. Era una figura alta, masculina, aunque su cabello era largo y abultado. No era Jedik, lo supe enseguida.

—¿Quién anda ahí? 

No recibí respuesta. La silueta permanecía inmóvil al otro lado de la cortina. Podía intentar levantarme y averiguarlo por mi cuenta, pero sentía que el esfuerzo me costaría caro. Mi cuerpo todavía no estaba del todo recuperado, y no tenía idea de cuál era mi estado actual. Mi pierna aún dolía, y aunque la peor parte del dolor había cedido, sabía que ponerme de pie sería un desafío.

Una voz gruesa y varonil, rompió el silencio de la habitación desde el otro lado de la cortina, inesperada y profunda.

—¿Cómo te sientes?

El tono no era amenazante, pero no había ni una pizca de suavidad en él. 

—¿Qué buscas? —mi voz era rasposa, seca. El desconcierto y la desconfianza se reflejaban en cada sílaba—. ¿Fuiste tú? ¿Fuiste tú quien nos emboscó y le disparó a Jedik? 

—No. Yo no tengo nada que ver con los que los atacaron. Solo estaba de paso... Los vi en problemas y decidí ayudar.

No podía confiar en alguien que no mostraba ni su rostro. ¿Cómo podía estar segura de que decía la verdad?

—¿Ayudar? —escupí, con más sarcasmo del que pretendía—. ¿Y por qué te escondes detrás de la cortina entonces? ¿Quién se esconde cuando viene a ayudar?

—No me estoy escondiendo—la respuesta fue seca, casi como si el concepto de "esconderse" le resultara absurda—. Estoy siguiendo las órdenes del médico que te examinó. Su recomendación fue no alterarte. Además, sin las evidencias necesarias, no puedo aparecerme delante de ti.

—¿Evidencias? —respondí, frunciendo el ceño—. ¿De qué estás hablando?

—Las que podrían limpiar mi reputación.

Definitivamente no era casualidad. Había algo mucho más grande detrás de su presencia aquí.

—Entonces, nos conocemos de algún lado, ¿verdad? Dame un nombre.  

La cortina no se movió, pero sentí su presencia del otro lado, como si estuviera mirándome a través de la tela.

—Soy alguien que te está dando una segunda oportunidad. A ti... y a Jedik. ¿No es eso suficiente?

—¿Jedik está vivo? ¿Dónde está? Quiero verlo. 

—Está en otra habitación, pero me temo que no puedo dejarte visitarlo. 

Definitivamente algo estaba ocultando. Pero ¿quién era? No reconocía su voz. 

—Llama al doctor. Quiero hablar con él sobre mi estado. 

—¿Cuál es tu preocupación? Estás libre de peligro. 

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? 

—Solo unos días. 

Me quedé en silencio un momento, intentando recordar el último vestigio de dolor que había sentido en mi vientre antes de perder el conocimiento. Las punzadas intensas, el malestar.

—¿Y mis... bebés? —no sentía dolor alguno en el vientre. Ni siquiera esas punzadas tan desesperantes de aquella noche. 

—Tus bebés están bien. 

Mis ojos se abrieron un poco más, atónitos. ¿Cómo era posible? Recordé los impactos, los golpes en el auto, el dolor insoportable... ¿De verdad estaban bien?

—¿De verdad no vas a mostrarme tu rostro? ¿O acaso tienes miedo de que te reconozca? No eres tan buen samaritano como quieres hacerme creer.

Mis manos se cerraron en puños, las uñas clavándose en las palmas.

—¿Qué ocultas? Muéstrame tu cara, si eres tan valiente. Si me conoces, debes saber que no pienso conformarme tan fácilmente con la poca información que me diste. 

La cortina se abrió de golpe, y todo el aire se me atascó en la garganta. Lo vi. Y deseé no haberlo hecho. 

La sangre se me heló cuando reconocí el rostro que tantas veces había visto en las fotos. Era Abraham Burton. Pero algo no estaba bien. No era el mismo hombre que recordaba. Era más joven, mucho más joven. Su cabello negro caía largo, con dos mechones blancos que llegaban hasta la mitad de su espalda. Sus ojos, antes negros, ahora eran de un rojo carmesí opaco. Bajo su ojo derecho, un lunar marcaba su piel pálida. Y su cicatriz… una cicatriz vertical que cruzaba su ojo izquierdo, desde la ceja hasta abajo. Era irreal. Alto, musculoso de una forma que no coincidía con el hombre de las fotos. Sus brazos, o lo único que se apreciaba de ellos por la camisa negra manga larga hasta los codos, estaban llenos de cicatrices.

Mi cuerpo tembló, pero no fue por miedo. No... Fue por la rabia que se revolvía dentro de mí, junto con los recuerdos. Los recuerdos del cuerpo sin vida de mi hermano Josiah, en manos de este maldito hombre.

Había pasado años buscándolo. Años en los que soñé con hacerle pagar. Y ahora estaba aquí, frente a mí.

—Tantos años… Tantos años buscándote, y eres tú quien me encuentra a mí. Qué irónico.

Quería matarlo. Hacerle pagar por lo que hizo. Las cicatrices en sus brazos eran nada comparadas con las que le quería dejar. 

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