CAPÍTULO CINCUENTA Y OCHO: IRENE MATTHEWS
Irene Matthews
Necesitaba tiempo, espacio para meditar y discutir conmigo misma todo lo que había sucedido, esperando encontrar una respuesta a todas mis incógnitas y preocupaciones.
Llamé un taxi, lo preferí antes que pedirle que me trajera a mi casa. Necesitaba salir de esas cuatro paredes, de esa habitación tan pintoresca, tan diferente, donde no me sentía parte de ella. Pedí al conductor que me dejara en un parque cercano a mi residencia, uno que siempre había usado para pensar, para planear mis próximos movimientos. Pero ahora... ahora no tenía un maldito plan.
Todo esto era nuevo para mí, y me sentía atrapada en una encrucijada. ¿Cómo llegué a este punto? Antes, todo era simple. El odio había sido mi único motor, la única razón por la que me levantaba cada día. El odio me mantenía en movimiento, me daba fuerza. Pero ahora, ese odio que me había sostenido durante tanto tiempo había pasado a un segundo plano. No sabía qué hacer.
Sentí una opresión en el pecho, una sensación arrolladora que casi podría comparar con el miedo... pero yo no podía tener miedo. Nunca había sido una opción para mí. Sin embargo, ahí estaba, palpitando en mi interior como un monstruo agazapado. Y todo empezó cuando volví a encontrarme con ese hombre.
Desde que reapareció en mi vida, todo mi mundo se sacudió. ¿En qué momento ese deseo incontrolable de matarlo se esfumó? Me torturaba esa pregunta. Me golpeaba una y otra vez. Porque la realidad era que, cuando lo vi, cuando sentí su presencia cerca de mí, mi corazón latió tan rápido que pensé que se me iba a salir del pecho.
Y aquellas palabras… esas malditas palabras suyas, seguían invadiendo mi cabeza. "No eres nada". Me lo dijo, así, sin más. Y esas palabras no habían sido solo un ataque a mi orgullo. No era nada para los hombres que me maltrataron, no fui nada para los que me abusaron, y tampoco era nada para él. ¿Por qué? ¿Por qué esa frase en particular me aplastaba el pecho de esa forma?
Quizás era porque en el fondo, él tenía razón... y odiaba dársela. Odiaba admitir que él, de alguna forma, tenía el poder de hacerme sentir tan insignificante, tan miserable. Siempre había sido fuerte, inquebrantable, pero esas simples palabras dolían más que cualquier golpe o puñal que hubiera recibido. Era un dolor más profundo, algo que me hacía difícil respirar.
Y luego estaba ese secreto. Ese maldito secreto que había guardado todo este tiempo. Me lo ocultó, lo de los bebés, y ahora esperaba que yo asumiera la responsabilidad. Tres vidas a mi cargo. ¿Realmente quería o podía hacerlo?
Todo mi cuerpo se tensó. Si lo hacía, si tomaba esa responsabilidad, ¿no sería eso exactamente lo que él quería? Me estaría entregando, cediendo a su voluntad. Y no podía permitírmelo. Mi libertad, mi independencia, era lo único que me quedaba. ¿Acaso eso era lo que Jedik buscaba? ¿Atarme a él, controlarme?
Pero lo que más me aterrorizaba, lo que me golpeaba como una verdad insoportable, era que quizá mi mayor pesadilla ya había ocurrido ante mis narices. ¿Y si me había ablandado tanto porque... porque había pasado lo impensable? ¿Porque me había enamorado perdidamente de ese patán?
Sentí escalofríos. No podía negar que había algo en él, algo que había derribado mis barreras, algo que despertaba en mí sensaciones y emociones nuevas. No, no podía ser. No podía haberme enamorado de él. Porque si lo había hecho, eso significaba que ya había perdido la batalla.
Me senté en el columpio, con las piernas cruzadas, sin moverme, cuando sentí una presencia a mis espaldas antes de escuchar siquiera un sonido. Mi cuerpo se tensó de inmediato, como si algo en el aire hubiese cambiado. Cuando giré la cabeza, ahí lo vi, era Abraham.
¿Cómo demonios había dado con mi ubicación? ¿Me estaba siguiendo? ¿Qué hacía aquí? Eran muchas las preguntas que se agolpaban en mi mente, pero sabía que ninguna respuesta sería clara o directa. Este hombre siempre había tenido la habilidad de aparecer en los momentos más inesperados. Durante más de cinco años lo busqué, y ahora, como si nada, lo encontraba en todas partes.
—Solo pasaba por aquí—dijo con una sonrisa tranquila, como si realmente estuviera de paseo—, te vi sola, cabizbaja y pensativa, por lo que decidí acercarme.
Lo miré con desconfianza.
—Por tu propio bien, te aconsejo que te largues. No estoy de buen humor. Todavía no es tu día—le solté con frialdad, dejándole claro que no lo había olvidado—. Por eso no te he buscado personalmente, pero no me provoques. Podría cambiar de opinión.
Él sonrió de lado, como si mis palabras no fueran más que una broma para él.
—No quiero hablar. Déjame sola—le espeté.
Lo último que necesitaba en este momento era una conversación con él, no ahora, no con mi cabeza enredada en los pensamientos de Jedik, de esos malditos bebés, y de todo lo que mi vida estaba empezando a desmoronar.
—No he venido a provocarte. Solo quiero hablar un rato.
Se acercó y con un gesto inesperado, comenzó a empujar suavemente el columpio. Lo hizo de una forma que no se sintiera invasiva, pero su proximidad no dejaba de molestarme. Sin embargo, no le di el gusto de detenerme. Seguía empujándome con movimientos lentos, como si estuviera tomando su tiempo, y yo me resistía a caer en su juego de palabras.
—No siempre podemos estar solos. Y tú tampoco lo mereces. Sabes—expresó suavemente—, Pienso mucho en tu hermano. Lo extraño. Todavía se me hace difícil aceptar que ya no está.
Sus palabras me golpearon en el estómago. No quería hablar de Josiah, no con él, no ahora. Cerré los ojos por un momento, intentando apartar las imágenes de mi hermano de mi mente.
—Cada vez que te miro—continuó—, es como si lo viera a él. Tienen los mismos ojos, la misma ferocidad.
El columpio siguió meciéndose lentamente, pero ahora sentía su mirada fija en mí. Me dolía el corazón recordar a Josiah, pero no permitiría que Abraham jugara con mi dolor. No, eso no.
—Josiah está muerto por tu miserable culpa—dije, cortante—. Y no me sirve que sigas trayéndolo a colación cada vez que se te antoje.
—Sé que lo extraño de una manera que no puedes imaginar—dijo, casi en un susurro—. Y cada vez que te veo... siento que hay una parte de él que sigue aquí. En ti.
Fruncí el ceño, irritada.
—Lo extraño—repitió, como si no me hubiera escuchado—. Y tú… tú eres lo más cercano a él que me queda.
Sentí su mano envolverse alrededor de mi cintura, firme, y el instinto fue rápido. En menos de un segundo, mi cuchilla salió de la manga de mi traje, con el filo a pocos centímetros de su cuello.
—No te atrevas... —empecé a decir, pero entonces, antes de que pudiera reaccionar, sentí algo completamente diferente.
Sus colmillos. Sus colmillos se clavaron en mi cuello, una sensación caliente y eléctrica recorrió mi cuerpo. Me quedé paralizada. Fue un shock que no esperaba. Lo que empezó como una punzada dolorosa, pronto se transformó en algo más. Algo mucho más profundo. Vibré, casi convulsioné de excitación. Gemidos se aflojaban de mi garganta sin poder retenerlos. Fue como si una corriente de fuego hubiera recorrido cada célula de mi piel, y antes de darme cuenta, una ola de calor me sacudió por completo. Sentía una fiebre recorrer todo mi ser, una sobreexcitación tan intensa que era casi insoportable. Mi respiración se aceleró, y mi mano... mi mano dejó caer el cuchillo. No podía pensar con claridad.
¿Qué demonios me estaba pasando?
La sangre bombeaba más rápido por mis venas, y mis pensamientos, mis odios, mis planes… todo desapareció en un segundo.
Sus alas me envolvieron, cubriéndome, protegiéndome. El mundo exterior desapareció. Solo estábamos él y yo, y esa fiebre descontrolada que me quemaba por dentro. Sus colmillos se hundían en diferentes partes de mi cuello, y cada mordida parecía llevarme más lejos. Era una sensación tan potente como abrumadora, como si estuviera a punto de alcanzar múltiples orgasmos sin ser tocada o estimulada.
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