CAPÍTULO CINCUENTA: IRENE MATTHEWS
El día en que decidí ir tras él, sabía que no había vuelta atrás, tampoco márgenes para errores. Recordaba que me había detectado la última vez que invadí su propiedad, había sentido su presencia, como si sus ojos se clavaran en mí aunque no estuviera frente a él. Esta vez, debía prepararme mejor, debía ser más astuta, más cuidadosa. Si él pensaba que podía atraparme con una simple jugada, se equivocaba.
Desde la distancia, lo vi llegar a la casa. Solo. Se siente como si hubiera pasado una eternidad desde la última vez que lo vi. Una parte de mí creyó que no estaba al tanto de lo que planeaba, que había bajado la guardia. Me inquietaba lo extraño que resultaba que no hubiera redoblado la seguridad ni abandonado la casa, sabiendo que yo conocía su ubicación. Pero al verlo, su figura entrando con calma, como si el mundo no le pesara sobre los hombros, era suficiente para seguir adelante con mis planes. Esta era mi oportunidad, no podía dejarla pasar.
Cuando estuve lista, avancé sigilosa entre los árboles, luego de haber saltado el muro, esquivando cada posible alerta, cada sensor, cada mirada invisible que pudiera delatarme. Sabía que debía ser más rápida, más cautelosa. Me acerqué a la casa y exploré las posibles entradas. Una ventana entreabierta me ofreció lo que necesitaba, y sin pensarlo mucho más, entré.
El interior de la casa estaba inquietantemente tranquilo. Cada rincón parecía haber sido tocado por recuerdos de una vida que no me pertenecía. No lo vi por ninguna parte. Mientras caminaba, observé los detalles: cuadros de él, de su madre. Retratos que intentaban dar una imagen de normalidad, como si los secretos y las fechorías que traían consigo no existieran. Subí las escaleras, con el arma en las manos, lista para cualquier cosa.
Entonces, pasé por una puerta con tres lunas llenas. A diferencia de las demás, estas estaban rotuladas. Algo en mi interior se detuvo. Sabía que esa habitación debía ser para ellos. Para esos tres bebés que vi la otra noche.
Abrí la puerta despacio, curiosa. Lo que vi al entrar fue un golpe en el pecho. La habitación estaba decorada con detalles infantiles, pequeños juguetes esparcidos por todas partes. Las paredes pintadas de una galaxia fosforescente, como si se tratara de un universo creado solo para ellos. La suavidad de una canción de cuna me rodeaba, esa melodía que parecía calmar hasta al alma más inquieta.
Me acerqué a la cuna del centro, donde vi tres pequeñas siluetas. El corazón me latía más rápido, no sabía por qué, pero estaba teniendo imágenes de esos renacuajos a los que renuncié. ¿Por qué precisamente deben ser tres?
Destapé a los bebés con manos temblorosas, y lo que encontré me hizo retroceder un paso.
Eran muñecos. Tres malditos muñecos, cuyas extremidades se desprendieron en cuanto los desarropé. Un escalofrío recorrió mi espalda baja. Debajo de ellos, la cuna estaba manchada de sangre. No era posible. Cerré los ojos un segundo, tratando de calmarme, pero cuando los abrí, lo vi. La nota. La tomé entre mis dedos manchados de esa sangre que no pertenecía a nadie más que a mí.
“Tres corazones que apagaste. Un minuto antes de que el tuyo quede enterrado bajo las ruinas”.
El aire se me atascó en la garganta. Mi mente no podía procesar lo que acababa de leer, pero mi cuerpo ya estaba en movimiento. Corrí. Dejé la cuna, dejé esa maldita nota y corrí como si el mismo infierno estuviera a mis pies. Él había anticipado mi llegada. No sé cómo lo supo, pero sabía que vendría, que lo buscaría para matarlo.
Corrí rápido, mis zapatos resbalando por el suelo de madera, buscando desesperadamente la salida por la misma ventana por la que había entrado. Salté al exterior justo cuando el calor de la explosión me alcanzó, empujándome con fuerza hacia los matorrales cercanos. Caí con un golpe sólido, el polvo y el humo rodeándome mientras el sonido de la casa desplomándose sonaba detrás de mí.
No tuve un segundo de respiro. Los guardias me vieron al instante. Escuché sus gritos y vi los destellos de los disparos a mi alrededor. El fuego estalló, forzándome a moverme entre los árboles, tropezando y tambaleándome. Tenía que marcharme, dejar todo atrás. Mi plan había fracasado.
Me fui, derrotada. No solo había fallado en matarlo, sino que él, una vez más, había sido más rápido que yo.
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