CAPÍTULO CIENTO VEINTISIETE: IRENE MATTHEWS
Irene Matthews
No sabía por qué había vuelto a este lugar otra vez. No recordaba haber tomado la decisión de venir aquí, pero ahí estaba. Sentada en la misma silla, frente a esa mujer, sintiendo que el aire era tan pesado como las sombras que me habían estado siguiendo durante meses.
“¿Qué haces aquí?” pensé. “¿Por qué todo me dirige siempre a este lugar?”
Como si hubiera leído mi mente, su voz se levantó por encima de mis pensamientos.
—Si has regresado, es porque necesitas ayuda.
La miré de reojo. La calma en su tono me irritaba tanto como me aliviaba. No era la primera vez que me encontraba aquí, pero tampoco podía recordar cuántas veces había vuelto. Los días se habían convertido en un bucle infinito, donde revivía cada maldita decisión que había tomado, cada error, cada pérdida.
Pasaba los días encerrada en cuatro paredes oscuras, opresivas, donde las voces que se alzaban no eran más que mis propios pensamientos, juzgándome, acusándome, despojándome de cualquier resquicio de paz. Había llegado al punto en que dormir ya no era un escape, sino un campo de batalla donde los recuerdos me arrastraban una y otra vez al mismo abismo.
Y cuando no podía más, terminaba aquí. Sentada en esta silla, sin moverme, sin hablar, sin siquiera saber cuánto tiempo había pasado. Solo el eco de su voz me arrancaba, por momentos, de ese silencio insoportable.
Ella no me presionaba. No hacía preguntas directas ni intentaba escarbar en lo que yo no estaba lista para revelar. En vez de eso, hablaba como si estuviéramos en una conversación casual, aunque ambas sabíamos que no lo era.
—Parece que el tiempo aquí no importa mucho, ¿verdad? —dijo, apoyando los codos en el escritorio y entrelazando las manos.
Su voz era neutral, sin rastros de juicio, pero había algo en ella que me hacía sentir que veía más de lo que yo estaba dispuesta a mostrar.
No respondí. No aparté la vista de la pared frente a mí.
—¿Sabes? A veces las personas se quedan atrapadas en el mismo pensamiento porque temen lo que podría suceder si se atreven a dejarlo ir. Es como un ancla. Un peso que duele, pero que también da una falsa sensación de control.
“¿Y qué sabes tú de anclas?”, pensé.
—La mayoría no lo sabe, pero soltar no siempre significa perder. A veces significa liberarse.
Su voz era constante, como un río que no dejaba de fluir. Yo, en cambio, sentía que estaba estancada en un pantano. Sabía lo que estaba haciendo. No era tonta. Estaba esperando a que yo dijera algo, a que le diera una rendija por donde entrar, pero no pensaba darle ese gusto.
O al menos, eso creía. Porque antes de darme cuenta, mis propias palabras salieron de mis labios, como si hubieran estado esperando este momento todo el tiempo.
—¿Y qué pasa cuando no tienes nada más que soltar? Cuando todo lo que eras ya no existe.
Mi voz sonó más baja de lo que esperaba, como si no fuera mía.
—Cuando sientes que no queda nada, es porque estás viendo lo que perdiste, no lo que aún puedes construir. A veces, la ausencia de todo es el punto de partida.
Fruncí el ceño, pero no dije nada.
—Piensa en un bosque después de un incendio. Todo parece perdido. Árboles quemados, cenizas por todas partes. Pero el suelo, Irene, el suelo queda más fértil que nunca. A veces, es en medio de esa devastación donde comienzan a surgir cosas nuevas, más fuertes, más resistentes.
—¿Y si no quiero construir nada nuevo?
—Entonces no lo hagas. Nadie puede obligarte a dar un paso que no quieres dar. Pero pregúntate esto: ¿realmente no quieres? ¿O simplemente tienes miedo de lo que podría pasar si lo intentas?
Mis manos se cerraron en puños sobre mis rodillas.
—No lo sé.
—Y está bien no saberlo. A veces, no tener las respuestas es el primer paso para encontrarlas.
La mujer hablaba, y aunque no siempre respondía a lo que decía, sus palabras parecían encontrar huecos entre mis pensamientos, como agua colándose por las grietas de una roca.
—A veces, creemos que alejarnos de quienes amamos es lo correcto, que así evitamos causarles más daño. Pero ¿es realmente así? ¿O simplemente huimos porque tememos enfrentarnos a lo que hemos hecho, a lo que somos?
Mi mandíbula se tensó. Esa pregunta me golpeó más de lo que esperaba, porque, en el fondo, ya sabía la respuesta.
—Ellos están mejor sin mí —murmuré, fijando la vista en mis manos, que reposaban sobre mis piernas. Las uñas mordidas, la piel áspera. Todo en mí gritaba fracaso—. No encajo en sus vidas. No soy… como ellos. Mis hijos merecen algo mejor que yo. Merecen una madre que no los abandone a la primera señal de problemas. Y él… Jedik… —tragué saliva al decir su nombre, porque aún dolía pronunciarlo—. Él creyó en mí, incluso cuando yo misma no lo hacía… Y lo decepcioné.
—¿Por qué crees que lo decepcionaste?
—Porque los dejé. Porque… hice lo mismo que mis padres hicieron conmigo.
Había intentado no pensar en ello, pero siempre estaba ahí, esa conexión que me atormentaba.
—Tal vez no debería reprocharles nada. Me convertí en lo mismo que ellos.
Un silencio incómodo se instaló entre nosotras. La mujer esperó, dándome espacio para continuar si quería. Y lo hice, porque ya no podía detenerme.
—Mis padres me abandonaron. Dejaron a dos niños en un orfanato como si no valieran nada. Y ahora yo… hice lo mismo. Dejé a mis hijos, a ese hombre… No me merezco nada de ellos. Ni siquiera pensar en ellos.
—Y sin embargo, piensas en ellos —dijo ella, con una suavidad que me desarmó.
Alcé la mirada hacia ella, sorprendida.
—Porque los extrañas. Porque, aunque creas que no, ellos son parte de ti. Y tú eres parte de ellos.
Quería negarlo. Quería decirle que estaba equivocada, pero no podía. La verdad estaba ahí, golpeándome con cada palabra que pronunciaba.
—¿Y qué se supone que haga? ¿Cómo se supone que vuelva, después de lo que hice? ¿Después de convertirme en un caso perdido?
La mujer sonrió, apenas un poco.
—Los casos perdidos no existen. Lo que existe son personas que aún no han encontrado su camino. Y el tuyo, creo yo, siempre ha estado ahí, frente a ti, esperando que decidas tomarlo.
No sabía si creía en ella, pero por un instante, quise hacerlo. Por un instante, quise pensar que no todo estaba perdido.
Me sentía un poco más ligera tras haber soltado esas palabras, pero la sensación de insuficiencia seguía ahí, adherida a mi piel.
—Sé que cometí errores—admití, dejando caer la cabeza contra el respaldo de la silla. Mis ojos se clavaron en el techo, buscando respuestas donde no las había—. No sé cómo lidiar con todo esto. No sé ser madre. Nunca he sentido ese amor incondicional del que hablan. Ese instinto de protección que todas las madres parecen tener.
Hice una pausa, intentando tragar el nudo que se formaba en mi garganta.
—Siento que solo estorbo. Cada consejo que doy, cada decisión que tomo… todo parece estar mal. Como si fuera un obstáculo para su felicidad, en lugar de lo contrario.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, sus manos juntas sobre su libreta.
—Bienvenida a la vida de todo padre. Ser madre, o padre, no viene con un manual. Nadie sabe exactamente qué hacer, y créeme, todos hemos sentido lo mismo que tú en algún momento. Esa sensación de insuficiencia, de no estar a la altura, de no saber cómo desempeñar esa tarea.
Quería refutarlo, pero no lo hice. En lugar de eso, la dejé continuar.
—Nuestros hijos no llegan a este mundo esperando que sepamos todo. Ellos también están aprendiendo. Y no, no siempre nos entenderán, ni mucho menos nos agradecerán. A veces pensarán que somos injustos o que estamos en su contra, pero eso no significa que no los amemos o que ellos no nos necesiten.
—Pero ellos no me necesitan. Al menos, no a mí. Jedik es el que los cuida, el que siempre está ahí. Yo solo…
—Te equivocas—me interrumpió suavemente—. Lo que tus hijos necesitan no es perfección. Necesitan que estés presente, que intentes, que te equivoques y aprendas con ellos. El amor de un padre no es perfecto. Es caótico, lleno de errores, pero también lleno de intentos.
—Intentos que no parecen llevarme a ningún lado.
—Porque no se trata de resultados inmediatos. Se trata de caminar junto a ellos, de tropezar y levantarse, de demostrarles que incluso cuando fallamos, seguimos intentándolo. Dime, ¿alguna vez tus padres intentaron?
El aire pareció detenerse en mis pulmones. Mi mente volvió a esas memorias borrosas del orfanato, de la ausencia que siempre sentí.
—No —murmuré.
—Y eso dejó una huella imborrable en tu vida, ¿no es así? Esa ausencia, esa falta de interés o compromiso… Pero aquí estás. Contra todo pronóstico, tienes la oportunidad de romper ese ciclo, de construir algo completamente distinto. No necesitas sentir lo que otros describen como ideal o perfecto. Lo que importa no es lo que deberías sentir, sino lo que estás dispuesta a hacer con lo que tienes ahora.
Me quedé en silencio, procesando sus palabras. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que tal vez, solo tal vez, no estaba todo perdido.
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