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CAPÍTULO CIENTO VEINTICUATRO: IRENE MATTHEWS & JEDIK MARCONE

Irene Matthews 

Se levantó del suelo en un arrebato de energía y desesperación. Se dirigió hacia la puerta, pero Kael y Cassian se cruzaron en su camino.  

—¡Muévanse! —gritó, golpeando con sus puños los pechos de ambos—. ¡Déjenme salir! ¡Lo necesito, por favor!  

Mis hijos no dijeron nada, se mantuvieron firmes en su lugar, recibiendo sus golpes con una expresión de acero, pero sus ojos delataban su sufrimiento.  

—¡Por favor, Cassian! ¡Kael! ¡No pueden hacerme esto! ¡Déjenme ir con él!  

La vi colapsar bajo el peso de su propia desesperación. Fue Kael quien la atrapó por la cintura antes de que su cuerpo tocara el suelo, su rostro pálido y su respiración irregular.  

En ese momento, escuché pasos apresurados detrás de mí. Jedik descendía las escaleras, y al ver a nuestra hija desmayada, su rostro perdió todo rastro de calma.  

—Kael, llévala con el doctor, ahora mismo—ordenó, su voz llena de urgencia.  

Kael, sin titubear, alzó a Rhea en brazos, su preocupación palpable. Cassian lo siguió de cerca, dejándonos atrás.  

Yo no me moví. Algo dentro de mí me anclaba al suelo, como si el peso de mis propias decisiones se hubiera materializado en cadenas invisibles. Jedik se acercó y me tocó el rostro, sus dedos buscando traerme de vuelta.  

—¿Qué te dijo?  

No le respondí de inmediato. Mis ojos se perdieron por un momento en el espacio vacío frente a mí. 

—Nada importante.  

Frunció el ceño.  

—¿Lo viste? ¿Fue capaz o se acobardó de último momento? —indagué, solo para cerciorarme.

—Lo hizo… ese hijo de perra lo hizo.  

Un breve silencio se alzó entre nosotros. 

—Al menos no murió como un cobarde. No podemos arriesgarnos. Así sea por piezas, debemos recuperar su cuerpo y mantenerlo en bajas temperaturas antes de que esa mierda vuelva a mutar e infecte a alguien más.  

—Yo me encargo de eso—respondió sin dudar—. Ve con nuestras hijas. Ambas te necesitan. Estaré más tranquilo si estás tú con ellas.  

No discutí. Sabía que tenía razón. Asentí, y mientras él se preparaba para ocuparse de lo que quedaba de Killian, me dirigí al despacho del doctor.  

Cuando llegué, me quedé en el umbral, observando el movimiento caótico que se desarrollaba ante mí. El doctor estaba inclinado sobre Rhea, dando órdenes rápidas a Cassian y Melanie, quienes trabajaban con él para estabilizarla, mientras Kael se mantenía al margen.   

—¡Más compresas! Cassian, sujeta la vía. Melanie, vigila los signos vitales. Hay que controlar la hemorragia antes de que la perdamos.  

Entré, casi sin darme cuenta, atraída por el tono desesperado del doctor.  

—¿Qué está pasando? 

El doctor levantó la vista un instante, solo para asegurarse de que me mantenía fuera de su camino.  

—Está teniendo una hemorragia grave. La alteración emocional desencadenó un aborto espontáneo. Necesito autorización para proceder con el raspado uterino y evitar más complicaciones.  

Sentí como si el aire fuera succionado de mis pulmones. Observé a mi hija, tan pálida y vulnerable en la camilla, mientras todos se aglomeraban a su alrededor. Mi mente era un remolino de pensamientos, pero logré asentir, dándole la autorización.  

—Haz lo que tengas que hacer.

Me apoyé contra la pared, sintiendo el peso de todo lo que acababa de suceder. Había contribuido a que esto ocurriera, aunque nunca lo admitiera en voz alta. Mis decisiones la habían llevado a este punto, y ahora tenía que cargar con las consecuencias.  

Todo parecía confabularse en mi contra, como si el universo se empeñara en recordarme lo poco que merecía el amor y el perdón de mis hijos. Pero si ese odio era lo único que me correspondía, lo aceptaría. Lo aceptaría porque, al final, si eso significaba que ellos estarían bien, entonces valía la pena.  

Observé al doctor maniobrar mientras Cassian y Melanie lo asistían. Naia seguía inconsciente en la otra camilla, ajena a todo lo que nos rodeaba. 

El doctor se volvió hacia mí al terminar el procedimiento. 

—Rhea está estable por ahora, pero necesitará reposo absoluto. Lo que ocurrió no fue culpa de nadie, pero hay que tener más cuidado con su estado emocional. 

Quise responder, pero las palabras murieron en mi garganta. Solo asentí, incapaz de enfrentar a nadie, ni siquiera a mí misma. 

Todo a mi alrededor se sentía distante, ajeno, como si el aire que respiraba perteneciera a otra realidad y no a la mía. 

No podía quedarme ahí. Necesitaba irme, perderme, dejar todo atrás. Mis pies, inquietos, se movían con un leve temblor, deseando arrancarme de ese lugar, pero mi cuerpo permanecía aquí.

Era un fracaso. Lo sabía. Lo había sentido desde siempre, pero ahora ese pensamiento me golpeaba con más fuerza, como una verdad absoluta que me había negado a aceptar. Nunca debí haber aceptado esta vida. Nunca debí haberme permitido formar parte de algo tan sagrado como una familia.  

¿Por qué lo hice? ¿Por qué acepté ser madre cuando claramente no estaba hecha para ello? Jedik… él sabía cómo serlo. Él siempre encontraba la manera de guiarlos, de corregirlos sin dañarlos, de entenderlos, de darles algo que yo nunca podría ofrecerles; estabilidad, amor, un hogar. Yo solo había traído problemas y tragedias.  

Mi mente se llenó de imágenes de cada discusión, cada mirada de reproche, cada momento en que los había alejado más y más de mí. ¿Cómo podía llamarme madre cuando era la razón de su dolor?

Sentí el impulso de correr, de desaparecer. Tal vez si me iba, si salía de sus vidas de una vez por todas, ellos podrían encontrar la paz y felicidad que tanto merecían. Jedik lo haría bien. Él los guiaría, los protegería como siempre lo había hecho, y ellos… ellos no tendrían que cargar con el peso de una madre que no sabía serlo.  

No nací para esto. Lo sabía. La vida me lo había enseñado de mil maneras. Ser madre no me definía. Ese título, tan grande y tan ajeno, era una carga que nunca pedí ni merecí. ¿Qué había aportado yo? Nada… absolutamente nada. 

Me pregunté si alguna vez mis hijos podrían verme con algo más que desprecio. Quizás algún día entenderían que todo lo que hice fue por su bienestar, aunque mis métodos fueran torpes, aunque mis decisiones estuvieran llenas de errores. Pero incluso esa esperanza parecía demasiado lejana, un consuelo vacío que no podía permitirme.  

Lo mejor que podía hacer por ellos era desaparecer.

Ese pensamiento era una verdad cruda y clara. Si no estaba en sus vidas, dejaría de ser un obstáculo, dejaría de causarles más daño. Tal vez así podrían respirar, encontrar su camino sin mi sombra ensuciando su futuro.  

Jedik Marcone 

No había ninguna palabra que pudiera suavizar el odio que sentí hacia Killian. Desde el principio, nuestra conexión había sido inexistente; apenas éramos hermanos de sangre y nada más. No compartíamos memorias felices, ni una infancia común juntos, ni lazos que pudieran sostener algún tipo de afecto. Y sin embargo, en ese último instante de su vida, algo cambió.  

Lo admiré. Fue capaz de hacer lo que pocos hombres tienen el coraje de hacer; sacrificarse en un momento de sensatez. Quizá si las circunstancias hubieran sido diferentes, si nuestros caminos no hubieran estado siempre en oposición, podríamos haber creado algún tipo de vínculo. Es una lástima que solo me diera cuenta de esto cuando ya era demasiado tarde. Pero si existía otra vida, algún lugar donde nuestros caminos pudieran cruzarse de nuevo, me gustaría tener a alguien como él cerca.  

Con esos pensamientos en mente, me dediqué a la tarea que quedaba por hacer: limpiar el desastre. No podía permitir que quedara ni un rastro de ese parásito que representara una nueva amenaza para el futuro. Dirigí a mis empleados personalmente, supervisando cada detalle. Lo que quedó fuera y dentro de la casa fue recogido y enviado a la clínica con instrucciones claras para quien lo recibiera. Aunque no había garantías, al menos me aseguré de hacer todo lo posible, al menos mientras el doctor logra reunirse con el personal de la clínica y realizan sus estudios. 

Cuando todo estuvo listo, me dirigí al despacho donde estaban mis hijos. Necesitaba saber cómo estaban mis hijas después de todo lo que había pasado. El doctor me informó que Naia estaba bien. Había sufrido un ataque de ansiedad, algo comprensible dado lo ocurrido, pero estaba bajo control. Rhea, sin embargo… Rhea había perdido a su bebé.  

La noticia fue un golpe que no supe cómo manejar. Era como si la tragedia se empeñara en perseguirnos, dejando su marca imborrable en nuestras vidas. 

Al mirar alrededor, noté que todos estaban ahí; mis hijos, Melanie, el doctor… excepto Irene.  

—¿Dónde está mi mujer?

Benjamín levantó la vista de sus notas.  

—Salió hace un rato. Se veía pensativa. Supongo que todo esto tampoco ha sido fácil para ella.  

Algo dentro de mí se revolvió. Un mal presentimiento se asentó en mi pecho que me llevó a buscarla en cada rincón de la casa. Marqué su teléfono varias veces, alcanzando a escuchar en ese último intento el timbre en la gaveta de nuestra habitación. Ella no iba a ninguna parte sin su celular. Esa no era una buena señal. Algo no cuadraba.  

Deslicé la pantalla y encontré una nota:

“Este juego terminó. Jugar a la mamá y al papá nunca fue para mí, y no veo sentido en seguir fingiendo lo contrario. Cumplí mi parte, nuestros hijos crecieron y ahora puedes continuar sin mí. Te pido que no me busques y respetes mi decisión. Sabíamos que esto estaba condenado a fracasar desde un principio”.

Leí cada palabra lentamente, sintiendo cómo cada frase encendía algo en mi interior. Era tan ella, tan directa, tan jodidamente insensible.

¿Estaba terminando conmigo? ¿A estas alturas ella creía todavía que iba a librarse de mí así de fácil? 

Apreté el celular con tanta fuerza que temí romperlo, y al no saber qué más hacer, descargué toda mi frustración en la pared más cercana. 

—¡Maldita mujer! —rugí, viendo cómo mi puño había abierto una grieta en la pared. El dolor en los nudillos era insignificante comparado con la ira que hervía dentro de mí—. ¡Cómo la odio cuando hace lo que se le da la jodida gana!

Era incapaz de permanecer quieta, de enfrentar las cosas como debían ser. Siempre tenía que escapar, siempre con sus malditas excusas. 

—Que ruegue que no la encuentre… —mascullé entre dientes—. Porque si lo hago, la voy a amarrar a la cama y no volverá a ver la luz del día.

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