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CAPÍTULO CIENTO VEINTE: NAIA MARCONE

Naia Marcone

Caminaba por el pasillo con la cabeza llena de preguntas y el corazón hecho un nudo. Benja me había pedido tiempo, pero… ¿qué significaba realmente eso? ¿Era una forma sutil de rechazarme? ¿O acaso estaba tan confundido como yo? No podía evitar pensar que quizá me había equivocado al confesarle lo que sentía. Tal vez todo esto solo había servido para incomodarlo más, para empujarlo a un rincón del que no sabía cómo salir. 

Me mordí el labio, intentando contener la frustración. ¿Qué más podía hacer para demostrarle que voy en serio? Pensé en cómo siempre me trataba, con cuidado, con esa distancia que dolía tanto como tranquilizaba. Pero yo no quería que me tratara como una niña caprichosa que no sabe lo que quiere. Quería que me viera como una mujer, alguien capaz de tomar decisiones, de enfrentar lo que sea por lo que siente. 

¿Y si solo me acepta porque cree que mi papá tomaría represalias de hacer lo contrario? Tal vez pensaba que aceptarme sería un acto de obligación, de protegerme, no porque realmente quisiera estar conmigo. Ese pensamiento me revolvía el estómago. Lo último que quería era que Benja sintiera que debía corresponderme por compasión. Preferiría mil veces un no honesto que un sí lleno de dudas. Pero tampoco podía imaginarme renunciando a esto. No ahora. No cuando todo dentro de mí gritaba que esto valía la pena.

Suspiré profundamente al pasar frente a la habitación de mi hermana. La puerta estaba cerrada, pero no pude evitar detenerme un momento. Mi hermana… ella se había enamorado. De alguien que, por lo visto, también le correspondía. ¿Quién será ese hombre? No pude evitar preguntármelo. ¿Cómo sería? ¿Cómo reaccionaría cuando se enterara de que Rhea está embarazada? ¿Renunciaría a ella, temiendo enfrentarse a mis padres, o resistiría, decidido a estar a su lado y al lado del bebé? Qué envidia me daba. 

Rhea había encontrado a alguien dispuesto a estar con ella, pase lo que pase. Y yo… yo seguía peleando por alguien que parecía debatirse entre lo correcto y lo que realmente sentía. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado?

Entré en mi habitación, cerrando la puerta detrás de mí con más fuerza de la necesaria. Busqué algo de ropa para ducharme mientras intentaba despejar mi mente. Pero era inútil. Todo me llevaba de regreso a Benja, a su mirada, a la forma en que su voz tembló cuando me pidió tiempo. Tenía la sensación de que esta sería una noche larga, no solo por la situación de mi hermana, sino por todo lo que ahora llevaba dentro. 

Me apoyé contra el armario, sosteniendo una camiseta en mis manos, y dejé escapar un suspiro. ¿Cómo voy a hacer para que lo entienda? ¿Para que deje de tener miedo y me vea como algo más…? Lo único que tenía claro era que no iba a rendirme. No todavía. 

Entré al baño sintiéndome agotada, con la cabeza dando vueltas. Había tantas cosas ocurriendo al mismo tiempo que, por más que intentara apartarlas, las dudas y los pensamientos seguían acumulándose. Dejé la ropa sobre una pequeña repisa y abrí el grifo, esperando a que el agua saliera lo suficientemente caliente. Una vez lista, me desvestí y me metí en la ducha, dejando que el agua cayera sobre mí como si pudiera lavar las preocupaciones que llevaba encima. 

Cerré los ojos, permitiéndome por unos momentos no pensar en nada. Solo estaba el calor del agua recorriendo mi piel, el vapor llenando el aire y el sonido relajante del agua golpeando el suelo. Mi mente, siempre tan ruidosa, empezó a silenciarse poco a poco. Pero justo cuando sentí que el peso en mi pecho comenzaba a disminuir, escuché algo.

—Naia… —era la voz de mi mamá.  

Abrí los ojos de golpe, parpadeando rápidamente al sentir el jabón escurriendo hacia ellos. 

—¿Mamá? —moví las manos para limpiarme la cara, frotándome los ojos hasta que el ardor disminuyó. Pero cuando finalmente pude ver con claridad, me quedé petrificada.

Mi cuerpo estaba embarrado de un líquido negro, que parecía estar saliendo de todas partes. El agua que caía del grifo no era transparente; era negra, espesa, y tenía un olor extraño, casi metálico. Me aparté de la ducha, el corazón latiéndome con fuerza.  

—¡Mamá! —grité, tratando de mantener la calma, aunque mi voz salió entrecortada—. ¡El agua está saliendo negra!  

Una sombra se movió detrás de la cortina de la ducha, del otro lado. Tragué saliva, mi pecho subiendo y bajando rápidamente. ¿Será mamá? Me acerqué lentamente, con un nudo en la garganta.  

La figura era alta, mucho más de lo que recordaba a mi mamá. Me detuve en seco. ¿Papá? Esa era la única explicación que podía encontrar en ese momento. Aun así, algo no cuadraba. Con cierto desconcierto, estiré una mano temblorosa y corrí la cortina de un tirón. Lo que vi me dejó sin aliento.  

Las paredes del baño estaban cubiertas de raíces negras que parecían estar vivas, retorciéndose como si buscaran algo. El aire se llenó de un olor a humedad y descomposición. Frente a mí estaba un hombre alto, de piel pálida y ojos completamente negros, sin ningún rastro de blanco. Su cuerpo estaba cubierto por esas mismas raíces negras, que parecían brotar de él y expandirse por el baño.  

Solté un medio grito que fue silenciado casi de inmediato por una de esas raíces que se extendió hacia mí a una velocidad que apenas pude percibir. Me cubrió la boca, impidiendo que mi voz saliera de nuevo, y antes de que pudiera reaccionar, más raíces comenzaron a envolverme.  

Sentí la presión de esas cosas alrededor de mi cuerpo, apretándome con fuerza, como si intentaran absorber algo de mí. La sustancia que desprendían era viscosa, fría, y me hacía temblar de miedo. Intenté liberarme, pero mis brazos no respondían; las raíces ya los habían inmovilizado.  

Las raíces negras se apretaban más alrededor de mi cuerpo. Cada vez era más difícil respirar, y mis fuerzas se desvanecían. Intenté gritar de nuevo, pero la presión en mi boca lo hacía imposible. Mis ojos recorrían frenéticamente el baño, buscando algo, cualquier cosa que me ayudara, pero todo estaba deformado por esas raíces que ahora cubrían casi todas las paredes.  

De repente, escuché un golpe fuerte contra la puerta del baño, seguido de varias voces.  

—¡Naia! —era mi papá, su tono cargado de preocupación. 

Luego escuché a mamá.

—¿Estás bien? ¿Qué fue ese grito? ¡Naia, responde!  

Intenté moverme, intenté hacer cualquier ruido, pero era inútil. Las raíces estaban demasiado apretadas, sofocándome. Escuché más golpes, esta vez más intensos, y luego algo que sonó como varias detonaciones. La puerta se abrió de golpe, dejando entrever a mi papá, a mi mamá y al doctor.

Mi papá fue el primero en cruzar al baño, pisando las raíces y acercándose con cuidado. Sus ojos se agrandaron al verme atrapada por las raíces y luego se fijaron en el hombre que estaba frente a mí. Mamá lo siguió, con la misma expresión, y el doctor entró detrás, su rostro una mezcla de confusión y alarma.  

—¡Suéltala, bastardo! —gritó papá, apuntando directamente al hombre con su arma. 

Mamá hizo lo mismo, jamás había visto una expresión tan profunda de odio. 

El hombre, que hasta ese momento había estado completamente inmóvil, giró lentamente la cabeza hacia ellos. Su cuello crujió de una manera antinatural, como si los huesos se rompieran con cada movimiento. Cuando finalmente los encaró, dejó al descubierto una línea de colmillos afilados que se extendía de oreja a oreja, demasiado largos, demasiado terroríficos. 

—Nos volvemos a encontrar—su voz era un eco profundo y múltiple, como si muchas personas hablaran al mismo tiempo.  

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