CAPÍTULO CIENTO UNO: JEDIK MARCONE
Arranqué la camisa de mi cuerpo y la presioné firmemente sobre la herida de Melanie. Estaba pálida, y la sangre fluía con demasiada rapidez. La desesperación me quemaba, impulsándome a buscar al doctor entre la multitud de cadáveres, pero no estaba. ¿Dónde demonios se había metido? ¿Había huido, dejándonos en plena tormenta cuando más lo necesitábamos?
Alcé la vista hacia Cassian, quien aún peleaba contra Beatrice con valentía, pero noté cómo su energía se iba agotando, cada movimiento se volvía más lento, sus golpes, aunque certeros, empezaban a perder fuerza. Él no estaba dispuesto a retroceder, y en sus ojos brillaba esa intensidad y ferocidad, esa que su madre también poseía. Sus tentáculos, oscuros y vibrantes, lo rodeaban y lo protegían mientras atacaban sin descanso, lanzándose hacia Beatrice, cortando y mutilando su carne corrupta y podrida. Ella intentaba esquivar algunos golpes, pero mi hijo no le daba tregua, manteniéndola a la defensiva. Sus tentáculos eran como afiladas cuchillas, que rasgaban y perforaban, y cada vez que lograban cortarla, ella lanzaba alaridos desgarradores, enfurecida.
Pero, poco a poco, Cassian empezaba a tambalearse. Se apoyaba en sus tentáculos para sostenerse, su respiración era pesada, y su mirada apenas podía mantenerse fija en su oponente.
Irene intervino, llamando la atención de Beatrice.
—¡Por aquí, perra!
Beatrice ignoró a Cassian, enfocando su atención en Irene. Con una mirada insidiosa se lanzó hacia ella, lista para atacarla. Sus garras casi la atrapan, pero las esquivó, aunque no sirvió de mucho, cuando su ala la empujó lejos, haciendo que su espalda chocara con las rejas del portón.
—¡Cassian! —grité, sin saber si tenía siquiera fuerzas para escucharme.
Pero mi hijo no necesitó más. En un último arranque de energía, sus tentáculos se lanzaron hacia Beatrice y le cortó la misma ala en forma vertical. Mientras ella gritaba de dolor, giró y le cortó la otra.
—Esto es por mi madre.
Beatrice se retorció, un chillido de furia invadió el aire, pero Cassian no se detuvo. Sus tentáculos la sujetaron en el suelo a través del resto de sus extremidades, paralizándola.
—Por mis hermanos—murmuró entre jadeos.
Estaba agotado, pero no había terminado. Con sus tentáculos afilados, cortó ambos brazos de Beatrice de un solo golpe. Se acercó, y con la energía que le quedaba, levantó su hacha y la clavó directamente en el centro de su pecho, partiéndola en dos.
—Por Melanie, por la familia que intentaste destruir y fallaste en el intento, perra.
Con una última mirada llena de odio y justicia, dejó caer el hacha en su cuello, separando su cabeza del cuerpo.
Consumido por el cansancio, cayó de rodillas, jadeaba sin control. Irene cojeó hasta él, con la mano apretando su abdomen, dejándose caer frente a él.
—Mamá, ¿estás bien?
Se inclinó hacia él, envolviéndolo en un abrazo torpe, casi como si temiera romperlo. Sabía que, en toda su vida, nunca había sido capaz de ofrecerle a Cassian ese tipo de cercanía, y ahora, mientras lo sentía tan débil, tan vulnerable en sus brazos, decidió engullirlo.
—No vuelvas a hacer semejante estupidez, a exponerte de esa forma.
Soltó un suspiro y cerró los ojos, apoyando la cabeza en su hombro, como si hubiese estado esperando ese momento desde siempre.
—Perdón, mamá. No quería preocuparte.
Irene tragó saliva, luchando por mantener la compostura.
—Perdóname tú a mí… por no ser esa madre que mereces.
La miró, sus ojos suavizándose, y levantó una mano temblorosa para tocar su mejilla.
—No tengo nada que perdonarte. Para mí eres la mejor mamá que pudo haberme tocado. Tenerte a mi lado, ahora, es todo lo que necesito.
Se aferró a él, dejando que el silencio hablara, y por primera vez, se permitió aceptar lo que significaba tener a nuestro hijo en sus brazos.
♠♠♠
Entré a la casa, mi mente nublada por la desesperación y la urgencia de encontrar al doctor. Necesitábamos su ayuda. Melanie estaba desangrándose allá afuera, y Cassian, Irene… todos habíamos llegado a un límite. No podía darme el lujo de perderlos.
El rastro de sangre en el suelo me heló la piel. La seguí con el pulso acelerado, notando cómo se dirigía hacia el despacho del doctor. La puerta estaba entreabierta, y en la madera había una marca sangrienta, como si alguien hubiera estampado su mano allí en un último intento de sostenerse. Empujé la puerta con cuidado y la abrí por completo.
El doctor estaba allí, pálido, apoyado sobre su escritorio. Un torniquete improvisado le rodeaba el brazo, con manchas de sangre que se extendían por el trapo. Se estaba extrayendo una muestra de sangre a sí mismo, con la mano temblorosa y los labios apretados por el dolor. Al ver su pecho, me di cuenta de la gravedad de su situación. Una tajadura le cruzaba desde el hombro hasta la pelvis, abierta y profunda, con bordes irregulares que mostraban la carne y el tejido desgarrado. Su camisa, entreabierta y empapada de sangre, dejaba ver cada centímetro de esa herida que parecía casi imposible de soportar en pie.
Levantó la mirada al oír mis pasos. Sus ojos estaban vidriosos, la respiración entrecortada.
—Doctor… —Todo rastro de reproche o frustración quedó atrás.
—Jedik… —pronunció mi nombre con dificultad, el sonido arrastrado y ronco—. Dime que la mataron.
—Mi hijo la decapitó, pero debemos actuar antes de que vuelva a regenerarse o encuentre otro anfitrión. Te ves… como la mierda.
Ensanchó una ladina sonrisa en medio de sus quejas y fatiga.
—Vayamos a la clínica. Tienen que examinarte también.
—Los dos sabemos que no hay tiempo… —tosió—. No quiero convertirme en un monstruo como ese.
—Tu nieto puede ayudarte. No puedes rendirte, así como así. Nuestra familia te necesita, yo te necesito… No quiero perder a nadie más.
—Eres tan parecido a Michael—agregó, refiriéndose a su hijo biológico, a quien perdió hace más de diez años a causa de una rara enfermedad para la cual, irónicamente, nunca pudo hallar una cura—. Quizá mi propósito en esta vida no terminó allí, con la muerte de mi hijo. Tal vez… todo esto ha sido para acompañarte a ti, en esta larga y ardua travesía llamada vida. Me salvaste una vez…
—Y tú me has salvado más veces. A mí y a los míos. Por eso debes luchar y mantenerte con vida. Te necesito. ¿Quién más podría reprenderme y mandarme al carajo si no eres tú? ¿Quién más podría soportar mis caprichos y aconsejarme en vano, a sabiendas de que no le haré caso? Tu, viejo. No estoy dispuesto a aceptar que alguien más lo haga.
El llanto de un bebé interrumpió nuestra conversación. Mi corazón dio un vuelco, cada fibra de mi ser despertó en un instante, congelándome. El doctor y yo intercambiamos una mirada atónita, la incredulidad reflejada en sus ojos era un espejo de la mía. No, no podía ser… Pero el sonido era inconfundible, tan lleno de vida.
Mis pies se movieron por impulso hacia la sábana blanca que cubría los cuerpos pequeños, frágiles, que habíamos dado por muertos. Mi mano temblaba cuando alcé el borde de la tela, despacio, como si la verdad escondida debajo pudiera rebanarme en pedazos.
Ahí estaba Kael, moviéndose, agitado, llorando. La fuerza de ese sonido atravesó cualquier dolor que hubiera sentido, barriendo con todo rastro de desesperanza. Era como si toda la vida que creí perdida regresara en un instante. El aire, pesado y frío un segundo antes, se llenó de algo indescriptible, tan poderoso que me cortaba la respiración. Kael estaba vivo. Mis ojos pasaron de él a sus hermanas, cuyas respiraciones eran lentas pero constantes. Sus pequeños pechos subían y bajaban rítmicamente. Estaban con vida. Mis hijos… estaban vivos.
Caí de rodillas junto a ellos, sin atreverme a tocarlos por temor a romper ese instante sagrado. Una felicidad tan pura que dolía. Había creído que los había perdido, que mi mundo se había derrumbado junto con ellos, y ahora… aquí estaban, respirando, viviendo.
—Están vivos… —susurré, incapaz de contener las lágrimas que empezaron a caer.
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