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CAPÍTULO CIENTO TREINTA Y UNO: IRENE MATTHEWS

Oír la voz de Jedik detrás de mí me hizo dar un respingo.

—Vaya, vaya, pero a qué parejita me encuentro por aquí—si tono cargado de reproche me dejó en claro que estaba muy molesto. 

—Lo que me faltaba—murmuré para mí misma.

Claro que iba a seguirme, debía suponer que no se quedaría con la duda de adónde iba.

Me giré despacio, viendo cómo se acercaba, con los ojos ardiendo y los puños apretados. Su expresión era un volcán a punto de estallar, y yo sabía que esto iba a terminar mal. Sin pensarlo, agarré el sobre que tenía en las manos y me lo guardé en el chaleco, fuera lo que fuera, no necesitaba que él lo viera ahora.  

—¿Parejita? ¿Te parezco tan estúpida como para encontrarme con un dizque amante en tus narices? —no estaba dispuesta a soportar acusaciones absurdas, no de él, no en ese momento—. No digas tonterías. Este imbécil es quien se apareció, como siempre, para ocasionarme problemas. Pero ya se iba, ¿verdad?  

Mi mirada se desvió hacia Abraham, quien parecía completamente relajado, como si nada de esto lo afectara. Estaba acostumbrado a jugar con fuego, pero esta vez, no iba a permitir que me involucrara en sus estúpidos juegos.

—Ciertamente. Ya me iba.  

Sin embargo, antes de que pudiera dar un paso, Jedik se lanzó hacia él. No me dio tiempo ni de parpadear antes de que su puño impactara de lleno en la cara de Abraham, haciéndolo retroceder varios pasos.  

—¡Me la debías, cabrón! —gruñó Jedik, agitado—. No tienes nada que buscar con mi mujer.  

¿“Mi mujer”? Algo dentro de mí se sacudió con tanta fuerza que casi olvido dónde estábamos. No era el momento para sentirme feliz por algo así, pero no podía evitarlo. Ese pequeño fragmento de frase hizo que mi corazón latiera desbocado, aunque no lo demostrara.  

—Jedik, basta—me interpuse entre ellos, empujándolo con ambas manos hacia atrás mientras Abraham se limpiaba la sangre de la boca—. ¿Quieres llamar más la atención? ¿Qué demonios crees que estás haciendo?  

—Lo que debería haber hecho hace mucho tiempo—respondió, con los ojos clavados en Abraham, como si quisiera fulminarlo ahí mismo.  

Abraham, como siempre, encontró la oportunidad perfecta para huir de la escena, levantando las manos como si se declarara fuera del conflicto.  

—Los dejo con su drama—soltó, sin molestarse en disimular su sonrisa socarrona mientras dejaba el dinero sobre la barra y se alejaba.  

Yo solté un suspiro y giré hacia Jedik.  

—¿Estás satisfecho ahora? Porque yo no necesito que me defiendas de nadie.  

—No se trata de defenderte—respondió, frotándose la cara—. Se trata de que nadie se acerque a lo que es mío.  

—Creí que habías dicho que era tarde… —le recordé. 

—Y lo es—su respuesta fue rápida, casi cortante. Desvió la mirada, enfocándola en algún punto invisible detrás de mí, como si quisiera evitar mis ojos a toda costa—. Lo nuestro ya está muerto. Esto… esto no cambia nada.  

—Ah, ¿no? —lo enfrenté, acercándome un paso, obligándolo a mirarme—. Entonces, ¿qué hacías aquí? ¿Por qué no te quedaste en tu despacho, ahogándote en esa porquería que usas?  

—Eso no te incumbe.  

—Claro que me incumbe. ¿Sabes qué? No voy a discutir contigo aquí.  

—¿Entonces qué quieres? —preguntó con un deje de fastidio, como si estuviera harto de todo esto.  

—Quiero saber si vas a venir conmigo a mi apartamento.  

Parpadeó, claramente sorprendido por mi propuesta.  

—¿Y para qué iría? No tengo nada que hacer ahí.  

—Vamos, no te hagas el desinteresado—le sostuve la mirada, alzando una ceja—. Sabemos que me ibas a seguir. Estoy ahorrándote la molestia de perder el tiempo vigilándome.    

—¿Y qué te hace pensar que me interesa seguirte?  

—Entonces, ¿no planeabas hacerlo?   

—Tengo cosas más importantes que hacer que ir tras una mujer que me abandonó. 

Suspiré, cansada de sus evasivas.  

—Mira, puedes venir conmigo o no. La decisión es tuya. Pero si me sigues, al menos que sea con mi consentimiento y no como un acosador. 

Me observó en silencio, y aunque intentaba mantener su fachada de indiferencia, el ligero apretón de su mandíbula y la tensión en sus hombros lo delataron.  

—Haz lo que quieras—dijo, dándose la espalda—. Pero si voy, no esperes que sea por ti.  

—Claro que no—respondí con ironía—. Además, tienes "cosas más importantes" que hacer, ¿verdad?  

Cuando llegué al edificio de apartamentos, todavía podía verlo por el retrovisor. Sonreí sin poder evitarlo. Incluso cuando intentaba mantener su orgullo y fingir que no le importaba, seguía siendo… tan él. Hermoso, terco y obstinado hasta la médula.  

Estacioné y salí del auto como si no lo hubiera notado. Escuché sus pasos detrás de mí mientras subía las escaleras hacia el ascensor, aunque mantuve la mirada al frente, fingiendo ignorarlo. Cuando las puertas se abrieron, entré, y, como esperaba, él lo hizo también.  

Se recostó contra la pared con las manos en los bolsillos, su mirada fija en mí por unos segundos antes de apartarla hacia la puerta del ascensor. Cuando llegamos a mi piso, dejé que él me siguiera, pero no hice ningún comentario.  

Al detenerme frente a la puerta para abrirla, pasó junto a mí sin siquiera esperar una invitación. Entró al apartamento, sus ojos recorriendo cada rincón.

—¿Qué es esta pocilga?  

Rodé los ojos mientras cerraba la puerta detrás de mí.  

—Lamento que mi apartamento no esté a tu altura. Verás, no vine a vacacionar aquí.  

Dejé mi cartera y mi arma sobre la mesa del centro, sintiendo su mirada clavada en mí.  

—¿De qué estaban hablando? —preguntó, directo, sin rodeos. 

—¿Todavía sigues celoso?  

—Responde.

—Nada importante.  

Se acercó, cerrando la distancia entre los dos hasta que apenas nos separaban unos centímetros.  

—Cualquiera diría que no me conoces—su mano se deslizó por mi cintura.  

En ese momento lo supe. No iba a detenerse ahí. Su objetivo no era solo tocarme; iba tras el sobre que tenía escondido en mi chaleco. 

—Eso es algo personal. No tienes ningún derecho de…  

—¿Ningún derecho? ¿Según quién? ¿Vas a seguir ocultándome cosas?  

Intenté retroceder, pero su mano me lo impidió.  

—No es algo de lo que quiera hablar ahora, así de simple. Respeta mi privacidad y mi decisión, y no quieras ir por encima de ella.  

—Qué mucho te duró ese amor y esa confianza que decías tenerme.  

Lo atraje hacia mí, agarrándolo por la nuca y descansando mi frente contra la suya.  

—Mírame a los ojos, idiota. ¿Eres capaz de repetirlo?  

Alzó la cabeza lentamente, su mirada oscura encontrándose con la mía. Sentí su respiración chocando contra mis labios, tan cálida y errática. 

—Te amo, aunque te empeñes en creer lo contrario. No tienes ni puta idea de la falta que me han hecho, tú y nuestros hijos.  

Abrió la boca, quizá para responder, pero no le di la oportunidad.  

—No puedo ni quiero callarlo más—mis manos subieron hasta su rostro, obligándolo a mantener su mirada en la mía—. Te lo seguiré repitiendo hasta que te lo grabes.  

No esperé su permiso. Me incliné hacia él y lo besé, con urgencia, con necesidad, derramando todo lo que había reprimido durante tanto tiempo en ese contacto. Sentí cómo su cuerpo se tensaba bajo mis manos, cómo sus labios al principio permanecieron inmóviles, pero no me detuve.  

—Te amo—susurré contra sus labios, besándolo de nuevo antes de que pudiera responder—. Te amo.  

Entre cada beso, repetía esas palabras como un mantra, como si con cada una pudiera borrar todo el daño, todo el dolor que le había causado. Mis manos se aferraron a su camisa, tirando de él hacia mí, mientras sentía cómo sus barreras comenzaban a caer. 

Su mano subió hasta enredarse en mi cabello, tirando suavemente para alzar mi rostro hacia el suyo mientras el beso se profundizaba. Su lengua encontró la mía y una electricidad recorrió todo mi cuerpo. Extrañaba esto; sus besos, sus caricias, su calor. 

Su otra mano se deslizó hasta mi cintura, acercándome más a él, como si quisiera eliminar cualquier espacio que quedara entre nosotros. 

No quería que terminara, porque en ese momento, en sus brazos, todo parecía volver a encajar, todo comenzaba a cobrar sentido. 

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