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CAPÍTULO CIENTO TREINTA Y SEIS: DARIÉN

DARIÉN 

Había intentado llamar a mi jefe varias veces, pero no hubo respuesta. Cada tono que escuchaba sin que contestara aumentaba mi frustración y preocupación. Me pasé la mano por el cabello, mirando de nuevo por los binoculares hacia el apartamento de Rhea.  

La luz del baño seguía encendida, pero no había visto ningún movimiento desde que la dejé en la bañera. ¿Fue un error haberme ido y dejarla en esas condiciones? 

El cielo comenzaba a aclararse, y yo seguía despierto, con los ojos clavados en esas ventanas. Había pasado la noche en vela, cada vez más inquieto con la idea de que algo pudiera haberle pasado. ¿Y si perdió el conocimiento? ¿Y si no podía pedir ayuda?  

Finalmente, no pude más. Maldita sea, Jedik, ¿dónde estás cuando se te necesita? Agarré la copia de la llave y me dirigí a su apartamento.

Cuando llegué, toqué la puerta del baño varias veces, primero con suavidad y luego con más insistencia.  

—¿Rhea? ¿Estás bien? ¿Puedo entrar?  

No hubo respuesta. Repetí la pregunta, anunciándole que iba a entrar si no decía nada. El silencio era absoluto.  

—Voy a pasar—le avisé, girando la llave y abriendo la puerta.  

Todo lo que se oía era el sonido del agua corriendo. Rhea estaba en el suelo de la bañera, inconsciente, empapada, justo donde la dejé. El agua de la ducha seguía corriendo, formando pequeños charcos a su alrededor. Me apresuré a cerrar la llave y tomé una toalla, cubriéndola mientras revisaba su pulso. Su piel estaba helada, y temblaba ligeramente.  

—Mierda… 

Pensé en buscar ayuda, en llamar a alguna vecina que pudiera encargarse, pero no había tiempo para eso. Su estado no podía esperar. Me agaché y la levanté en brazos, con cuidado de no agravar su estado.  

La llevé hasta su cama y la deposité con cuidado. Pensé por un momento en qué hacer. No podía dejarla con esa ropa mojada; era peligroso para su salud. Pero tampoco podía simplemente quitarle la ropa, no sin que fuera inapropiado.  

Me decidí por un compromiso. Tomé una sábana seca y cubrí su cuerpo, asegurándome de no mirar debajo. Con cuidado, deslicé la ropa mojada fuera de su cuerpo, trabajando rápido para que no estuviera expuesta más de lo necesario.  

Cuando terminé, la envolví con la sábana y la cubrí con todas las mantas que encontré. No sabía mucho sobre el efecto del celo en una hembra, pero al menos podía intentar mantener su cuerpo caliente.  

Me senté en el suelo al lado de la cama, con la espalda apoyada contra la pared. No iba a moverme de aquí hasta que despertara. Jedik iba a matarme por esto, pero al menos podría decirle que hice lo correcto. O eso esperaba… 

Había intentado todo lo que se me ocurría para hacerle reaccionar, pero nada funcionaba. Me levanté del suelo, donde había estado sentado a su lado, y caminé hasta la cocina. Mi mente trabajaba a toda velocidad, buscando alguna solución, cualquier cosa que pudiera funcionar. Sabía que en su estado, el olfato podría ser la clave. Tal vez un estímulo fuerte podría ayudarla a reaccionar, a estabilizarse. 

Abrí la nevera y revisé los estantes. Nada. Carne cruda y congelada, un par de vegetales marchitos, y restos de una comida que probablemente llevaba días ahí. Ninguno de esos olores era lo suficientemente intenso. 

Me dirigí a las alacenas, revolviendo paquetes y latas. Café, especias, harinas… nada que pudiera servir. Todo era demasiado débil o inadecuado.

Salí hacia el supermercado más cercano. Por el camino, iba repasando mentalmente qué podía buscar. Algo fuerte, natural, que pudiera despertar sus sentidos sin empeorar la situación. Una mezcla que tuviera sentido para lo que ella era, para lo que llevaba en su sangre.

Una vez dentro del supermercado, recorrí los pasillos con rapidez. Me detuve en la sección de hierbas y especias, tomando jengibre fresco, raíz de cúrcuma, y romero. Su olor era penetrante y natural, algo que podría llamar su atención. También añadí un par de frutas con aromas fuertes, como mangos y piñas.

Luego, pasé a la carnicería. Pedí cortes frescos, especialmente hígado, cuyo olor era particularmente fuerte. Era arriesgado, pero podría funcionar.

Cuando pagué y salí, mi mente ya estaba trabajando en cómo prepararlo todo. Necesitaba hacer algo que no solo oliera, sino que también tuviera un impacto inmediato. Tal vez un caldo concentrado con las hierbas y el hígado.

Coloqué las hierbas sobre la mesa y comencé a picarlas con rapidez, el aroma fresco del jengibre y el romero llenando el aire. Corté el hígado en trozos pequeños, cada rebanada liberando un olor fuerte que, por un momento, me hizo dudar. ¿Y si el olor no era lo que ella necesitaba? ¿Y si empeoraba las cosas? Pero no había tiempo para inseguridades.

Puse todo en una olla grande y la llené con agua, dejando que los ingredientes se infusionaran lentamente. El calor de la estufa comenzó a llenar la cocina, y el caldo empezó a hervir, creando un aroma potente. 

El reloj en la pared marcaba el paso del tiempo con una lentitud exasperante, pero seguí concentrado en la cocina, revolviendo el caldo. Necesitaba que todo estuviera perfecto, que la mezcla fuera lo suficientemente intensa como para que su cuerpo respondiera. El aroma a carne y especias se intensificaba, y me aseguré de que el caldo fuera lo suficientemente concentrado, algo que pudiera atravesar el aire y, con suerte, llegar hasta ella.

Mientras vertía el caldo en el tazón, escuché unos pasos suaves detrás de mí. Me giré instintivamente, y ahí la vi. No llevaba más que una sábana arrastrada por sus pies, la tela deslizándose por las losas lentamente mientras se acercaba. Su cabello, aún mojado, caía desordenado por sus hombros.

Pero lo que realmente me paralizó fue su mirada, aquellos labios entreabiertos que dejaban ver algo que no había notado antes; su lengua. No era como cualquier otra lengua, tenía una forma peculiar, alargada, delgada, como la de un murciélago, y se asomaba por sus labios con una lentitud que me hizo tragar saliva. Era una lengua extrañamente seductora, que parecía anticipar cada palabra, cada movimiento, como si buscara algo más. No pude evitar fijarme, la mirada me traicionó, recorriendo su cuerpo de arriba abajo.

Era imposible no notar las curvas de su figura, perfectas en cada ángulo. Su piel lucía tan suave como la seda, un tono tan natural que parecía sacada de un sueño. Caderas anchas, piernas largas y muslos anchos.

Por mi mente se cruzó la advertencia de Hadis antes de irse. Debía mantenerme alejado de ella. Pero ahí estaba, justo frente a mí, el primer cuerpo femenino que veía en toda su desnudez, y no pude evitar la reacción.

Mis ojos se mantuvieron fijos en su cuerpo, luchando por concentrarme. Mi garganta se secó al ver la forma en que su piel resplandecía, al ver la perfección de cada detalle. 

—¿Te gusta lo que ves? ¿Lo quieres?

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