CAPÍTULO CIENTO TREINTA Y DOS: RHEA MARCONE
Rhea Marcone
La ausencia de Killian era como un puñal enterrado en mi pecho, uno que dolía cada vez más con el paso del tiempo. No podía olvidar su rostro, sus palabras, ni la forma en que siempre parecía buscar algo que yo nunca le pude dar. Solo amó a mi madre, ya lo sabía. Pero eso no hacía que su pérdida doliera menos.
Por las noches, cuando el silencio se volvía insoportable, abría la ventana de mi habitación. Me quedaba ahí, esperando, como una tonta, que él volviera a colarse como solía hacerlo. No importaba cuántas veces me repitiera que era inútil, que nunca volvería; mis manos siempre acababan empujando el vidrio, mis ojos buscando entre la oscuridad de la noche. Pero la habitación seguía vacía, igual que yo.
El bebé… Mi bebé. Ni siquiera tuve tiempo de sentirlo crecer dentro de mí antes de que todo se desmoronara. En mi mente, ya había planeado cómo sería su vida. No cometería los mismos errores que mis padres. No lo dejaría crecer en una casa llena de secretos y mentiras. Le daría algo real, algo que nunca tuve; calidez, amor, una familia que lo protegiera.
Pero nada de eso importaba ahora. Ese futuro que soñé murió junto con él. Lo siento como un vacío dentro de mí, uno que ninguna actividad, ninguna conversación ni ninguna distracción puede llenar. He intentado salir, rodearme de personas, explorar lugares nuevos, pero todo se siente tan distante, tan ajeno. Como si el mundo hubiera perdido su color y yo estuviera atrapada en una eterna escala de grises.
Respecto a mis padres… No quiero regresar a esa casa. A ese lugar que lo fue todo menos un hogar. Ellos no son mis padres. Siempre me pregunté por qué vivíamos rodeados de tanto lujo, tantos guardias, encerrados como aves, con tantos secretos. Y cuando comencé a escuchar los rumores, todo encajó. Sé quién es mi padre, aunque jamás lo he mencionado en voz alta. Todos dicen que es peligroso, y claro que lo es. Basta mirarlo para saberlo. Pero mi madre no se queda atrás. Ambos son tal para cual.
Me pregunto si alguna vez pensaron en nosotros como algo más que peones en sus juegos. La respuesta parece obvia; no. Lo supe el día que le dieron la espalda a Killian, cuando él más los necesitaba. Ese día dejaron de ser mis padres.
Mis hermanos… Ellos siguen bajo su influencia. Se dejan manipular tan fácilmente, como si estuvieran cegados por algo que yo no puedo entender. Pero no pienso quedarme de brazos cruzados. Haré que vean la verdad, que comprendan que seguir a esos dos solo traerá más desgracias. No dejaré que destruyan lo poco que nos queda.
El problema es que, aunque intente llenar mi vacío con planes de venganza o justicia, nada cambia el hecho de que me siento rota. Rota por Killian, por mi bebé, por lo que pude haber sido si hubiera escapado antes. Ahora todo era demasiado tarde. Demasiado tarde para mí, pero tal vez no para ellos.
El olor a cigarrillo fue lo primero que me alertó. Lo había sentido antes, más de una vez, y siempre en los momentos en los que quería creer que estaba sola. Sabía que no me equivocaba; él estaba allí, siguiéndome como siempre.
Caminaba de regreso a mi apartamento después de pasar por la farmacia, pero en lugar de ir por el camino habitual, decidí tomar el atajo del callejón. Mis intenciones eran claras; emboscarlo. Si él creía que podía mantenerme bajo vigilancia sin consecuencias, estaba a punto de llevarse una sorpresa.
Sin embargo, mis planes se fueron al demonio en cuanto su voz rompió el silencio.
—Es peligroso para una niña andar sola por callejones a estas horas de la noche—su tono era grave, desprovisto de preocupación genuina—. Hay muchos hombres que darían lo que fuera por cazar a una mujer bonita, ¿sabes? —hizo una pausa que me hizo tensarme—. Luego, cuando tienen oportunidad, las descuartizan. Guardan las partes en bolsas negras y las arrojan a contenedores como ese de la esquina.
La imagen que evocaron sus palabras fue tan gráfica que un escalofrío recorrió mi cuerpo.
Me detuve en seco, girándome hacia él con los puños apretados y llevándome la bolsa de la compra al antebrazo. Su silueta se hacía cada vez más clara bajo la poca luz que se apreciaba en el callejón. Llevaba la mano en el bolsillo y un cigarrillo encendido en la otra, caminando con suma paciencia.
—¿Cuánto te está pagando mi papá? Es evidente que él te mandó—le solté, sin molestarme en ocultar mi enojo—. ¿No tienes nada mejor que hacer? ¿Crees que no me doy cuenta de que llevas meses siguiéndome?
Dejó caer el cigarrillo al suelo, aplastándolo con la suela de su zapato. Luego, levantó la vista hacia mí, sus ojos verdes cruzándose con los míos.
—¿Cuánto quieres para que me dejes en paz? —solté, impaciente.
Su sonrisa fue lo suficientemente irritante y arrogante como para que me mordiera la lengua para no decir algo que luego podría lamentar.
—¿Cuánto estás dispuesta a ofrecerme? —se encogió de hombros, como si la situación le resultara aburrida, y luego habló con un tono ligeramente encolerizado—. Cualquier cosa sería más divertido que vigilar a una mocosa aburrida como tú.
No se trataba solo de sus palabras, sino de la manera en que las decía, como si yo no fuera más que un inconveniente menor en su noche.
—¿Aburrida? Entonces, ¿por qué no buscas algo más entretenido que arrastrarte detrás de mí como un perro faldero?
La idea de enfrentarlo no me intimidaba en lo absoluto, pero tenía que pensar con cuidado. Él trabajaba para mi padre, y eso significaba que tenía recursos y, probablemente, habilidades que yo no conocía. Sin embargo, lo único que quería en ese momento era mi libertad, y haría lo que fuera para obtenerla, incluso si eso significaba enfrentarme a este sujeto.
Sus ojos verdes, profundos como dos aceitunas maduras, me escudriñaron de arriba abajo. Era la primera vez que lo tenía tan cerca, lo suficiente para notar detalles que antes me habían pasado desapercibidos. La estatura alta y la contextura ancha lo hacían parecer imponente, casi intimidante. La chaqueta de cuero negra que llevaba parecía una extensión de su piel, dándole aires de hombre rebelde y caprichoso.
—Solo cumplo con lo que se me ordenó.
—Las órdenes de mi padre, ¿no? ¿Qué te pidió exactamente? ¿Que me siguieras día y noche? ¿Que no me quitaras los ojos de encima ni para respirar? Mira, sé que eres el perro leal de mi padre y todo eso, pero vamos a ser realistas—di un paso hacia él, acortando la distancia entre nosotros—. ¿Qué crees que vas a conseguir siguiéndome? ¿Qué espera que haga? ¿Que regrese a ese infierno?
Me sostuvo la mirada, pero su expresión no cambió.
—¿Y si no fue tu padre quién precisamente me envió aquí?
Me congelé por unos instantes, mis pensamientos se aglomeraron en mi cabeza.
—¿Qué estás diciendo?
—¿Qué harías si te dijera que no estoy aquí por las razones que crees, ni mucho menos por órdenes de tu mediocre padre? ¿Vas a huir ahora? Aún estás a tiempo de gritar y entretenerme un poco.
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