CAPÍTULO CIENTO TREINTA Y CUATRO: RHEA MARCONE
Vi por detrás de Hadis a una silueta de un hombre al final del pasillo. Su cabello castaño claro estaba recogido, aunque algunos mechones le caían despreocupadamente hasta los hombros. Llevaba un gabán negro, con pantalones a juego, casi como si estuviera emulando el estilo de mi padre. Mis ojos recorrieron cada detalle mientras mi mente intentaba comprender cómo demonios había llegado ahí. Si venía del pasillo, eso significaba que ya estaba dentro del apartamento cuando Hadis y yo entramos.
—No lo creo—su voz cortó el aire, interrumpiendo la presentación de Hadis.
Hadis levantó la mirada hacia él, enderezándose. Su expresión cambió, aunque trató de ocultarlo al guardar la cadena dentro de su camisa. Yo, por mi parte, seguía sintiendo ese calor abrasador que se extendía por todo mi cuerpo, mezclado con un temblor en las extremidades que me hacía sentir fuera de control.
El hombre se acercó a mí, ignorando por completo a Hadis, hasta quedar lo suficientemente cerca como para que pudiera oler el aroma agradable de algún perfume caro.
—Por lo visto, no te enseñaron a tratar a una mujer—dijo mientras ponía sus manos con firmeza, pero sin brusquedad, en mis brazos—. Toma asiento.
Mi cuerpo, incapaz de resistir más, se dejó caer en el sofá. Pero antes de hacerlo, saqué el cuchillo que había guardado en mi pantalón y lo dejé caer sobre la mesa del centro. Quería que ambos supieran que, aunque me sintiera débil, no estaba completamente indefensa.
—Te aconsejo que te marches. No me obligues a hacer algo desagradable delante de ella.
Hadis soltó una carcajada, cargada de desdén.
—Admiro tu intento de ganar puntos con ella. Pero si vas a asumir esa falsa actitud de caballero, al menos comienza por decirle por parte de quién vienes. Dejemos que sea ella quien decida si aceptará la ayuda que envió su padre.
Sus palabras me hicieron sentir como si el suelo se abriera bajo mis pies. Mi padre. ¿Era cierto? Entonces, ¿era este hombre el que había enviado mi papá a seguirme?
El calor seguía recorriendo mi cuerpo, cada vez más intenso, mientras la conversación entre ambos se tornaba un duelo de voluntades. Intenté mantener la compostura, pero mi respiración era pesada y mi piel ardía como si estuviera al borde de un colapso. No podía dejar de jadear.
—¿Qué le hiciste?
—Nada. No la he tocado—Hadis alzó las manos como si eso bastara para defenderse.
—Su cadena... —logré murmurar entre jadeos, mi atención fija en el objeto que aún colgaba bajo su camisa.
El hombre lo entendió de inmediato.
—Quítatela —le ordenó.
Hadis se cruzó de brazos, con una sonrisa ladeada.
—Créeme, no querrás hacer eso. Y ella tampoco.
—Te lo advertí. Quítatela.
—Y si lo hago, ¿te harás cargo de lo que le haga a tu protegida? Por si no lo habías notado, está con los primeros síntomas del celo. En cualquier momento saltará sobre alguno de los dos. Si me quito esta cadena, las probabilidades de que sea el elegido serían muy altas. ¿Todavía quieres que me la quite?
—¿Qué buscabas hacerle?
—Solo fue un pequeño experimento. Nada más. Mi consejo es que ambos salgamos de aquí, ahora que estamos a tiempo, antes de que nos corten la cabeza a los dos.
Hadis se dio la espalda, y ese extraño se giró hacia mí.
—¿Puedes caminar? Me iré tan pronto te lleve al baño. Allí podrás ponerte cómoda y enfriar un poco tu cuerpo.
Me puse de pie, pero mis piernas apenas respondían.
—¿Puedo? —me ofreció llevarme, pero Hadis chasqueó la lengua.
—Ella puede caminar sola.
—Esto es tu culpa. Buscabas aprovecharte de ella.
—Por favor, ¿quién querría aprovecharse de una niña tan inmadura y caprichosa como esa?
Mis piernas parecían gelatina. Las sentía tan inestables. No quería separarlas, era una sensación extraña, como si mis piernas fueran un imán que se resistía a ser dividido.
Me levantó en sus brazos con suma facilidad, como si fuera un peso muerto.
—¿Qué estás haciendo? —logré formular.
Él no respondió. Caminó con decisión hacia el baño, ignorando las miradas inquisitivas de Hadis. Me depositó con cuidado en el suelo de la bañera y retrocedió dos pasos.
—Quédate con la ropa. Al menos mientras nos retiramos. Puedes bañarte con agua fría. Seguro te hará sentir mejor. Y por hoy, no salgas. Tampoco vuelvas a traer a ese sujeto aquí. No es de fiar.
—¿Y tú sí eres de fiar? —Hadis se asomó, con el celular en mano—. Qué ternura. Hasta lucen como una pareja de recién casados. Tu la soga y ella la cabrita—se carcajeó.
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