CAPÍTULO CIENTO SEIS: BENJAMÍN CHAUCER
Benjamín Chaucer
En lugar de detenerla y apartarla, me había dejado llevar. Guié mi mano hacia su cuello y, en ese instante, era incapaz de detenerme. Mi mano recorría su piel, bajaba suavemente por el centro de su pecho y, con el dorso de los dedos, la acariciaba, sintiendo su suavidad, su calidez. Había una parte de mí que quería deleitarse, que ansiaba probar su dulzura.
Me desperté de golpe, con el cuerpo bañado en sudor y el corazón latiendo de una manera que no tenía nada de tranquila. Me senté en la cama, pasándome una mano por la frente. ¿Qué diablos estaba ocurriendo conmigo? Las imágenes de ese sueño, tan vívidas, aún quemaban en mi mente, y la vergüenza que sentía por ellas era como una oleada de fuego subiéndome por el cuello.
Todo había comenzado con aquella conversación que tuvimos en la tarde. Naia, con esa manera suya de mirarme, había desatado en mí algo que ni siquiera sabía que podía existir. Sus palabras, tan inocentes y a la vez tan directas, me habían atrapado en una incomodidad que nunca había experimentado.
¿Por qué me decía algo así, con esa voz suave y esa mirada fija? Era atrevida, como su padre, y quizá fue esa franqueza la que me hizo olvidar por un momento la distancia que debía mantener. Pero esto... esto había sido demasiado.
Apreté la mandíbula y me pasé una mano por el rostro, tratando de apartar esas imágenes que aún titilaban en mi mente. Naia no era solo una joven cualquiera. Había sido yo quien la cargó por primera vez cuando nació, quien la vio dar sus primeros pasos, quien había cuidado de ella en cada etapa. Era como una nieta para mí. ¿Cómo había permitido que esa conversación afectara de tal manera mis pensamientos?
Intenté acomodarme de nuevo en la cama, convencido de que solo necesitaba cerrar los ojos y borrar ese sueño. Pero no había manera. Esa imagen de sus ojos grandes, de sus palabras pidiéndome que le enseñara... me quemaba la conciencia y me ataba de tal forma que era imposible no pensar en ello.
Necesitaba aire, necesitaba apartarme de ese pensamiento retorcido. Quizá, solo quizá, todo esto era producto del encierro. A mí también me estaba afectando.
Me levanté de la cama, con la intención de despejarme, de buscar un poco de calma. Quizá solo necesitaba tomarme unos días lejos de todo esto, unos días en los que pudiera dejar atrás el encierro y pensar con claridad. Tal vez eso era lo que hacía falta.
Caminé hacia la cocina con paso lento, aún sumido en mis pensamientos. Cuando llegué, la figura de Jedik, sentado en la mesa con una taza de té entre las manos, me sorprendió.
—¿Tampoco puedes dormir? —me preguntó, mirándome de reojo.
Negué con la cabeza y me senté frente a él. Al ver su semblante preocupado y cansado, supe que yo no era el único que estaba enfrentando un insomnio tortuoso.
—Han sido días pesados—respondí.
—Me despierto todas las noches teniendo pesadillas con... bueno, con esa cosa. Antes me distraía cuidando de los niños, dándoles atención en todo momento, pero ahora no requieren tanto de mí. Cada uno tiene su propia habitación, sus propios espacios. Y sé que es lo correcto, que no deberían depender tanto de mí, por si algún día falto... —vaciló, su mirada cayendo sobre la taza—. Pero joder, doctor, extraño esa etapa, cuando aún los tenía cerca, cuando dependían de mí para todo.
—Es completamente normal sentirse así—le dije, apoyando las manos sobre la mesa para transmitirle algo de seguridad—. Como padre, estás haciendo lo correcto. Darles espacio y privacidad les permite desarrollarse a su ritmo, aprender a ser autónomos. Pero también es natural que extrañes esos momentos en los que dependían de ti. Son etapas. Y aunque duela, es la forma en que ellos encuentran su propio camino.
Mientras lo miraba, algo en mi pecho se retorció. Sabía que tenía razón en lo que le decía; después de todo, era lo que él debía hacer como padre. Sin embargo, no podía evitar que la culpa me invadiera.
La culpa… por esa pesadilla, por ese sueño enfermizo que había tenido con su hija. No había hecho nada malo, pero el simple hecho de haber soñado con Naia de esa manera me hacía sentir sucio, como si lo hubiera traicionado sin que él siquiera lo supiera.
Apreté los puños debajo de la mesa, tensando la mandíbula al recordar el tono en su voz, su fragilidad en aquella charla. Podía imaginarme lo que sentiría si supiera que su pequeña, su Naia, había desatado pensamientos que yo no debería tener jamás. Naia solo estaba confundida; era joven, había crecido sin rodearse de nadie más, sin interactuar con hombres de su edad. Era comprensible que yo fuera el único punto de referencia en su vida. Eso era todo. Todo estaba en su cabeza, en su curiosidad, en su inocencia. Pero... ¿y si esto continuaba?
Miré a Jedik, que aún mantenía la mirada fija en su taza, sumido en sus propias preocupaciones. ¿Cómo podría enfrentarme a él si las cosas tomaban un rumbo que ni siquiera me atrevía a imaginar? No podía ceder ante la tentación, no podía dejarme arrastrar por la inocencia de esa niña. Porque eso era lo que era: una niña. Y si alguna vez cedía, si alguna vez permitía que esa línea se rompiera, nunca podría perdonármelo. Ni yo, ni él.
—Mira, Jedik—comencé, con la voz temblorosa—, te diré algo que tal vez no te agrade, y no es la primera vez que te hablo al respecto, pero creo que ya va siendo hora de que tus hijos… salgan al mundo exterior, que tengan experiencias más allá de estas cuatro paredes. Que conozcan a jóvenes de su edad, se rodeen de personas fuera de aquí. Sé que el mundo es un lugar peligroso, pero necesitan amigos, incluso enemistades. Necesitan sentirse atraídos hacia otros, enamorarse… No podemos pretender que no tienen esas inquietudes. Si no les das la oportunidad de explorar esas partes de la vida, temo que terminen... perdiéndose.
Me miró en silencio, sus ojos fijos en los míos, evaluándome. Me sentí expuesto, casi como si pudiera ver más allá de mis palabras, como si supiera que había algo que yo no estaba diciendo.
—¿Pasó algo? —preguntó, con una nota de sospecha en su tono—. ¿Hay algo que me estés ocultando?
Mis manos empezaron a sudar, y el nudo en mi garganta se hizo más grande. Respiré hondo, sabiendo que el momento había llegado. Debía decírselo.
—Está bien… sí, pasó algo—admití, incapaz de sostener su mirada—. He notado que Naia ha estado actuando… raro conmigo últimamente. Hoy, ella… insinuó algo. Algo indebido. Algo que no debería ni siquiera pensar. Por eso te aconsejo que todavía estás a tiempo de intervenir, de guiarla. La inocencia de tu hija es peligrosa, y es evidente que está buscando respuestas.
Para mi sorpresa, no se mostró alarmado. En su lugar, dejó escapar una carcajada que resonó en la cocina, una risa profunda y sincera que me dejó atónito. Era como si encontrara toda la situación increíblemente divertida.
—¡Hija mía tenía que ser! —dijo entre risas—. Dime, doc. ¿La ayudaste?
—¡Jamás! —respondí de inmediato, sacudiendo la cabeza con fuerza—. Nunca haría algo así. Es tu hija, por el amor de Dios.
—¿Por qué no? Si ella te pidió ayuda, es porque la necesita. Sabes, como padre, estos temas son difíciles. Ya lo fue con Cassian, y eso que él es hombre. No quiero imaginar lo incómodo que sería tener que tener esta conversación con mis dos hijas. No tengo siquiera idea de cómo sacar el tema. Mi cerebro hace un corto circuito. Tú podrías aconsejarla y enseñarle mejor de lo que podría hacerlo yo.
—¿Has perdido la cabeza? Naia es tu hija. Y para mí, es casi como una nieta. Jamás haría algo así. ¡Es una locura!
Suspiró, apoyándose en el respaldo de la silla y cruzando los brazos.
—Ella no es tu nieta. Y no estoy diciendo que te estoy entregando a mi hija, sobre mi cadáver permitiría algo así. Pero si ella te ve como una figura de confianza, lo menos que puedes hacer es ayudarla, orientarla. Cassian tiene alguien que lo ayuda en ese sentido. ¿Por qué mis hijas no deberían tener lo mismo? Prefiero que seas tú quien les brinde esa guía, antes que un cualquiera de ahí afuera que podría aprovecharse de ellas.
—Eres un padre alcahueta. No sabes lo que estás diciendo. ¿Acaso quieres que tu mujer me mate?
Entendía sus razones, pero aun así, no podía aceptar algo tan… peligroso. No podía, no sin perder el poco respeto que tenía por mí mismo.
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