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CAPÍTULO CIENTO ONCE: IRENE MATTHEWS

—Suéltalo, Kael —ordené, apuntando con la barbilla hacia William, quien seguía atrapado entre los brazos de mi hijo.

Kael rodó los ojos, claramente irritado, pero finalmente dejó que William se liberara. Este no perdió un segundo; se disculpó una y otra vez, tartamudeando en su nerviosismo antes de salir disparado por la puerta, dejando un silencio pesado en la habitación.

—¿Por qué nos interrumpieron? —preguntó, volviéndose hacia nosotros con una mueca molesta—. Estábamos en la mejor parte.

Me llevé una mano a la sien, intentando contener la explosión que se avecinaba dentro de mí. Volteé hacia Jedik, apuntándolo con el dedo, la frustración saliendo a borbotones.

—¿Por qué todos nuestros hijos tuvieron que salir a ti?

Jedik me miró sorprendido, sus cejas arqueadas como si no tuviera la menor idea de a qué me refería.

—¿Y por qué cogo yo la descarga? 

—¡Cassian con Melanie! —conté, enumerando con los dedos—. Rhea, sabrá Dios con quién se ha liado, y ahora Kael con el jodido chófer, ¿en serio? La única inteligente y recatada ha resultado ser Naia.

Frunció el ceño, como si no entendiera por qué me molestaba tanto el asunto. Y luego, para colmo, hizo un gesto de desaprobación, algo que no tardé en notar. 

—¿Por qué haces esa cara? —lo enfrenté, cruzándome de brazos, esperando una respuesta.

Él sonrió, enarcando las cejas con su aire despreocupado, como si no entendiera por qué yo hacía un escándalo de todo esto.

—Fierecilla, intenta abrir un poco la mente, ¿quieres? —dijo, apoyándose contra el marco de la puerta—. Veamos el lado positivo de las cosas. Si está con un hombre, no hay barriga de la que preocuparse.

—Con la mala suerte que tenemos, no pongo en duda que lo haga—bufé, sintiendo cómo mi paciencia se desgastaba rápidamente.

Soltó una risa baja, negando con la cabeza, como si yo estuviera exagerando.

—Por supuesto. Son mis hijos, después de todo. Pero no sales más las cosas.

—¿Piensas patrocinar también esto? —repliqué, clavándole la mirada.

—Mi reina, son jóvenes. Necesitan un poco de adrenalina.

—Por eso es que están así —le solté, sin poder contener mi disgusto—. Por patrocinar todo lo que hacen.

Me miraba divertido, como si yo fuera la única que no comprendía. Pero en mi interior sabía que esa relajación de su parte era lo que los alentaba a actuar sin consecuencias, a lanzarse al abismo de sus caprichos sin miedo a las repercusiones.

—Tú… no te quiero volver a ver cerca del chófer. 

—¿Por qué? No estábamos haciendo nada malo, mamá. 

—No me hagas repetirlo. 

Salí del cuarto encolerizada. 

—No puedes prohibirle algo así, los dos lo sabemos. Solo conseguiremos que lo hagan a nuestras espaldas o que no sientan la confianza de decirnos las cosas. Pasamos por esa edad. Sabes lo difícil que es controlar las hormonas. 

—Tú eras un petardo que se acostaba con todas. Más fácil que la tabla del cero. 

—Pareciera que te levantaste con ganas de discutir conmigo hoy—dijo, como si estuviera encantado con la idea.

Antes de que pudiera dar otro paso, sentí sus brazos rodeándome. Con un movimiento rápido, me levantó, y aunque intenté resistirme, me llevó hacia nuestra habitación, ignorando mis protestas. Lo fulminé con la mirada mientras él, sin inmutarse, me acribilló contra la pared.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le solté, intentando apartarlo.

Pero él ya estaba ahí, con su boca sobre la mía, arrebatándome el aliento. Besándome con una fuerza que hizo que mis palabras se disiparan entre sus labios. Era tan exasperante como imposible de resistir. Sentí su mano enredándose en mi cabello, mientras el calor de su cuerpo me envolvía y, contra mi voluntad, mi rabia comenzaba a diluirse.

—Esto es trampa—murmuré, entre jadeos, sintiendo cómo él disfrutaba de cada segundo de mi rendición forzada.

—Tú también eres insoportable, fiera—dijo contra mi cuello, su voz ronca, llenándome de deseo—. Pero no me quejo. Ya encontré el método más útil e infalible de domar a esta bestia. Unos buenos azotes de coño y una descarga monumental en el culo. 

—¿Y crees que esa es la solución a todos nuestros problemas?

—Sí. ¿Vas a decir que no? No te veo muy dispuesta a impedirlo o demostrar lo contrario. 

Maldito bastardo… como odio no odiarlo. 

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