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CAPÍTULO CIENTO DOCE: BENJAMÍN CHAUCER

Benjamín Chaucer 

Un calor que no sentía desde hacía años me recorrió. No me permitía estas distracciones, y menos con ella. Mantuve el rostro impasible, pero su voz y el brillo en sus ojos me estaban poniendo a prueba.

Respiré profundamente, tratando de calmarme. Ella no tenía idea de lo que estaba diciendo. Solo era una muchacha, sin experiencia real en la vida. Se merecía un futuro, alguien de su edad, alguien que le diera una vida plena, que le hiciera descubrir con calma lo que significa la intimidad, no alguien que respondiera a un impulso de una manera que no tenía vuelta atrás. Sin embargo, ella no parecía querer apartarse; al contrario, se inclinó, acortando la distancia, sus manos viajaron lentamente hasta alcanzar las mías sobre el escritorio.

No podía permitirme esto. Era el adulto en la situación, el que debía tomar el control, el que debía ponerle freno a cualquier intento de acercamiento. Pero sus dedos trazaron círculos suaves sobre los míos, y me di cuenta de lo mucho que extrañaba el contacto humano, desde que mi esposa falleció luego de dar a luz a mi hijo. Tantos años sin sentir esto, años en los que mi vida se había reducido a ser el médico dedicado, distante, únicamente concentrado en sus pacientes.

—Naia… No creo que esto sea apropiado. No tienes idea de lo que estás diciendo.

—Creo que sé perfectamente lo que estoy diciendo, doctor.

Mantuvo esa sonrisa traviesa, como si cada palabra que le dijera solo sirviera para animarla más. Antes de que pudiera reaccionar, se deslizó del escritorio y, en un solo movimiento, se sentó en mi regazo, cruzando las piernas de forma que quedaba completamente acomodada en mi silla, sobre mí. Sentí la calidez de su cuerpo al instante, y una tensión desconocida se instaló en mí. Quería apartarla, pero mis manos, que inicialmente se movieron para sujetarla y poner distancia, terminaron atrapadas, sosteniéndola casi sin darme cuenta.

—Naia... —repetí en un susurro, notando cómo se inclinaba hacia mí, hasta que nuestras miradas quedaron alineadas y sus labios a centímetros de los míos—. ¿Qué haces?

—Lo que debería haber hecho hace tiempo—dejó que sus manos viajaran suavemente por mis hombros, rozando apenas la tela de mi bata blanca.

Mi mente se debatía entre lo correcto y lo que mi cuerpo me pedía a gritos. La lógica me decía que me detuviera, que me levantara y le recordara que esto estaba completamente fuera de lugar. Pero había algo en su expresión, en su actitud segura y desafiante, que hacía tambalear mis principios. No era una niña perdida en sus emociones; al contrario, sabía exactamente lo que estaba haciendo. 

—No... —intenté decir, pero la voz se me quedó atrapada en la garganta.

Una de sus manos se deslizó por mi pecho, haciendo que mi respiración se volviera más pesada, más irregular. Intenté apartar la vista, pero ella sujetó mi barbilla y me obligó a mirarla.

—Dime, doctor, ¿siempre sigues todas las reglas? —me susurró, inclinándose un poco más, y me encontré incapaz de apartar la vista de sus carnosos y brillantes labios—. A veces, es más divertido romperlas. 

—Tú… eres demasiado joven—logré decir—. Mereces algo diferente, alguien que te valore y sea de tu edad… Yo no soy ese hombre.

—Entonces, mientras llegue ese supuesto indicado, permítame divertirme con el equivocado. 

Justo cuando estaba a punto de apartarla, sus labios rozaron los míos en un beso suave, tímido, lleno de esa curiosidad ingenua que solo puede venir de una primera vez.

Me paralicé, sintiendo cómo se aferraba a mi bata. Algo en su suavidad me hizo ceder, dejándome llevar solo por un instante, permitiéndome ser quien la guiara en ese primer paso. Era demasiado tarde para arrepentimientos. 

Respondí a su torpeza con ternura y paciencia, trazando una línea suave con mis labios, mostrándole cómo seguirme. Ella dudó al principio, pero pronto comenzó a imitar mis movimientos, y su respiración se mezcló con la mía, temblando bajo mi toque.

Mis dedos se deslizaron detrás de su nuca, sosteniéndola con cuidado, como si sostuviera algo frágil y precioso. Un suspiro escapó de sus hermosos labios, encendiendo algo en mí que había creído apagado. 

Todo era silencioso, como si el mundo entero se hubiera apagado a nuestro alrededor. Era su primer beso, y me propuse hacerlo memorable, algo que pudiera recordar con una sonrisa sin importar lo que el futuro le deparara.

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