CAPÍTULO CIENTO DIEZ: IRENE MATTHEWS
Irene Matthews
Fui al despacho de Jedik y lo encontré dando instrucciones por teléfono, hablando en ese tono autoritario que reservaba para sus subordinados. Me quedé en la puerta, apoyada en el marco, esperando pacientemente a que colgara. Tan pronto terminó, me acerqué al escritorio sin decir una palabra, y él se recostó hacia atrás en la silla, notando mi presencia.
Me subí al escritorio, dejando caer la mirada sobre él mientras cruzaba una pierna sobre la otra y acomodaba mi vestido. Quería toda su atención, y sabía cómo capturarla sin decir demasiado.
—Destilas fuego por esos ojos, mi fiera. ¿Qué hice? —me dijo, arrastrándose en su silla hacia mí, abriendo mis piernas y acercándose hasta quedar entre ellas, mirándome con esa sonrisa que me sacaba de quicio—. Me encanta cuando me sorprendes con estos vestidos. Aunque, a mi parecer, hoy has venido en son de guerra para torturarme con tu encanto.
—Supones bien. Deberías tener más cuidado con lo que dices. Tus hijos ya no son unos niños, y están en esa etapa de escuchar detrás de las paredes.
Su expresión cambió ligeramente, aunque no pareció entender de inmediato de qué le estaba hablando. Me besó suavemente las piernas, trazando un camino lento con sus labios que me hizo perder un poco el hilo de mis pensamientos.
—¿Sucedió algo? —hundió su nariz en mis bragas y enredé mis dedos en su cabello.
—Tu hija, Rhea, te escuchó hablando sobre Killian con el doctor. ¿Puedo saber por qué el nombre de ese inútil está en tu boca?
Levantó la cabeza y frunció el ceño.
—No he hablado de ese bastardo con el doctor.
—Me dijo que te escuchó hablando de él. Me preguntó si conocía a alguien con ese nombre. Me estuvo muy rara su pregunta.
—No he mencionado ese nombre—insistió—. ¿Te dijo algo más?
Asentí, tomando aire para tranquilizarme.
—Sí. Seguido a eso me preguntó si había alguna manera de saber cuándo alguien miente.
Bajó la mirada, como si tratara de juntar piezas en su cabeza.
—No quiero ni pensar que ha estado en contacto con ese bastardo.
La frialdad en su tono me hizo tensarme, y mi mente giró en posibilidades.
—¿En contacto con él? ¿Cómo? —exigí saber, intentando no mostrar demasiado mi desconcierto.
—No te enfades —me advirtió, con esa calma que usaba solo cuando estaba tratando de suavizar un golpe—. Y si lo vas a hacer, desquítate luego en la cama. ¿Estamos?
Me crucé de brazos, levantando una ceja en señal de que hablara de una vez.
—Anoche la oí hablando con alguien en su habitación. Me pareció oír la voz de un hombre, por eso entré sin tocar. La ventana estaba abierta y ella estaba cerca. Me asomé, pero no vi a nadie. Pensé que alguno de los guardias se había atrevido a invadir la habitación de nuestra hija. La mera idea me enfureció demasiado. Tengo el presentimiento de que se ha estado viendo con alguien.
—¿Estás insinuando que podría ser Killian? Es imposible. Ella ni lo conoce.
—No sé si es él, pero su curiosidad debe provenir de algún lado—replicó—. Está rebelde. Actúa como lo haría una adolescente que sabe que está haciendo algo indebido a las espaldas de sus padres. Está levantando muchas sospechas y banderas rojas.
—Hay que enfrentarla y preguntarle directamente—sugerí.
—Ese alguien está enamorando a nuestra hija.
—¿Por qué haces esa alegación? ¿Por qué te oyes tan seguro?
—Porque tuvimos una pequeña discusión anoche. Ella no me cree con derecho de prohibirle que esté con alguien.
—¿Qué se ha creído esa mocosa insolente? Me va a escuchar.
No iba a tolerar esa clase de desafío en mi propia casa, y mucho menos viniendo de mi propia hija.
Salí del despacho como una exhalación, decidida a enfrentar a mi hija y a dejar en claro que, en esta familia, la obediencia y el respeto no eran opcionales. Jedik, sorprendido, se apresuró a seguirme, tratando de alcanzarme mientras subía las escaleras a toda prisa. Fue entonces cuando un sonido nos detuvo de golpe.
Unos jadeos venían desde el otro lado del pasillo, exactamente desde la habitación de Kael. Nos miramos un segundo, perplejos, antes de avanzar sigilosamente hacia la puerta, atentos a cualquier otro sonido. Los jadeos se intensificaron, y, sin detenerme a tocar, empujé la puerta y entré, seguida de cerca por Jedik.
Kael tenía a William, el nuevo chófer, arrinconado contra la pared. La expresión de William era de susto, como si mi hijo lo hubiera estado intimidando, mientras Kael lo tenía completamente acorralado, sus manos agarrando el cuello de su camisa.
Jedik dejó escapar una risa baja y burlona, rompiendo el silencio incómodo que se había formado en la habitación.
—Vaya, vaya... —dijo, con una sonrisa de medio lado mientras observaba la escena—. Ya veo por qué andabas tan... perdido.
Kael se giró hacia nosotros, sin inmutarse, mientras tanto, William no parecía saber si debía correr o quedarse, completamente paralizado bajo el agarre de mi hijo y nuestra presencia.
—¿Te importa explicarnos qué demonios está pasando aquí?
—Solo estaba jugando. Este conejito se perdió, así que le iba a mostrar el camino de regreso.
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