CAPÍTULO CIENTO DIECINUEVE: BENJAMÍN CHAUCER
Me quedé en silencio un momento tras escuchar la información que me acababa de revelar, era como un golpe inesperado, y aún procesaba todo lo que implicaba.
—Está bien. Necesitas mantenerte tranquila—intenté que mi voz sonara serena, aunque por dentro, la preocupación se arremolinaba como una tormenta—. De ahora en adelante, enfócate en cuidar de ti misma y de tu bebé. No pienses en nada más. Yo me ocuparé de hablar con tus padres cuando tenga resultados concretos de tus análisis de sangre.
Le recomendé algunos cambios en su dieta, vitaminas prenatales que le ayudarían a fortalecer su cuerpo y, antes de que saliera, le aseguré que haría lo posible por manejar la situación y calmar los ánimos entre sus padres y Killian. Aunque, honestamente, sabía que enfrentar a Jedik e Irene en este tema sería una tarea titánica. Su resentimiento hacia Killian de por sí ya era intenso, y ahora, con la noticia del embarazo, todo se volvía aún más complicado.
Una vez que Rhea se marchó, me quedé en mi despacho redactando su informe. Los resultados iniciales no mostraban ninguna anormalidad; todos los valores estaban dentro de los parámetros normales para una mujer embarazada. Respiré un poco más tranquilo, sabiendo que, al menos, su salud no parecía comprometida de momento.
Mientras me enfocaba en escribir, escuché el sonido de unos pasos ligeros acercándose. Levanté la mirada y, para mi sorpresa, Naia entró en la habitación, con una sonrisa curiosa y un brillo travieso en los ojos. Quizás era por los días que llevaba sin verla, pero ciertamente se ve más radiante y hermosa que nunca.
—Doctor, se ve cansado—comentó con una sonrisa ladina—. ¿No pudo dormir bien durante sus vacaciones?
Fruncí el ceño, sin poder evitar una pequeña risa sarcástica.
—¿Vacaciones? No conozco lo que son vacaciones.
—Papá me dijo que te tomaste unas semanas de descanso.
—Con ustedes, los Marcone, no hay un minuto de descanso.
Esbozó una sonrisa juguetona y se sentó en el borde de mi escritorio, cruzando una pierna sobre la otra, desafiándome con una mirada que bien sabía cómo desconcentrarme. Podía sentir la presión en mi pecho mientras intentaba ignorar aquella cercanía que resultaba tan inapropiada como tentadora.
—¿Será porque me echaste de menos? —dijo, y me costó no rodar los ojos. Era como si no comprendiera la dificultad de la situación o, peor aún, como si le encantara exponerme a este tipo de incomodidades.
Suspiré, lamentando un poco el tener que admitir que, tal vez, la razón por la que me resultaba tan difícil evitarla no era del todo profesional.
—No digas esas cosas, Naia. Tus padres ya tienen demasiados problemas como para agregarles uno más.
Sonrió, como si nada de lo que le decía lograra desanimarla.
—Lo sé. Pero ¿qué puedo hacer? Te he extrañado mucho. Te fuiste sin avisarme siquiera, como si mi presencia te asfixiara y estuvieras huyendo. ¿Realmente no sientes nada por mí?
—Es… complicado—mis palabras salieron más en un susurro que en una afirmación clara. No apartó su mirada de mí, y eso solo aumentaba la presión que sentía por dentro. Sabía que, a pesar de lo que me esforzaba en hacerle entender, ella no desistiría tan fácilmente.
—Solo dígalo de frente. ¿Qué podría pasar? Que me rechaces no es una novedad para mí. Ahora bien, si es porque no sientes nada, lo entenderé; es más, lo asumiré y te dejaré tranquilo. Pero si tu excusa son mis padres, entonces lamento decirte que esa excusa no es válida.
Intenté mantener la calma, recordando que Naia no era una niña, pero tampoco alcanzaba a ver la magnitud de todo esto. Había mucho en juego, y no era solo por respeto a sus padres o por mantener mi profesionalismo, sino porque esto podría desatar algo más de lo que ambos podríamos manejar.
—Naia, estoy ocupado ahora con la situación de tu hermana. Sé un poco más comprensiva, ¿quieres?
Ella no se dejó amedrentar.
—Mi hermana está bien. Embarazada, pero bien. Mis padres y mis hermanos la están cuidando. Ya la evaluaste y salió de aquí hace unas horas. El caso es que no me agrada que uses cada pretexto para desviar el tema y esta conversación. Te jactas de ser el adulto y maduro entre los dos, el genio, el cerebrito, pero para esto de expresar sentimientos eres más retraído y torpe de lo que hubiera imaginado.
Una oleada de frustración me recorrió, aunque no podía realmente culparla. ¿Acaso era cierto que evitaba esto a propósito? Su mirada era penetrante, y no pude evitar recordar aquellos momentos de cercanía que habíamos tenido, aquellos besos compartidos que, aunque breves, habían dejado una marca difícil de superar.
—Me robaste mi primer beso… —continuó, con un tono que mezclaba reproche y una inesperada dulzura.
—¿Yo? Te recuerdo que fuiste tú quien dio el primer paso.
Una sonrisa ligera apareció en sus labios.
—Exacto… ahí te quería llevar. Y tú me correspondiste. No he dejado de pensar en esos besos. Has querido hacer ver que esto es un error, que estoy equivocada, que soy una joven indecisa que no sabe lo que realmente quiere y que se le pasará este capricho cuando esté en contacto con jóvenes de mi edad. Pero hoy solo pude confirmar que ninguno de esos jóvenes del exterior puede llamarme la atención o despertar este mismo sentimiento que me haces sentir tú.
Abrí la boca para decir algo, pero no me salieron las palabras. La fuerza de sus emociones me sorprendía, y, aunque no quisiera admitirlo, sentía cómo sus palabras me afectaban más de lo que podía reconocer.
—Llámame ignorante e inmadura si quieres, pero, a diferencia de ti, yo sí tengo claro lo que quiero y no dudaré en repetírtelo una y mil veces más hasta que te lo grabes.
Una vez más me dejó sin palabras. Por mucho que mis emociones quisieran tomar el control, debía recordar dónde estaba, quién era y el gran problema que este tipo de sentimientos podría causar. Intenté contenerme, sin saber hasta cuándo lograría resistir la tentación de corresponder a esa intensidad y sinceridad.
—Naia… esto no está bien—le dije, intentando apartar la mirada—. Tus padres han sufrido mucho, y no merecen llevar otra carga encima. No voy a arriesgar la paz de tu familia por algo que… —me detuve, sintiendo un nudo en la garganta—, algo que no debió ocurrir nunca.
Vi cómo su expresión cambiaba. Sus ojos se cristalizaron, y la sonrisa que siempre la acompañaba desapareció, dejándome con una sensación de vacío que nunca había sentido. Sus hombros se relajaron y, tras un suspiro, retrocedió, mirándome como si yo fuera el villano en su historia.
—Cobarde… —murmuró, pero el golpe fue tan directo como si lo hubiese gritado.
Su desilusión me atravesó, revolviendo algo en mi interior. Quería evitarle cualquier tristeza, no ser el responsable de esas lágrimas que ahora luchaban por salir. Sentí un dolor profundo, un conflicto entre lo que consideraba correcto y lo que realmente deseaba. La vi moverse para salir, y en un acto instintivo, casi desesperado, le tomé la mano, deteniéndola.
—Perdóname. No debí decirlo de esa forma. Tal vez… tal vez debí elegir mejor las palabras. Solo… solo dame un tiempo. Déjame ordenar todo esto y… —hice una pausa, mirándola a los ojos—. Cuando todo se calme, te prometo que te daré una respuesta.
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