CAPÍTULO CIENTO CUATRO: BENJAMÍN CHAUCER
Benjamín Chaucer
Habían transcurrido dos semanas desde aquella última intervención, y aunque mi cuerpo pedía a gritos un descanso, la situación no me había dado tregua. La familia Marcone me necesitaba, y como médico, siempre he considerado que mi vocación me obliga a responder a esos llamados, sin importar el sacrificio personal. No me arrepentía. Jedik y los suyos eran mis pacientes, y, en cierta forma, mi responsabilidad se había vuelto más personal de lo que jamás habría imaginado. Mi salud había mejorado favorablemente, pero sabía que esta mejoría era solo temporal si no tomaba algún tipo de pausa. Aunque, francamente, eso no parecía ser una opción ahora.
Había pasado días sumido en el estudio minucioso del cerebro de Beatrice, o lo que quedaba de el. Me intrigaba profundamente cómo aquel parásito mutante había desaparecido sin dejar rastro, desintegrándose como si jamás hubiese existido. Aquello me frustraba y me impulsaba, a partes iguales. Necesitaba comprender qué había ocurrido, por qué su estructura se descomponía tan rápidamente. Era esencial descubrir algún método para combatirlo, por si alguna vez llegaba a surgir otro caso similar, aunque lo que más deseaba era que jamás volviéramos a encontrarnos con algo así. Dios no lo quiera.
El estudio no había rendido resultados concluyentes. Revisé cada rincón, cada célula restante del cerebro de Beatrice, en busca de alguna pista, algún indicio de aquel organismo invasor que se había apoderado de ella, alterándola hasta su último aliento. Sin embargo, hasta ahora, todos mis esfuerzos habían sido infructuosos. No encontrar nada me desesperaba; como médico y como científico, no estaba acostumbrado a lidiar con el vacío. El hecho de que ese parásito, o lo que fuera, no dejara más que incógnitas solo aumentaba mi deseo de hallar respuestas. Sabía que, de cara al futuro, esto me permitiría anticipar un brote similar o, al menos, estar un paso más adelante. La medicina se construye en los errores y aciertos, pero sin evidencia, no hay dirección.
Por otro lado, dedicar tiempo al seguimiento de los hijos de Jedik también ocupaba buena parte de mis días. Los pequeños habían alcanzado una etapa de desarrollo que me asombraba, tan saludables, tan llenos de vida. Me recordaban a Cassian cuando era niño, llenos de la misma curiosidad que le caracterizaba. Era gratificante ver su crecimiento y notar que los efectos del virus no habían perjudicado su desarrollo, al menos hasta ahora. Sin embargo, sabía que, con la adultez, llegaría un momento crítico para ellos. Aquella necesidad de exploración y descubrimiento surgiría inevitablemente, y no podía evitar pensar en los riesgos de mantenerlos dentro de estas cuatro paredes por más tiempo.
Aislar a Cassian nunca había sido la mejor decisión, y lo que Jedik hizo con él en su momento era algo que no deseaba ver repetido. La restricción podría mantener a los pequeños seguros ahora, pero ¿a qué costo? Si se les impedía vivir experiencias en el exterior, podría provocar en ellos una rebeldía, una especie de sed de libertad incontrolable cuando alcanzaran la etapa de reproducción, la cual implicaría una serie de desafíos, tanto para ellos como para sus padres, y claro, para mí. La cuestión era saber si era prudente liberarles y, de ser así, en qué condiciones.
El virus era otro punto de preocupación. Sabía que, una vez que llegara el momento de su maduración y reproducción, la posibilidad de una propagación aumentaba. No era viable enfrentarnos a una ola de nuevos contagios solo por no haber prevenido a tiempo, y me pesaba saber que aún no había hallado una solución concreta para ello. Quería, más que nada, encontrar un método que permitiera mitigar los efectos del virus en aquellos afectados o, como mínimo, controlar ciertos síntomas para que llevaran una vida más normal. Si pudiera desarrollar una forma de anticoncepción efectiva para quienes estuvieran infectados, podríamos reducir drásticamente las posibilidades de nuevos embarazos y, por ende, evitar más contagios y nuevas generaciones enfrentando la misma lucha.
Este dilema me mantenía en vilo: saber que, a pesar de mis avances, aún estábamos a merced de un virus tan volátil y agresivo era algo difícil de aceptar.
Fue en medio de mi concentración que la vi aparecer en el reflejo de una de las vitrinas del laboratorio. Naia estaba de pie, su figura alta y esbelta observándome desde el umbral de la puerta, con una leve sonrisa en los labios, casi como si se estuviera divirtiendo. Su cabello, largo y de un tono oscuro profundo, caía en suaves ondas hasta su espalda. Sus ojos, grandes y de un color que oscilaba entre el verde y el dorado, me observaban fijamente.
Llevaba una blusa ajustada y de tono claro, que resaltaba su piel tersa y el contorno de sus hombros delgados pero bien formados. La tela se ceñía suavemente a su cuerpo, y pude notar la silueta de una mujer joven que, aunque aún en desarrollo, poseía ya esa presencia y porte que sugerían que era consciente de su apariencia. Sus pantalones oscuros, ceñidos a sus caderas, subrayaban la rapidez con la que había alcanzado la adultez, como si cada facción y cada curva se hubiera definido de un día para otro.
No hice caso al principio, acostumbrado a que los hijos de Jedik rondaran por allí, pero cuando levanté la vista, ella seguía allí. No pude evitar cruzar los brazos, un gesto inconsciente para mantener cierta distancia. Sin embargo, ella se acercó con esa naturalidad que solo alguien joven y seguro de sí mismo puede proyectar, cruzando la habitación y sentándose sin esperar invitación en la silla frente a mí.
—Doctor, siempre está tan concentrado… Me pregunto si le hace falta algo de compañía para aliviar tanta seriedad.
Giré hacia ella, un poco desconcertado con su actitud, y traté de devolverle una sonrisa cordial, aunque sentía que algo en su mirada iba más allá de la mera curiosidad.
—No suelo pensar en eso cuando trabajo, Naia, pero gracias por preocuparte.
—¿Estás trabajando en algo interesante, doctor? —preguntó, apoyando los codos en la mesa y sosteniendo su barbilla con ambas manos, los ojos atentos y una leve sonrisa en los labios.
—Estaba revisando unos informes de tus hermanos… y algo más, sobre… tu abuela.
Ladeó la cabeza, sus cabellos oscuros cayendo en cascada sobre uno de sus hombros.
—¿Qué tan interesante puede ser estudiar a alguien muerto? Me sorprende que dediques tanto tiempo a algo tan... pasado—su sonrisa tenía un toque juguetón, como si estuviera probando mis reacciones.
—Bueno, digamos que algunos estudios siguen revelando hallazgos importantes aún después de que el… paciente ya no esté —contesté, tratando de seguirle el juego sin desviarme demasiado.
—Supongo… —noté que su mano se movía hacia uno de los frascos, sus dedos acariciando el vidrio de manera casual, como si fuera parte de su pequeño juego—. ¿Sabe? —prosiguió, bajando el tono de voz—. A veces me pregunto cómo es que puedes lidiar con todos nosotros. Mi padre dice que somos… peculiares —rio suavemente.
—Peculiares es una forma amable de describirlos, sí. Pero la verdad es que he aprendido mucho de ustedes. Cada uno de ustedes es único y… representa un desafío en diferentes formas.
—¿Y yo? ¿Te doy mucho trabajo?
—No, ¿cómo crees?
—Doctor, ¿alguna vez has pensado en… salir de aquí? Digo, debe ser agotador lidiar con nuestros asuntos todo el tiempo.
—A veces, sí. Pero no de la forma que piensas. No es agotador… solo que, a veces, pienso que ustedes deberían conocer un mundo más allá de estas paredes.
—Tal vez tengas razón, aunque no siento curiosidad por lo que hay ahí fuera—su rostro volvió a iluminarse con aquella expresión juguetona.
¿Cómo no podía sentir curiosidad por ello? Es extraño por donde quiera que lo vea.
Posó su mano sobre mi brazo, suavemente. Sentí un ligero escalofrío; hacía años que no experimentaba ese tipo de contacto de una manera tan inesperada y, debo admitir, en un contexto tan inusual.
—Me gusta verlo trabajar, doctor. Se ve… tan interesante—murmuró, sus ojos clavados en los míos, sin apartarse ni un instante—. Podría pasar largas horas viéndolo concentrado, haciendo anotaciones en su libreta y hablando consigo mismo. ¿Le molesta si me quedo un rato?
Por un momento, tuve que recordarme que era la hija de Jedik y que, por mucho que intentara leer sus intenciones, no tenía razones para asumir nada inapropiado. Aun así, su cercanía me tenía algo descolocado, y su mirada me resultaba demasiado intensa.
—Naia, agradezco tu interés, pero no deberías estar aquí. Además, debes ser cuidadosa con algunos de estos frascos. Son sustancias delicadas… —intenté desviar su atención, señalando los frascos que ella había tocado con una risa leve, aunque mi tono sonaba más nervioso de lo que pretendía.
Soltó una risa ligera y se levantó de la silla, pero no sin lanzarme una última mirada que me dejó intrigado y desconcertado.
—A veces, el trabajo necesita un descanso, doctor. Estaré por aquí si necesita algo… o alguien —susurró, con un tono suave y ambiguo.
Sin esperar respuesta, se giró y salió del laboratorio, dejándome con una sensación extraña. Me quedé unos minutos en silencio, observando el espacio que había dejado vacío.
¿Qué estaba pensando? Había visto a Naia nacer, había sido testigo de cada etapa de su crecimiento. Su risa de niña aún resonaba en mi memoria, y recordaba cómo, apenas hace pocos días, ella y sus hermanos corrían alrededor de mis piernas como pequeños torbellinos de energía. La idea de su acercamiento me resultaba... inverosímil.
Sacudí la cabeza, avergonzado de mí mismo. Era como mi hija. Aunque no lo fuera en sentido literal, no podía negarlo, la relación que había desarrollado con ella y sus hermanos siempre fue de protección, casi paternal. Había pasado largas noches atendiendo sus primeros síntomas, revisando sus desarrollos, y hasta observándolos dar sus primeros pasos. Eran prácticamente familia. Mi rol en sus vidas no podía ser de otra manera, y menos algo diferente.
Me llevé una mano al rostro, sintiendo el calor acumulado en mis mejillas. ¿Había algo en sus palabras que debía tomar en serio? Intenté retomar mi trabajo, aunque el pensamiento de su sonrisa seguía rondando mi mente.
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