CAPÍTULO CIENTO CINCO: NAIA MARCONE
Naia Marcone
Cuando cerré la puerta de mi habitación, sentí el pulso en las sienes y el pecho latiendo más rápido que de costumbre. Me recargué en la pared un momento, intentando poner en orden mis pensamientos, aunque la emoción era un torbellino del que no encontraba cómo aterrizar.
Con cuidado, saqué de entre mi ropa el pañuelo que había tomado del escritorio del doctor. Sabía que era solo un trozo de tela, una prenda común y sin importancia, pero para mí, en ese instante, era algo especial, como si fuera una pequeña ventana a su presencia.
Lo acerqué a mi rostro, hundiendo la nariz en el suave tejido y aspirando su aroma. El pañuelo conservaba su olor, una mezcla entre el ligero rastro de sudor, que me hacía imaginar el esfuerzo con el que trabajaba sin parar, y la colonia discreta que siempre llevaba. Era un aroma único, elegante y adictivo, un reflejo de él. Al inhalarlo, un estremecimiento me recorrió desde la cabeza hasta los pies, como si el mero hecho de sostenerlo me conectara con algo más profundo.
Cerré los ojos y, sin darme cuenta, me vino a la mente su imagen. Su figura era imponente, siempre vestido de manera impecable y elegante, con esa manera de caminar que reflejaba la seguridad y experiencia de alguien que sabía lo que hacía. Su cabello oscuro, con algunas hebras plateadas, le daba una apariencia aún más digna y confiable, como si cada uno de esos mechones grises guardara la sabiduría de su experiencia. Su estatura y el ancho de sus hombros parecían rodearlo de una especie de fuerza silenciosa.
Pensé en sus manos, esas manos grandes y cuidadas que habían visto tanto. Manos que me habían examinado con cuidado, que habían trabajado sin descanso para asegurarme a mí y a los míos una vida más sana y segura. Cada vez que lo recordaba mirándome, con su expresión seria y observadora, sentía una inquietud en el estómago. No sabía qué significaba, pero había algo en su mirada que me hacía sentir diferente, como si estuviera viendo algo en mí que ni siquiera yo entendía.
Aspiré otra vez el aroma del pañuelo, y una oleada de calor se expandió por mi pecho y bajó hasta mi vientre. Era una sensación extraña, que me desconcertaba y, al mismo tiempo, me hacía sentir viva.
Mis pensamientos comenzaron a divagar, y por un instante, me imaginé de pie junto a él, observando cómo trabajaba, cómo tomaba con destreza cada instrumento médico o anotaba con rapidez sus observaciones.
Las cosquillas que sentía en el vientre se intensificaron al pensar en su cercanía, en cómo sería si él alguna vez desviara esa atención meticulosa hacia mí. Era como si algo en mi interior cobrara vida con cada pensamiento sobre él, con cada recuerdo de su voz profunda y grave.
No entendía por qué mi piel se erizaba al recordarlo o por qué, cada vez que me veía reflejada en sus ojos, sentía que algo nuevo y desconocido se despertaba dentro de mí.
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Mi papá siempre ha dicho que mentir estaba mal, pero, ¿y si era por una buena causa? ¿Y si, esta vez, era la única forma de que él me escuchara? Intenté convencerme de eso mientras me quedaba fuera del despacho del doctor, tocando el cristal de la puerta con insistencia, esperando que él me viera y me dejara pasar. Sabía que desde ayer había estado muy ocupado, pero esta vez necesitaba hablar con alguien, y él era la única persona en quien confiaba.
La puerta se abrió y, sin decir palabra, me hizo un gesto para entrar. Apenas crucé el umbral, lo escuché cerrarla tras de mí, un poco más fuerte de lo necesario. Sentí que lo hacía para evitar que entrara sin avisar, como la última vez. Ignoré esa sensación y me senté en la silla frente a su escritorio, notando su mirada preocupada mientras me acomodaba. Era ahora o nunca.
—Desde anoche… —empecé a decir, tratando de no perder el valor—. Desde anoche, siento mi cuerpo raro.
Frunció el ceño, inclinándose ligeramente hacia mí.
—¿A qué te refieres con raro, Naia? Sé un poco más específica.
—Me duelen mucho los pechos.
Él asintió, sonriendo con esa expresión de comprensión que siempre tenía cuando hablaba de cosas de salud.
—Eso es totalmente normal. Estás creciendo, y tu cuerpo se está desarrollando cada día más. Esos cambios suelen ser comunes a tu edad.
Quise que me creyera, que supiera que no era solo eso. Bajé la voz, insegura, pero me obligué a hablar.
—No es solo en los pechos… también siento una quemazón… debajo de la piel y… más abajo del vientre.
Noté que él miró hacia la pared y carraspeó, como si intentara ganar tiempo. Después de un momento, asintió para sí mismo.
—Tal vez deberíamos hacer algunos análisis, ver cómo están tus niveles hormonales. Todo apunta a que estás entrando en una de las etapas más difíciles de tu crecimiento.
¿Otra etapa más?
—Voy a llamar a tu madre para que esté presente mientras examino tus pechos, solo para asegurarnos de que todo esté bien y sea seguro.
—¿Por qué quieres llamar a alguien más? —dije, mi voz subiendo sin querer—. ¿No se supone que debe haber confienzalidad entre tus pacientes?
—Se dice confidencialidad.
—Eso mismo.
Suspiró y, por un segundo, apartó la vista.
—Naia, no es correcto hacer una examinación a solas. Se puede prestar para malentendidos, y no quiero problemas con tus padres.
Sentí que la frustración se convertía en rabia. No podía seguir soportándolo. Todo esto, esta incomodidad, este ardor, esta desesperación… era su culpa. ¿Cómo no lo entendía? Todo mi autocontrol se desplomó, y solté lo que había estado guardando en mi pecho.
—Es por su culpa que yo me siento así—dije, mi voz temblando de vergüenza—. No soporto ni un segundo más la incomodidad que siento en mis pechos, en mi entrepierna. Tiene que hacerse cargo…
—¿Qué estás diciendo? ¿Por qué mi culpa?
—Sucede cada vez que lo veo, cuando lo pienso y lo imagino…
—Ya veo—se quitó los espejuelos, frotándose las sienes—. Es… totalmente comprensible. No has tenido contacto con el exterior o con hombres jóvenes, de tu edad. Cada vez me convenzo más de que tus padres deben tomar una decisión y darles algo de libertad. Mientras los tengan aquí encerrados, no querrán salir a explorar nuevos horizontes. Mírame, Naia, puedo ser tu abuelo.
No entendía por qué insistía en hablar de otros hombres, de otros lugares, cuando lo único que yo quería estaba aquí, frente a mí.
—No es eso… yo no quiero salir a conocer el mundo ni a otros hombres. No hay nadie más… nadie más que pueda enseñarme todo lo que tú sabes
Se tensó al escucharme y, como respuesta, vi sus ojos oscurecerse mientras me miraba, con esa autoridad que tan bien conocía.
—Naia, detente —su tono era bajo, casi como una advertencia—. No hables así. Debe haber respeto entre nosotros. Tienes que ser coherente, entrar en razón… yo prácticamente te crie. Fui el primero en cargarte cuando llegaste a este mundo—hizo una pausa, bajando la voz aún más—. A mis ojos, eres como una nieta. Jamás podría verte como una mujer.
—¿No fuiste tú quien me dijo que me había convertido en una mujer desde que sangré aquella mañana? —murmuré, apenas atreviéndome a mirarlo.
Por un instante su mirada pareció suavizarse, casi como si entendiera mi confusión. Pero luego negó con la cabeza, exhalando profundamente.
—No entiendes. Justamente, por esa ingenuidad, por esa inocencia, es que necesitas salir, conocer el mundo, explorar, experimentar y descubrirte a ti misma.
Me levanté de la silla, yendo hacia él.
—Si necesito todo eso, entonces no hay nadie mejor que tú para enseñarme. Enséñame todo lo que necesito saber.
—Por el amor de Dios, ¿te estás escuchando?
Me llené de valor cuando me atreví a sostener su mano, llevándola hacia mi hombro y arrastrándola en dirección a mi cuello.
—Quiero ser su alumna, doctor. Quiero aprender mucho de usted.
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